—Le desea que pase una buena noche, señor presidente —dijo el intérprete.
—Debe estar bromeando —dijo William Matthews—. Comuniquen a su agente el plan de vuelo del
Blackbird
y digan al piloto de
éste
que continúe su viaje.
A bordo del
Freya
la medianoche. Empezaba el tercero y ultimo día para los cautivos y sus aprehensores. Antes de veinticuatro horas, Mishkin y Lazareff estarían en Israel, o el Freya y todos los de a bordo estarían muertos.
A pesar de su amenaza de elegir un camarote diferente, Drake estaba convencido de que los infantes de Marina no atacarían aquella noche, y prefirió permanecer donde estaba, Thor Larsen le observaba, ceñudo, desde el otro lado de la mesa del camarote de día. El agotamiento de los dos hombres era casi total, Larsen, luchando contra el cansancio que trataba de obligarle a reclinar la cabeza sobre los brazos para dormir, continuaba su juego de mantener también despierto a Svoboda, zahiriendo al ucraniano para forzarle a constestar.
Había descubierto que la manera más segura de provocar a Svoboda., de hacerle gastar sus últimas reservas de energía nerviosa, era llevar la conversación a la cuestión de los rusos.
—No creo en su levantamiento popular, míster Svoboda —dijo—. No creo que los rusos se alcen jamás contra sus amos del Kremlin. Estos pueden ser malos, torpes y brutales pero saben que, ante la menor sombra de peligro, pueden contar con el ilimitado patriotismo ruso.
Por un momento, pareció que el noruego se sabia extralimitado. Svobeda apretó la culata de la pistola con la mano, su rostro palideció de furor.
—¡Al diablo con su patriotismo! —gritó, poniéndose en pie—. Estoy harto
de
la palabrería de los escritores y de los liberales occidentales sobre el que llaman maravilloso patriotismo ruso.
«¿Qué clase de patriotismo es ése, que sólo puede subsistir destruyendo el amor
de
otros pueblos por su patria? ¿Qué me dice de su patriotismo, Larsen? ¿Qué me dice del amor de los ucranianos por su patria esclavizada? ¿Que me dice de los georgianos, los armenios, los lituanos, los estonios, los letones? ¿Por qué no se les permite ser patriotas? ¿Por qué tienen que someterse todos a ese tan cacareado y mareante amor a Rusia?
»Odio ese sangriento patriotismo. No es más que chauvinismo, como lo ha sido siempre, desde Pedro e Iván. Sólo puede existir gracias a la conquista y la esclavización de las naciones circundantes.
Estaba plantado ante Larsen, junto a la mesa, agitando su pistola y jadeando a causa del esfuerzo de sus gritos. Después, se dominó y volvió a sentarse. Señalando a Thor Larsen con el cañón de la pistola, como si fuese un dedo, le dijo:
—Llegará un día, tal vez no muy lejano, en que el imperio ruso empezará a resquebrajarse. Llegará un día en que los rumanos ejercerán
su
patriotismo, y también los polacos y los checos. Les seguirán los alemanes y los búlgaros. Y los bálticos y los ucranianos, y los georgianos y los armenios. Y el imperio ruso se resquebrajará y se derrumbará, como se derrumbaron los imperios romano y británico, porque al fin se hizo intolerable la arrogancia de sus mandarines.
»Dentro de veinticuatro horas, yo mismo introduciré el escoplo en la estructura y descargaré un tremendo martillazo. Y si usted o cualquier otro se interpone en mi camino, morirá. Conviene que lo crea.
Dejó la pistola sobre la mesa y suavizó el tono de su voz.
—En todo caso, Busch ha aceptado mis condiciones y esta vez no se echará atrás. Esta vez, Mishkin y Lazareff
llegarán
a Israel.
Thor Larsen observó clínicamente al joven. Se había arriesgado mucho, porque éste había estado a punto de usar su pistola. Pero había aflojado su concentración; casi se había puesto a su alcance, Probaría otra vez; haría otro intento, en la hora triste que precede a la aurora...
Mensajes cifrados y urgentes habían circulado toda la noche entre Washington y Omaha, y de aquí a las numerosas estaciones de radar que son ojos y oídos de la Alizanza Occidental, en un círculo electrónico alrededor de la Unión Soviética. Ojos invisibles habían observado aquella estrella fugaz que era el
Blackbird
, volando al este de Islandia en dirección a Escandinavia, en su ruta hacia Moscú. Como habían sido puestos sobre aviso, los centinelas no dieron la voz de alarma.
Al otro lado del telón de acero, mensajes procedentes de Moscú anunciaron a los centinelas soviéticos la próxima llegada de aquel avión. Por consiguiente, no se tomó medida alguna para interceptarlo, antes al contrario se abrió un pasillo desde el golfo de Botnia hasta Moscú, para que el
Blackbird
pudiese seguir su ruta en paz.
Pero, por lo visto, una base de aviones de caza no había oído el aviso o, si lo había oído, no le había hecho caso; o quizás había recibido órdenes secretas de las reconditeces del Ministerio de Defensa, contradiciendo las del Kremlin.
En la zona ártica, al este de Kirkenes, dos «Mig25» se elevaron de la nieve hacia la estratosfera, en misión de interceptación. Eran del modelo «25E», ultramoderno, más potente y mejor armado que el viejo modelo de los años setenta, el «25A».
Podían alcanzar 2,8 veces la velocidad del sonido, a una altura máxima de 24 kilómetros. Pero los seis misiles aire-aire «Acrid», que cada uno de ellos llevaba prendidos debajo de las alas, podían elevarse otros 6 kilómetros. Los dos aviones subían con toda su potencia, encendidos los motores suplementarios, elevándose más de 3000 metros por minuto.
El
Blackbird
estaba sobre Finlandia, en dirección al lago Ladoga y Leningrado, cuando el coronel O'Sullivan gruñó a través del micrófono:
—Tenemos compañía.
Munro salió de su encantamiento. Aunque no sabía gran cosa de la tecnología del «SR71», la pequeña pantalla de radar que tenía delante no podía ser más elocuente. Aparecían en ella dos pequeños destellos, que se acercaban rápidamente.
—¿Quiénes son? —preguntó, y, por un momento, el miedo le hizo sentir un nudo en la boca del estómago.
Maxim Rudin había autorizado personalmente el viaje. Seguro que él no... Pero, ¿podía ser otra persona?
Delante el coronel O'Sullivan tenía otra pantalla de radar. Observó durante unos segundos la velocidad de acercamiento.
—Son «Mig25» —anunció—. A dieciocho mil metros, y subiendo de prisa. ¡Malditos rusos! Sabía que no podíamos fiarnos de ellos.
—¿Piensa dar la vuelta y regresar hasta Suecia? —preguntó Munro.
—Nopi —respondió el coronel—. El presidente de los Estados Unidos dijo que debía llevarle a Moscú, señor inglés, y a Moscú le llevaré.
El coronel O'Sullivan encenció los dos motores suplementarios; el aumento de potencia causó a Munro la impresión de una coz de mula en la base de la espina dorsal. El contador «Mach» empezó a subir hasta rebasar la marca que indicaba una velocidad triple de la del sonido. En la pantalla de radar, las señales avanzaron más despacio y acabaron deteniéndose.
El morro del
Blackbird
se levantó ligeramente; en la rarificada atmósfera, buscando un débil apoyo en el tenue aire que lo rodeaba, el avión superó la marca de los 24 kilómetros y siguió subiendo.
Debajo de ellos, el comandante Piotr Kuznetsov, al mando de la escuadrilla de dos aparatos, aumentó hasta el máximo la potencia de sus dos motores a reacción «Tumansky». Su aparato era bueno y contaba con la mejor tecnología al alcance de los soviets, pero, con sus dos motores, producía cinco mil libras de impulso menos que los motores gemelos del avión americano. Además, llevaba los misiles fuera del fuselaje, y éstos actuaban a manera de freno.
Sin embargo, los dos «Mig» alcanzaron los 21 kilómetros de altura, acercándose a la distancia en que los cohetes podrían alcanzar su objetivo. El comandante Kuznetsov armó sus seis misiles y dijo a su ayudante que estuviese preparado para cumplir las órdenes.
El
Blackbird
estaba rozando los 27 kilómetros de altura, y el radar indicó al coronel O'Sullivan que sus perseguidores estaban casi a 22,5 kilómetros del altitud, por lo que faltaba poco para que quedase al alcance de sus cohetes. En una persecución directa, no habrían podido competir con él en velocidad ni en altura; pero era una maniobra de interceptación en la que atajaban el ángulo entre sus respectivos rumbos.
—Si pensara que son aviones de escolta —confesó a Munro—, dejaría que esos bastardos se acercasen. Pero nunca me he fiado de los rusos.
Munro sudaba copiosamente dentro de su traje térmico. El había leído el informe de
el Ruiseñor
, cosa que no había hecho el coronel.
—No son aviones de escolta —replicó—. Tienen orden de liquidarme.
—¡No me diga! —gruñó la voz del coronel—. ¡Malditos traidores bastardos! Pero el presidente de los Estados Unidos quiere que usted llegue vivo a Moscú, señor inglés.
El piloto del
Blackbird puso
en marcha toda la batería de sus defensas electrónicas. Anillos de ondas interceptoras invisibles surgieron del veloz y negro reactor, llenando la atmósfera, en muchos kilómetros a la redonda, de lo que, en un aparato de radar, equivale a un cubo de arena lanzado a los ojos.
La pequeña pantalla que el comandante Kuznetsov tenía delante se convirtió en un campo nevado, como cuando se funde la lámpara principal de un aparato de televisión. Otro mecanismo, digital, le decía que aún faltaban quince segundos para que la víctima se pusiese al alcance de sus cohetes. Pero, poco a poco, empezó a girar en sentido contrario, indicándole que el blanco se había perdido en algún lugar de la gélida estratosfera.
Medio minuto más tarde, los dos cazas se inclinaron sobre un ala y empezaron a descender en dirección a su base del Ártico.
De los cinco aeropuertos que rodean Moscú, uno, Vnukovno II, nunca es visitado por los extranjeros. Está reservado para los grandes personajes del partido, y su flota de reactores es mantenida siempre a punto por las Fuerzas Aéreas. Allí fue donde, a las cinco de la mañana, hora local, aterrizó el
Blackbird
en el suelo ruso.
Cuando el reactor, que empezaba a enfriarse, llegó a la zona de aparcamiento, fue inmediatamente rodeado por un grupo de oficiales envueltos en gruesos abrigos y tocados con gorros de piel, pues, a primeros de abril y antes del amanecer, aún hace mucho frío en Moscú. El hombre de Arizona levantó la cubierta de la cabina, accionando sus resortes hidraúlicos, y miró, aterrorizado, a la multitud que les rodeaba.
—¡Rusos! —jadeó—. ¡Ya empiezan a enredar en mi pájaro! —Se desabrochó el cinturón y se puso en pie.— ¡Eh! ¡Fuera las manos de mi máquina! ¿Lo oís?
Adam Munro dejó al desolado coronel tratando de impedir que los de las Fuerzas Aéreas rusas encontrasen las llaves de entrada de carburante para repostar el avión, y subió a un automóvil negro, en compañía de dos agentes de seguridad del Kremlin. En el coche le permitieron quitarse el traje de aviador y ponerse el pantalón y la chaqueta, que, durante todo el viaje había llevado enrollados y sujetos entre las rodillas y, que parecía que acababan de salir de una máquina lavadora.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, el precedido por una pareja de motoristas que habían despejado el camino hasta Moscú, entró en el Kremlin por la puerta de Borovitsky, rodeó el Gran Palacio y se dirigió a la puerta lateral del edificio del Arsenal. A las seis menos dos minutos, Adam Munro fue introducido en el apartamento privado del jefe de la URSS, y encontró al viejo envuelto en una bata y tomando una taza de leche caliente. El hombre le indicó una silla. La puerta se cerró a su espalda.
—Conque es usted Adam Munro —dijo Maxim Rudin—. Bueno, ¿cuál es la proposición del presidente Matthews?
Munro se sentó y, por encima de la mesa, miró a Maxim Rudin. Le había visto varias veces en actos oficiales, pero nunca tan de cerca. Parecía fatigado y tenso.
No harina ningún intérprete presente. Rudin no hablaba inglés. Munro pensó que, mientras él estaba en el aire, Rudin había tenido tiempo de comprobar su nombre y sabía perfectamente que era un diplomático de la Embajada británica y que hablaba ruso.
—La proposición, señor secretario general —empezó a decir Munro, en un ruso muy fluido— entraña la posibilidad de persuadir a los terroristas a bordo del F
reya
de que abandonen el barco sin haber conseguido lo que buscan.
—Permita que deje una cosa bien clara, míster Munro no quiero que se hable mas de la liberación de Mishkin y Lazareff.
—Claro que no, señor. En realidad, yo pensaba que podríamos hablar de un Ivanenko.
Rudin le miró, pero su rostro permaneció impasible. Levantó despacio su taza de leche y bebió un sorbo.
—Verá usted, señor: uno de aquellos dos
ha
contado ya alguna cosa —confesó Munro.
Para reforzar su argumento, tuvo que informar a Rudin de que también él sabía lo que le había pasado a Ivanenko. Pero se guardó de decirle que lo sabía por alguien de dentro del Kremlin, para el caso de que Valentina estuviese aún en libertad.
—Afortunadamente —prosiguió—, lo dijo a uno de los nuestros, y se ha guardado absoluta reserva.
—¿De los suyos? —murmuró Rudin—. ¡Ah, sí! Creo saber a quiénes se refiere. ¿Quién más lo sabe?
—El director general de mi organización, la primer ministro británica, el presidente Matthews y tres de sus principales consejeros. Y ninguno de los que lo saben tiene la menor intención de hacerlo público. En absoluto.
Rudin pareció reflexionar unos momentos.
—¿Puede decirse lo mismo de Mishkin y Lazareff?
—Aquí está el problema —admitió Munro—. Ese ha sido siempre el problema, desde que los terroristas (que, de paso, le diré que son emigrados ucranianos) se apoderaron del
Freya
.
—Ya le dije a William Matthews que la única manera de salir del paso era destruyendo el
Freya
. Costará un montón de vidas, pero se evitarán muchos disgustos.
—Se habrían evitado muchos disgustos si hubiese sido derribado el avión en el que escaparon los dos jóvenes asesinos —replicó Munro.
Rudin le miró fijamente, por debajo de sus hirsutas cejas.
—Fue un error —dijo simplemente.
—¿Como lo ha sido, esta noche, enviar a dos «Mig25» que han estado a punto de derribar el avión en que yo viajaba? El viejo ruso levantó vivamente la cabeza.