La alternativa del diablo (61 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La alternativa del diablo
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La ventaja de la base británica de Gatow era que se hallaba en uno de los lugares más aislados y alejados del centro, dentro del perímetro vallado de Berlín Oeste, en la ribera occidental del ancho río Havel, muy cerca de la frontera con la Alemania Oriental comunista que rodea por todos lados la ciudad sitiada.

Dentro de la base se había desarrollado una actividad controlada, durante varias horas antes del amanecer. Entre las tres y las cuatro, una versión de la RAF del «HS 125», reactor al que las fuerzas aéreas llaman el
Dominie
, había llegado procedente de Gran Bretaña. Estaba equipado con depósitos de combustible capaces de extender su radio de acción, con sobradas reservas para volar desde Berlín a TelAviv, pasando sobre Munich, Venecia y Atenas, sin tener que penetrar en ningún espacio aéreo comunista. Su velocidad de crucero, 900 kilómetros por hora permitiría al
Donrime
realizar su viaje de 3500 kilómetros en poco más de cuatro horas.

Después de aterrizar, el
Dominie
había sido llevado a un apartado hangar donde había repostado y había sido revisado. Tan absorta estaba la Prensa observando la prisión de Moabit y el aeropuerto de Tegel, que nadie advirtió un esbelto «SR71» negro, que sobrevoló la frontera entre Alemania Oriental y Berlín Oeste, en el rincón extremo de la ciudad, y aterrizó en la pista principal de Gatow exactamente a las siete y tres minutos. También este avión fue llevado rápidamente a un hangar vacío, donde un equipo de mecánicos de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Tempelhof cerró inmediatamente las puertas, en previsión de miradas curiosas, y empezó a trabajar en él. El «SR71» había cumplido su misión. Y, por fin, el aliviado coronel O'Sullivan se encontró rodeado de paisanos y satisfecho de que su próximo punto de destino fuesen sus amados Estados Unidos de América.

Su pasajero salió del hangar y fue saludado por un joven jefe de escuadrilla que esperaba en un «Land Rover».

—¿Míster Munro?

—Sí.

Munro le mostró su documento de identidad, que fue minuciosamente examinado por el oficial de las Fuerzas Aéreas.

—Dos caballeros le están esperando en el cuarto de oficiales, señor.

Los dos caballeros habrían podido demostrar, si hubiesen sido requeridos para ello, que eran dos funcionarios de poca importancia, adscritos al Ministerio de Defensa. En cambio, ninguno de los dos habría confesado que realizaba trabajos experimentales en un laboratorio muy secreto, cuyos descubrimientos, cuando se lograban, eran inmediatamente clasificados como
Top Secret
.

Ambos vestían con pulcritud y llevaban sendas carteras de mano. Uno de ellos usaba lentes y era médico, o, mejor dicho, lo había sido hasta que había resuelto abandonar la profesión de Hipócrates. El otro era subordinado suyo, enfermero de oficio.

—¿Traen el equipo que pedí? —preguntó Munro, sin el menor preámbulo.

Por toda respuesta, el hombre más viejo abrió su cartera y extrajo de ella una caja plana, no mayor que una caja de cigarros. La abrió y mostró a Munro lo que había en ella, sobre una capa de algodón.

—Diez horas —dijo—. No más.

—No es mucho —repuso Munro.

Eran las siete y media de una brillante mañana de sol.

El
Nimrod
del servicio de costas seguía dando vueltas y más vueltas a tres mil metros sobre el
Freya
. Aparte observar el petrolero, cuidaba también de examinar el petróleo vertido al mediodía del día anterior. La gigantesca mancha continuaba moviéndose perezosamente sobre la superficie del agua, todavía fuera del alcance de las mangueras de disolvente, ya que las embarcaciones que las llevaban no podían acercarse a la zona alrededor del
Freya
.

Después de ser derramado, el petróleo se había desplazado poco a poco hacia el nordeste del buque, a razón de un nudo por hora, en dirección a la costa norte de Holanda. Pero durante la noche se había detenido, ya que había empezado el reflujo, y la brisa se había desviado varios puntos. Antes del amanecer, la mancha había retrocedido, había pasado de nuevo junto al
Freya y
había llegado a dos millas al sur de éste, en dirección a Holanda y Bélgica.

En los remolcadores y las lanchas del servicio de incendios, cada uno de ellos provisto de la carga máxima de concentrado disolvente, los científicos procedentes de Warren Springs hacían votos para que el mar permaneciese en calma y no arreciase el viento hasta que pudiesen empezar a actuar. Un súbito cambio del viento o un empeoramiento del tiempo, y la gigantesca mancha podía dividirse y ser impulsada hacia las costas de Europa o de Inglaterra.

Los meteorólogos de Gran Bretaña y del continente observaban con aprensión el acercamiento de un frente procedente del estrecho de Dinamarca, el cual traía un aire frío que acabaría con la prematura ola de calor, y, posiblemente, viento y lluvia. Veinticuatro horas de turbonada agitarían el mar en calma e impedirían dominar la marea negra. Los ecólogos pedían al cielo que la llegada del aire frío no produjese más que niebla marina.

En el
Freya
, a medida que transcurrían los minutos que faltaban para las ocho, aumentaba la tensión nerviosa. Andrew Drake, auxiliado por dos hombres provistos de metralletas, para impedir otro ataque por parte del capitán noruego, permitió que Larsen emplease su botiquín de urgencia. Pálido a causa del dolor, el capitán había extraído de su destrozada mano todos los pedazos de cristal y de plástico que había podido, y después se la había vendado, suspendiéndola de un tosco cabestrillo. Svoboda le observaba desde el otro lado del camarote, después de ponerse un pequeño esparadrapo sobre el corte de la frente.

—Es usted un valiente, Thor Larsen; debo decirlo en su honor —declaró—. Pero nada ha cambiado. Todavía puedo verter hasta la última tonelada de petróleo con las propias bombas del barco, y, antes de que llegue a la mitad de las distancias que nos separa de los barcos de guerra, le prenderé fuego y todo habrá terminado. Esto es exactamente lo que haré a las nueve, si los alemanes vuelven a renegar de su palabra.

A las siete y media en punto, los periodistas que esperaban frente a la prisión de Moabit vieron recompensada su vigilia. Por primera vez se abrieron las puertas de Klein Moabit Strasse y apareció el morro de una furgoneta blindada. Desde varias ventanas de apartamentos del otro lado de la calle, los fotógrafos tomaron todas las fotos que pudieron, que no fueron muchas, mientras arrancaban los coches de la Prensa, dispuestos a seguir a la furgoneta adondequiera que fuese.

Simultáneamente, empezaron las emisiones radiadas al extranjero, y los reporteros de la radio hablaron excitadamente a través de sus micrófonos. Sus palabras iban directamente a las capitales para las que hablaban, incluida la del hombre de la BBC. Su voz retumbó en el camarote de día del
Freya
, donde Andrew Drake, causa primera de todo aquel revuelo, permanecía sentado delante de su radio.

—Están en camino —anunció, con satisfacción—. Ya no habrá que esperar mucho. Sólo el tiempo de darles los últimos detalles sobre la recepción en TelAviv.

Salió y se dirigió al puente; dos hombres se quedaron vigilando al capitán del
Freya
, derrumbado en su silla detrás de la mesa, luchando con su agotado cerebro contra los dolores de su sangrante y destrozada mano.

La furgoneta blindada, precedida de motoristas que hacían sonar sus sirenas, cruzó la alta puerta de la valla de acero de la base británica de Gatow, y la barrera descendió con el tiempo justo de cerrar el paso al primer coche de la Prensa que trataba de introducirse. El coche se detuvo con un estridente chirrido de neumáticos. La doble puerta se cerró. A los pocos minutos, una multitud de reporteros y de fotógrafos indignados vociferaban detrás de la valla para que les dejasen entrar.

Gatow no contiene solamente una base aérea; también hay allí una unidad del Ejército, y su jefe era aquel día un general de brigada. Los hombres de la puerta pertenecían a la Policía Militar; eran cuatro gigantes tocados con gorra roja, con la visera hundida hasta la nariz, inmóviles e impertérritos.

—¡No pueden hacer eso! —gritó un indignado fotógrafo de
Spiegel
—. Exigimos que se nos deje ver la partida de los presos.

—Ya está bien, Fritz —dijo, tranquilamente, el sargento Farrow—. Yo cumplo órdenes.

Los reporteros corrieron a los teléfonos públicos para quejarse a sus directores. Estos se quejaron al alcalde-gobernador, el cual les dijo que lo lamentaba mucho y prometió hablar inmediatamente con el comandante de la base de Gatow. Cuando dejó de sonar el teléfono, se retrepó en su sillón y encendió un cigarro.

Dentro de la base, Adam Munro entró en el hangar donde estaba el
Dominie
, acompañado del jefe encargado del mantenimiento de los aviones.

—¿Cómo está ese aparato? —preguntó Munro al suboficial (técnico) encargado de la puesta a punto de todos los elementos mecánicos.

—Perfectamente, señor —respondió el veterano mecánico.

—No, no lo está —dijo Munro—.Creo que si mira debajo de la cubierta de uno de los motores, descubrirá una mala conexión eléctrica, que debe ser reparada.

El suboficial miró al desconocido con asombro, y después, volvió la mirada a su superior.

—Haga lo que él dice, míster Barker —ordenó el jefe—. Tiene que haber una demora por motivos técnicos. El
Dominie
no debe estar a punto de despegar hasta dentro de un rato. Pero las autoridades alemanas deben creer que la avería es auténtica. Levante la cubierta del motor y ponga manos a la obra.

El suboficial Barker llevaba treinta años preparando aviones para la Royal Air Force. Las órdenes del jefe no debían discutirse, aunque hubiesen sido sugeridas por un desaseado paisano que hubiera debido avergonzarse de su manera de vestir y, sobre todo, de su descuido en afeitarse.

El alcaide de la prisión, Alois Bruckner, había llegado en su propio coche para presenciar la entrega de sus presos a los ingleses y el despegue del aparato rumbo a Israel. Cuando se enteró de que el avión no estaba a punto, se indignó y exigió verlo con sus propios ojos.

Llegó al hangar acompañado del jefe de la base de la RAF, y se encontró con que el técnico Barker tenía la cabeza y los hombros metidos en el motor de estribor del
Dominie
.

—¿Qué sucede? —preguntó, impaciente.

El suboficial Barker sacó la cabeza.

—Un corto circuito, señor —respondió—. Lo acabo de descubrir al probar los motores. No creo que me lleve demasiado tiempo el repararlo.

—Esos hombres deben salir a las ocho, dentro de diez minutos —dijo el alemán—. A las nueve, los terroristas del
Freya
van a derramar cien mil toneladas de petróleo.

—Hago todo lo que puedo, señor. Y ahora, si me deja continuar mi trabajo... —dijo el suboficial.

El comandante de la base sacó a Herr Bruckner del hangar. Tampoco él tenía la menor idea de lo que significaban las órdenes de Londres, pero eran órdenes y había que cumplirlas.

—¿Quiere que vayamos al comedor de oficiales a tomar una tacita de té? —sugirió.

—No quiero ninguna tacita de té —dijo el contrariado Herr Bruckner—. Sólo quiero que esos hombres salgan para Tel-Aviv. Pero, ante todo, tengo que telefonear al alcalde.

—El comedor de oficiales es el sitio más adecuado para eso —dijo el comandante—. A propósito, como los prisioneros no pueden permanecer mucho más tiempo en la furgoneta, he ordenado que los trasladen a las celdas de la Policía Militar del cuartel Alexander. Allí estarán cómodos y a salvo.

Eran las ocho menos cinco cuando el corresponsal de radio de la BBC fue informado personalmente por el comandante de la base de la RAF de la avería técnica del
Dominie
, y siete minutos más tarde, se radió esta información en el noticiario de las ocho, como añadido especial. La noticia fue escuchada en el
Freya
.

—Será mejor que se apresuren —dijo Svoboda.

Adam Munro y los dos paisanos entraron en las celdas de la Policía Militar exactamente después de las ocho. Era una pequeña instalación, sólo empleada para encerrar ocasionalmente a algún preso militar, y había en ella cuatro celdas en hilera, Mishkin estaba en la primera; Lazareff, en la cuarta. El paisano más joven introdujo a Munro y a su colega en el pasillo que conducía a las celdas; luego cerró la puerta del corredor y se quedó apoyado de espaldas en ella.

—Un último interrogatorio —dijo el enfurruñado sargento de guardia de la PM—. Son del servicio secreto.

Se golpeó con un dedo el lado de la nariz. El sargento se encogió de hombros y volvió al cuarto de guardia.

Munro entró en la primera celda. Lev Mishkin, vestido de paisano, estaba sentado en el borde de la litera, fumando un cigarrillo. Le habían dicho que por fin iba a salir para Israel, pero todavía estaba nervioso y desconocía lo que había pasado en los últimos tres días.

Munro le miró fijamente. Casi había temido el momento de encontrarse con él. Pero de no haber sido por aquel hombre y su loco plan para asesinar a Yuri Ivanenko, persiguiendo algún remoto sueño, su amada Valentina estaría ahora haciendo sus bártulos y preparándose para el viaje a Rumania, la conferencia del partido, las vacaciones en la playa de Mamaia y el bote que había de llevarla a la libertad. Volvió a ver la espalda de la mujer amada, cruzando la puerta de cristales y saliendo a aquella calle de Moscú, y al hombre de la trinchera que se erguía tras ella.

—Soy médico —dijo en ruso—. Sus amigos, los ucranianos que han exigido su puesta en libertad, han insistido en que nos aseguremos de que estén médicamente preparados para el viaje.

Mishkin se levantó y se encogió de hombros. El caso fue que no estaba preparado para el golpe de cuatro rígidos dedos en el plexo solar, ni para el frasquito aplicado debajo de su nariz al jadear en busca de aire, incapaz de evitar la inhalación del vapor que salía de la pequeña botella. Cuando el gas adormecedor llegó a sus pulmones, sus piernas se doblaron, sin que pudiera lanzar un grito, y Munro le sostuvo por las axilas antes de que llegase al suelo. Después, fue tendido cuidadosamente en la litera.

—El efecto dura cinco minutos, no más —dijo el funcionario del Ministerio—. Luego despertará con la cabeza cargada, pero sin malas consecuencias. Debe actuar de prisa.

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