—Estoy enterado, señor embajador, y lamento que un marinero haya sido asesinado. ¿Qué desea de Israel la República Federal?
—Señor primer ministro, el Gobierno de mi país ha considerado durante varias horas el problema. Aunque le repugna sobre manera doblegarse al chantaje de los terroristas hasta el punto de que, si la cuestión afectase únicamente a Alemania, estaría dispuesto a resistir, en el caso actual piensa que hay que acceder.
»Por consiguiente, mi Gobierno pide que el Estado de Israel se avenga a recibir a Lev Mishkin y a David Lazareff, con las garantías que exigen los terroristas de que no serán procesados ni se otorgará su extradición.
En realidad, hacía varias horas que el primer ministro, Golen, había pensado la respuesta que daría a esta petición. De hecho, la esperaba. Y había decidido cuál sería su posición. Su Gobierno era una coalición muy equilibrada, y, personalmente, creía que muchos o quizá la mayoría de sus miembros estaban tan indignados por la incesante persecución de los judíos y de la religión judía dentro de la URSS que, para ellos, Mishkin y Lazareff podían difícilmente ser considerados como terroristas al estilo de la banda Baader-Meinhof o de la OLP. Ciertamente, algunos aprobaban que tratasen de escapar secuestrando un avión soviético y pensaban que la pistola se había disparado accidentalmente en la cabina de mando.
—Debe usted tener en cuenta dos cosas, señor embajador. Primera: aunque Mishkin y Lazareff puedan ser judíos, el Estado de Israel no tiene nada que ver con sus delitos, ni con la petición de su puesta en libertad.
«Si los terroristas resultan ser efectivamente judíos —pensó—, ¿quién va a creer esto?»
—Segunda: el Estado de Israel no se ve directamente afectado por el riesgo que corre la tripulación del
Freya
ni por las consecuencias de la posible destrucción del buque. Las presiones y el chantaje no van dirigidos contra el Estado de Israel.
—Lo comprendo perfectamente, señor ministro —repuso el alemán.
—Por consiguiente, si Israel se aviene a recibir a esos dos hombres, debe quedar públicamente en claro que lo hace accediendo a la expresa y vehemente petición del Gobierno federal.
—Esta petición, señor, la formulo en nombre de mi Gobierno.
Quince minutos más tarde, quedó convenida la fórmula. Alemania Federal anunciaría públicamente que había hecho la petición a Israel por su propio interés. Inmediatamente después, Israel anunciaría que había accedido, a pesar suyo, a la petición. Seguidamente, Alemania Federal podría anunciar la puesta en libertad de los presos a las ocho de la mañana siguiente, hora europea. Los anuncios se harían desde Bonn y desde Jerusalén, con intervalos de diez minutos, y empezarían dentro de una hora. Eran las siete y media en Israel y las cinco y media en Europa.
En todo el continente, las últimas ediciones de los periódicos de la tarde fueron arrancadas de manos de los vendedores callejeros por un público de trescientos millones de personas que habían seguido el drama desde media mañana. Los últimos titulares daban cuenta del asesinato de un marinero no identificado y de la detención de un fotógrafo francés y de un piloto en Le Touquet.
Los boletines radiados dieron la noticia de que el embajador de Alemania Federal en Israel había visitado al primer ministro Golen en su domicilio particular durante la fiesta del sábado, y salido de aquella treinta y cinco minutos más tarde. Se ignoraba lo tratado en la reunión, y todos daban rienda suelta a las especulaciones. La Televisión publicó imágenes de todos los que quisieron posar ante las cámaras y de unos cuantos que hubiesen preferido no hacerlo. Estos eran los que sabían lo que pasaba. Las autoridades se negaron a entregar fotografías del cadáver del marinero, tomadas desde el
Nimrod
.
Los diarios, que estaban preparando la tirada que empezaba a medianoche, reservaban las primeras páginas para el caso de que Jerusalén o Bonn hiciesen alguna declaración, o de que se transmitiese algún otro mensaje desde el
Freya
. En las páginas interiores, ocupaban muchísimas columnas los artículos técnicos sobre el propio
Freya
, su cargamento y los efectos de su derramamiento, así como las especulaciones sobre la identidad de los terroristas y los artículos de fondo reclamando la puesta en libertad de los dos secuestradores.
Un suave y templado crepúsculo ponía fin al espléndido día primaveral, cuando sir Julian Flannery presentó su informe a la primer ministro en su despacho del 10 de Downing Street. El informe era completo, aunque sucinto; una obra maestra de redacción.
—Entonces, sir Julian —dijo ella al fin—, debemos presumir que esos hombres son reales, que se han adueñado por completo del
Freya
, que están en condiciones de volarlo y hundirlo, que no vacilarían en hacerlo y que las consecuencias económicas, humanas y en el medio ambiente, constituirían una catástrofe de espantosas dimensiones.
—Esta, señora, parece ser la interpretación más pesimista; sin embargo, el comité de crisis cree que sería vano adoptar un criterio más esperanzador —respondió el secretario del gabinete—. Sólo han sido vistos cuatro hombres: los dos centinelas y sus relevos. Pensamos que debe de haber otro en el puente, otro vigilando a los presos, y el jefe; esto representa un mínimo de siete. Quizá serían pocos para enfrentarse con un grupo de asalto armado, pero no podemos estar seguros. Podrían no tener dinamita a bordo, o tenerla en cantidad insuficiente, o haberla colocado mal, pero no podemos presumirlo. Podría fallar su detonador y no tener otro de recambio, pero no podemos presumirlo. Podrían no estar dispuestos a matar a otro marinero, pero no podemos presumirlo. Por último, podrían no pensar realmente en volar el
Freya y
morir con él, pero no podemos presumirlo. Su comité opina que sería una imprudencia presumir menos de lo posible, y que lo posible es lo peor.
Sonó el teléfono particular, y la primer ministro se puso al aparato. Cuando colgó de nuevo, dirigió una débil sonrisa a sir Julian.
—Parece que a fin de cuentas, eludiremos la catástrofe —dijo—. El Gobierno de Alemania Federal acaba de anunciar que ha hecho la petición a Israel. Israel ha contestado que acepta la solicitud alemana. Y Bonn ha respondido anunciando que soltará a los dos hombres a las ocho de la mañana.
Eran las siete menos veinte.
Las mismas noticias llegaron a la radio de transistores del camarote de día del capitán Thor Larsen. Sin dejar de apuntarle, Drake había encendido las luces del camarote y corrido las cortinas hacía una hora. El camarote estaba bien iluminado, caliente, y resultaba casi alegre. La cafetera había sido vaciada cinco veces y llenada de nuevo. Seguía burbujeando. Los dos hombres, el marino y el fanático, estaban macilentos y cansados. Pero uno de ellos estaba apesadumbrado e iracundo por la muerte de un amigo; el otro paladeaba su triunfo.
—Han aceptado —dijo Drake—. Sabía que lo harían. Sus posibilidades eran muy remotas, y las consecuencias, demasiado graves.
Thor Larsen hubiese debido sentirse aliviado por la noticia de la inminente liberación de su barco. Pero la ira que ardía en su interior le privaba incluso de este consuelo.
—Todavía no se ha acabado —gruñó.
—Pero se acabará. Y pronto. Si mis amigos son liberados a las ocho, estarán en Tel-Aviv a la una de la tarde o, como máximo, a las dos. Calculando una hora para la identificación y para la publicación de la noticia por la radio, lo sabremos a las tres o a las cuatro de la tarde de mañana. Después del anochecer, nos iremos y ustedes quedarán sanos y salvos.
—Salvo Tom Keller, que yace en cubierta —gritó el noruego.
—Crea que lo lamento. Pero teníamos que demostrar que hablábamos en serio. No me dejaron ninguna alternativa.
La petición del embajador soviético fue desacostumbrada, y mucho, en el sentido de su rudeza e insistencia. Aunque representan a un país presuntamente revolucionario, los embajadores soviéticos suelen ser muy meticulosos en la observancia de los procedimientos diplomáticos, inventados, en principio, por las naciones capitalistas occidentales.
David Lawrence preguntó repetidamente, por teléfono, si el embajador Konstantin Kirov no podía hablar con él, como secretario de Estado de los Estados Unidos. Kirov le respondió que el mensaje era para el presidente Matthews en persona, sumamente urgente, y que se refería a cuestiones sobre las que el propio presidente Maxim Rudin quería llamar la atención del presidente Matthews.
El presidente accedió a recibir a Kirov, y el largo y negro automóvil, con el emblema de la hoz y el martillo, entró en el recinto de la Casa Blanca a la hora del almuerzo.
En Europa, eran las siete menos cuarto; pero sólo las dos menos cuarto en Washington. El diplomático fue introducido inmediatamente en el Salón Oval, donde le esperaba el presidente, intrigado, confuso y curioso. Se observaron las formalidades, pero sin que ninguno de los interlocutores les prestara mayor atención.
—Señor presidente —comenzó Kirov—. La orden de solicitar esta urgente entrevista con usted me ha sido dada personalmente por el presidente Maxim Rudin. Debo transmitirle su mensaje personal, al pie de la letra. Es el siguiente:
»En el caso de que los secuestradores y asesinos Lev Mishkin y David Lazareff sean excarcelados y librados de su justo castigo, la Unión Soviética no podrá firmar el Tratado de Dublín dentro de dos semanas, ni en cualquier otro tiempo. La Unión Soviética rechazará definitivamente el tratado.
El presidente Matthews miró fijamente al enviado soviético, con pasmado asombro. Tardó varios segundos en hablar.
—¿Quiere usted decir que Maxim Rudin hará trizas nuestro acuerdo?
Kirov permaneció rígido, serio, impertérrito.
—Señor presidente. Esta es sólo la primera parte del mensaje que se me ha ordenado transmitirle. La segunda es que, si se revela la naturaleza o el contenido de este mensaje, la URSS reaccionará exactamente igual.
Cuando se hubo marchado, William Matthews se volvió, desalentado, hacia Lawrence.
—¿Qué diablos pasa, David? No podemos presionar al Gobierno alemán para que revoque su decisión, sin explicar el motivo.
—Creo que tendrá que hacerlo, señor presidente. Con todo respeto, le diré que Maxim Rudin no le deja ninguna alternativa.
De 19.00 a medianoche
El presidente William Matthews quedó aturdido por la inesperada rapidez y por la brutalidad de la reacción soviética. Esperó, mientras iban a buscar al director de la CIA, Robert Benson, y a su consejero de seguridad, Stanislav Poklevski.
Cuando los dos se reunieron con el secretario de Estado en el Salón Oval, Matthews les explicó la enojosa visita del embajador Kirov.
—¿Qué diablos se proponen? —preguntó el presidente.
Ninguno de sus tres principales consejeros pudo darle una respuesta. Se hicieron varias suposiciones, la principal de las cuales era que Maxim Rudin había sufrido un revés en el seno del Politburó y no podía llevar adelante el Tratado de Dublín, caso en el cual el asunto del
Freya
no era más que un pretexto para abstenerse de firmar aquél.
Pero la idea fue unánimemente descartada; sin el tratado, la Unión Soviética no recibiría el trigo, y estaba ya gastando sus últimas reservas. También se sugirió que la muerte del piloto de «Aeroflot», capitán Rudenko, representaba un descrédito que el Kremlin no podía tolerar; pero esto fue igualmente rechazado: los tratados internacionales no se rompen por la muerte de un piloto.
El director de la CIA resumió, al cabo de una hora, lo que pensaban todos.
—Esto no tiene sentido —dijo— y, sin embargo, debe tenerlo. Maxim Rudin no reaccionaría como un loco a menos que tuviese un motivo, un motivo que ignoramos.
—Pero esto no nos saca del espantoso dilema en el que nos encontramos —intervino el presidente Matthews— . O dejamos que Mishkin y Lazareff sean liberados, con el fracaso del más importante tratado de desarme de nuestra generación y el riesgo de una guerra dentro de un año, o nos oponemos a tal liberación y obligamos a Europa Occidental a sufrir el mayor desastre ecológico de nuestra época.
—Tenemos que encontrar una tercera alternativa —dijo David Lawrence—. Pero, ¡por mil diablos!, ¿cuál?
—Sólo podemos buscar en un sitio —respondió Poklevski—. Dentro de Moscú. La respuesta está dentro de Moscú, en alguna parte. No creo que podamos decidir una política encaminada a evitar ambas alternativas catastróficas, si no sabemos por qué Maxim Rudin ha reaccionado de este modo.
—Creo que se refiere usted a
el Ruiseñor
—terció Benson—. Pero no tenemos tiempo. No se trata de semanas, ni de días, sino sólo de horas. Creo, señor presidente, que debería usted tratar de hablar personalmente con Maxim Rudin por la línea directa. Pregúntele, de presidente a presidente, por qué adopta esta actitud sobre los dos secuestradores judíos.
—¿Y si se niega a darme la razón? —inquirió Lawrence—. Podría haberlo hecho a través de Kirov. O enviado una carta personal...
El presidente Matthews tomó su decisión.
—Llamaré a Maxim Rudin —dijo—. Pero si no quiere responder a mi llamada o se niega a darme una explicación, tendremos que deducir que es objeto de presiones insuperables dentro de su propio círculo. Mientras tanto, voy a confiar a mistress Carpenter el secreto de lo que acaba de pasar aquí y pedirle su ayuda a través de sir Nigel Irvine y de
el Ruiseñor
. Sólo como último recurso, llamaré al canciller Busch, en Bonn, y le pediré que me dé un poco más de tiempo.
Cuando el que llamaba dijo que quería hablar personalmente con Ludwig Jahn, la telefonista estuvo a punto de negarse. Numerosos reporteros habían llamado y preguntado por determinados oficiales, a fin de obtener detalles sobre Mishkin y Lazareff. La telefonista tenía órdenes concretas: nada de llamadas.
Pero cuando el hombre le dijo que era primo de Jahn y que éste tenía que asistir a la boda de su hija el día siguiente al mediodía, la telefonista se ablandó. Los asuntos de familia eran harina de otro costal. Pasó la llamada, y Jahn la recibió en su oficina.
—Supongo que me recuerda —dijo la voz a Jahn.
El oficial le recordaba bien; era aquel ruso con ojos de verdugo de un campo de trabajo.
—No debe llamarme aquí —murmuró, con voz ronca—. Y yo no puedo hacer nada. La guardia ha sido triplicada y se han cambiado los turnos. Ahora estoy de guardia permanente y duermo aquí, en la oficina. Estas son las órdenes hasta nuevo aviso. Ahora nadie puede acercarse a esos dos hombres.