En nueve capitales europeas sonaron frenéticamente los teléfonos entre Ministerios y departamentos, entre cabinas públicas y redacciones de periódicos, en compañías de seguros, agencias navieras y casas particulares. Para muchos hombres del Gobierno, de la Banca, de las empresas navieras o de seguros, de las Fuerzas Armadas y de la Prensa, la perspectiva de un tranquilo fin de semana se extinguió aquella mañana del viernes en el liso mar azul, donde una bomba de un millón de toneladas, llamada
Freya
, permanecía silenciosa e inmóvil bajo el cálido sol primaveral.
Harry Wennerstrom estaba a medio camino de Rotterdam al Anzuelo cuando se le ocurrió una idea. Su automóvil pasaba junto a Schiedam, por la autovía de Vlaardingen, cuando recordó que su reactor particular estaba en el aeropuerto municipal de Schiedam. Cogió el teléfono y llamó a su secretaria particular, que seguía tratando de eludir las llamadas de la Prensa en la
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del «Hilton». Cuando consiguió comunicar con ella, al tercer intento, le dio una serie de órdenes para su piloto.
—Por último —dijo—, quiero el nombre y el número de teléfono del jefe de Policía de Alesund. Sí, Alesund, de Noruega. En cuanto los tenga, llámele y dígale que no se mueva de donde está hasta que yo le telefonee.
La unidad de información de «Lloyd's» había sido informada poco después de las diez. Un buque mercante inglés, que transportaba cereales, se disponía a entrar en el estuario del Mosa para ir a Rotterdam, cuando el
Freya
había hecho su llamada de las 09.00 a Control del Mosa. El radiotelegrafista había oído toda la conversación, la había anotado al pie de la letra en taquigrafía y había dado cuenta de ella a su capitán. Seguidamente, éste la había dictado al agente de su barco en Rotterdam, el cual la había transmitido a su oficina principal de Londres. La oficina había llamado a Colchester, Essex, y repetido la noticia a «Lloyd's». Este había informado a los presidentes de las veinticinco empresas de seguros afectadas. El consorcio que había concertado el seguro de 170 millones de dólares sobre el
Freya
era muy grande, y también lo era el grupo de empresas que había cubierto el riesgo del cargamento de un millón de toneladas para Clint Blake, de Texas. Pero, a pesar de la importancia del
Freya y
de su cargamento, la póliza individual más importante era la del seguro de «Protection and Indemnity». Esta póliza sería la que costaría mas dinero si era volado el
Freya
.
Poco antes del mediodía, el presidente de «Lloyd's», en su oficina de la City, contempló fijamente los breves cálculos que había anotado en su bloc.
—Si ocurre lo peor —dijo a su secretario particular—, nos enfrentaremos con una pérdida de unos mil millones de dólares. ¿Quién diablos
es
esa gente?
El jefe de «esa gente» estaba sentado en el epicentro del creciente temporal, frente al barbudo capitán noruego, en el camarote de día, debajo del ala de estribor del puente del
Freya
. Las cortinas estaban descorridas, dando paso a los cálidos rayos del sol. A través de las ventanas se divisaba una vista panorámica de la cubierta silenciosa, con su extensión de cuatrocientos metros hasta el castillo de proa.
Una diminuta figura de hombre permanecía sentada en lo alto de la proa mirando a su alrededor, sobre el resplandeciente mar azul. A ambos lados del buque, el mismo mar azul estaba llano y en calma, sólo rizada su superficie por un ligero céfiro. Durante la mañana, aquella brisa se había llevado delicadamente las nubes invisibles de inertes gases venenosos que habían salido de los depósitos al levantarse las escotillas de inspección. Ahora se podía andar sin peligro por cubierta; en otro caso, el hombre del castillo de proa no habría podido estar allí.
La temperatura del camarote permanecía estable, al ser sustituida la calefacción central por el acondicionador de aire cuando el sol empezó a dejarse sentir a través de los dobles cristales de las ventanas.
Thor Larsen seguía sentado donde había estado toda la mañana, a un extremo de la mesa grande, mientras Andrew Drake ocupaba el otro.
Desde la conversación que habían sostenido entre la llamada de las nueve y las diez, habían permanecido callados la mayor parte del tiempo. La tensión de la espera empezaba a dejarse sentir. Ambos sabían que al otro lado de las aguas, en ambas direcciones, se estaban haciendo frenéticos preparativos; en primer lugar para tratar de calcular exactamente lo que había ocurrido a bordo del
Freya
durante la noche; en segundo término, para saber si podía hacerse algo para remediarlo.
Larsen sabía que nadie haría nada, que nadie tomaría ninguna iniciativa hasta que se radiasen las condiciones al mediodía. Esto demostraba que el enérgico joven sentado ante él no tenía nada de estúpido. Había resuelto mantener a las autoridades en la incertidumbre. Al obligar a Larsen a radiar el mensaje, no había dado ninguna clave que pudiese revelar su identidad o su origen. Incluso sus móviles eran desconocidos fuera del camarote en el que estaban sentados. Y las autoridades querrían saber más, analizar las grabaciones de los mensajes radiados, identificar las formas de lenguaje y el origen étnico del locutor, antes de emprender cualquier acción.
El hombre que se hacía llamar Svoboda les negaba esta información, minando la confianza de aquellos a quienes estaba desafiando.
También daba a la Prensa tiempo sobrado para enterarse del desastre, pero no de las condiciones; dejando que calculasen la magnitud de la catástrofe si el
Freya
era volado, y, de este modo, fuesen acumulando energía y preparándose para ejercer presión sobre las autoridades, antes de conocer las exigencias de los secuestradores. Cuando éstas fuesen formuladas, parecerían poca cosa en comparación con la alternativa, y las autoridades se verían sometidas a la presión de la Prensa, antes de haber considerado las condiciones.
Larsen, que sabía cuáles eran tales condiciones, no podía concebir que las autoridades se negasen. La alternativa era demasiado espantosa para todos. Si Svoboda se hubiese limitado a secuestrar a un político, como había secuestrado la banda Baader-Meinhof a Hans-Martin Schleyer, o las Brigadas Rojas a Aldo Moro, podrían haberle negado la puesta en libertad de sus amigos. Pero había preferido amenazar con destruir cinco costas, un mar, treinta vidas y mil millones de dólares.
—¿Por qué son tan importantes para usted esos dos hombres? —preguntó de pronto Larsen.
El joven le miró.
—Son amigos —respondió.
—No —replicó Larsen—. Recuerdo haber leído, en enero pasado, que eran dos judíos de Lvov a los que se había negado el permiso para emigrar y que, por esta razón, secuestraron un avión de pasajeros ruso y le obligaron a aterrizar en Berlín Oeste. ¿Cómo puede eso producir un levantamiento popular?
—Dejemos eso —interrumpió su aprehensor—. Son las doce menos cinco. Volvamos al puente.
Nada había cambiado en el puente, salvo que había en el un terrorista más, acurrucado y dormido en un rincón, pero sin soltar su arma. Iba enmascarado, igual que el que vigilaba las pantallas del radar y del sonar. Svoboda preguntó algo a aquel hombre, en la lengua que ahora sabía Larsen que era ucraniana.
El hombre negó con la cabeza y respondió en el mismo idioma. A indicación de Svoboda, el enmascarado apuntó a Larsen con su pistola.
Svoboda se dirigió a los aparatos y leyó sus indicaciones. Había un círculo periférico de mar despejado alrededor del
Freya
, al menos hasta cinco millas al Oeste, al Norte y al Sur. Hacia el Este, el mar estaba vacío hasta la costa holandesa. Cruzó la puerta que conducía al ala del puente, se volvió y gritó algo hacia lo alto. Larsen oyó, que desde arriba, le respondía el hombre situado en lo alto de la chimenea. Svoboda volvió a entrar en el puente.
—Vamos —ordenó a Larsen—, sus oyentes están esperando. Recuerde que, si intenta cualquier truco, mataré a uno de sus marineros.
Larsen cogió el micrófono y pulsó el botón de transmisión.
—Control del Mosa, Control del Mosa. Aquí el
Freya
.
Aunque él no podía saberlo, más de cincuenta oficinas diferentes recibieron la llamada. Cinco importantes servicios de información estaban a la escucha, captando el Canal Veinte en el éter con sus perfeccionados aparatos. Las palabras eran oídas y transmitidas simultáneamente a la Agencia de Seguridad Nacional de Washington, al SIS, al SDECE francés, a la BND de Alemania Federal, a la Unión Soviética y a los diversos servicios de Holanda, Bélgica y Suecia.
También había radiotelegrafistas navales a la escucha, y radioaficionados y periodistas. Una voz respondió desde el Anzuelo de Holanda:
—Freya
, aquí Control del Mosa. Hable, por favor. Thor Larsen leyó lo escrito en una hoja de papel.
—Soy el capitán Thor Larsen. Deseo hablar personalmente con el primer ministro de los Países Bajos.
Otra voz, hablando también inglés, llegó al barco desde el Anzuelo:
—Capitán Larsen, aquí Jan Grayling. Soy el primer ministro del reino de los Países Bajos. ¿Se encuentran bien?
En el
Freya
, Svoboda tapó el micro con la mano.
—Nada de preguntas —advirtió a Larsen—. Limítese a preguntar si está presente el embajador alemán, y que le den su nombre.
—Por favor, no haga preguntas, señor primer ministro. Me han prohibido contestarlas. ¿Está ahí el embajador de Alemania Federal?
En el Control del Mosa, pasaron el micrófono a Konrad Voss.
—Habla el embajador de la República Federal Alemana —dijo—. Me llamo Konrad Voss.
En el puente del
Freya
, Svoboda asintió con la cabeza a Larsen.
—Correcto —dijo—. Adelante; lea el mensaje.
Los siete hombres reunidos alrededor de la consola de Control del Mosa escucharon en silencio. Eran un primer ministro, un embajador, un psiquiatra, un ingeniero de radio —por si fallaba la transmisión—, Van Gelder, de la Junta del Puerto, y el oficial de guardia. Las comunicaciones con los otros barcos se habían pasado a un canal suplementario. Los dos magnetófonos giraban sin ruido. Se aumentó el volumen de la radio; la voz de Thor tronó en la habitación.
—Repito lo que dije a las nueve de esta mañana. El
Freya
está en poder de unos guerrilleros. Han sido colocados ingenios explosivos que, si estallan, destrozarán el buque. Las cargas explotarían con sólo tocar un botón. Repito: con sólo tocar un botón. Por consiguiente, deben renunciar a todo intento de acercarse al barco, abordarlo o atacarlo en cualquier forma. Si lo hicieran, el botón detonador sería pulsado inmediatamente. El hombre responsable me ha convencido de que están dispuestos a morir antes que ceder.
»Prosigo: el mero hecho de que alguien se aproxime al buque, por mar o por aire, provocará la ejecución de uno de mis marineros o el derramamiento de veinte mil toneladas de crudo, o ambas cosas a la vez, Y ahora, he aquí las exigencias de los guerrilleros:
»Los dos prisioneros de conciencia David Lazareff y Ley Mishkin, que se encuentran actualmente en la cárcel de Tegel, en Berlín Oeste, deben ser puestos en libertad. Tienen que ser transportados desde Berlín Oeste hasta Israel en un reactor civil de Alemania Federal. Previamente a esto, el primer ministro del Estado de Israel debe prometer públicamente que no serán repatriados a la Unión Soviética, ni devueltos a Alemania Occidental, ni encarcelados en Israel.
»La excarcelación debe efectuarse mañana al amanecer. La garantía israelí de seguridad y libertad debe prestarse hoy, a medianoche. Si estas condiciones no son aceptadas, la responsabilidad de lo que ocurra recaerá sobre Alemania Federal y sobre Israel. Esto es todo. No volveremos a establecer contacto hasta que se hayan cumplido estas exigencias.
El radioteléfono dio un chasquido y enmudeció. Reinó el silencio en el edificio de control. Jan Grayling miró a Konrad Voss.
El representante de Alemania Federal se encogió de hombros.
—Tengo que hablar urgentemente con Bonn —dijo.
—Puedo asegurarles que el capitán Larsen sufre una fuerte tensión intervino el psiquiatra.
—Muchas gracias —dijo Grayling—. A mí me ocurre lo mismo. Caballeros, lo que acabamos de oír será del dominio público dentro de una hora. Propongo que volvamos a nuestras oficinas. Yo prepararé una declaración para el noticiario de la una. Señor embajador, temo que la presión empezará ahora a desplazarse hacia Bonn.
—Así es —admitió Voss—. Tengo que estar lo antes posible en la Embajada.
—Entonces, acompáñeme a la Haya —pidió Grayling—. Nos escoltará la Policía y podremos hablar en el coche.
Los ayudantes trajeron las dos grabaciones y el grupo salió para La Haya, a tres cuartos de hora costa arriba. Cuando se hubieron marchado, Dirk van Gelder subió al terrado donde Harry Wennerstrom tenía que haber ofrecido su lunch, con el beneplácito de Gelder, y los invitados habrían contemplado ansiosamente el mar, comiendo bocadillos de salmón y bebiendo champaña, en espera de ver aparecer al leviatán.
Ahora, tal vez no llegaría nunca, pensó Van Gelder, mirando fijamente las azules aguas. También él había sido capitán de la Marina Mercante holandesa, hasta que le prometieron su empleo en la costa, con la promesa de una vida reposada con su mujer y sus hijos. Como marino, pensaba en la tripulación del
Freya
, presa en la lejanía, esperando impotente, el rescate o la muerte. Pero, como marine, no sería él quien se encargase de las negociaciones. La cosa ya no dependía de él. Otros hombres más sutiles, calculadores, en términos más políticos que humanos, enpuñarían las riendas.
Pensó en el corpulento capitán noruego, al que conocía por fotografía, pero no personalmente, enfrentándose ahora con unos locos armados de pistolas y dinamita, y se preguntó cómo habría reaccionado él en una situación parecida. Más de una vez había dicho que esto podía ocurrir, que los superpetroleros estaban poco protegidos y eran demasiado peligrosos. Pero la voz del dinero había sido más fuerte que la suya; el argumento más poderoso había sido el coste adicional de la instalación de los aparatos necesarios para convertir los petroleros en algo parecido a los Bancos o los polvorines, a los que, en cierto modo, se parecían bastante. Pero no le habían escuchado, ni nunca lo harían. La gente se preocupaba de los aviones, porque podían estrellarse contra las casas; pero no de los petroleros, que estaban fuera de su campo visual. Los políticos no habían insistido, y la Marina Mercante no había hecho nada. Ahora, dado que los superpetroleros eran tan vulnerables como una hucha, un capitán y su tripulación de veintinueve hombres podían morir como ratas en un torbellino de agua y petróleo.