Como los lavabos estaban al otro extremo del avión, ella se irguió al acercarse al joven. En el mismo momento, él la hizo girar en redondo, le sujetó el cuello con el antebrazo izquierdo, sacó una pistola y la apoyó en las costillas de la muchacha. Esta chilló. Los pasajeros prorrumpieron en un coro de gritos y chillidos.
Cerca de la puerta estaba el teléfono interior que permitía a la azafata hablar con los pilotos, los cuales tenían órdenes de no abrir la puerta en caso de secuestro.
Uno de los pasajeros se levantó de uno de los asientos de en medio del avión. Se agachó en el pasillo, sujetando una pistola con ambas manos y apuntando con ella a la azafata y al secuestrador.
—¡Alto! —gritó—. KGB. ¡No se mueva!
—Dígales que abran la puerta —gritó el secuestrador.
—No lo harán —gritó a su vez el guardia armado de la KGB.
—Si no la abren, mataré a la chica —chilló el hombre que sujetaba a la azafata.
La joven tenía mucho valor. Dio una patada hacia atrás, acertó con el tacón en la espinilla del pistolero, se soltó y corrió hacia el agente de Policía. El secuestrador saltó detrás de ella, cruzando entre tres hileras de asientos. Fue un error. Uno de los pasajeros se levantó de su asiento del pasillo, se volvió y descargó un puñetazo en la nuca del secuestrador. Este cayó de bruces, y, antes de que pudiese moverse, su atacante le arrancó la pistola y le apuntó con ella. El secuestrador se volvió, se sentó en el suelo, miró la pistola, se cubrió la cara con las manos y empezó a gemir en voz baja.
El agente de la KGB vino de atrás, pasando al lado de la azafata y sin dejar de apuntar con su pistola y se acercó al salvador. —¿Quién es usted? —preguntó.
Por toda respuesta, el otro se metió una mano en el bolsillo sacó un carnet y lo abrió.
El agente miró el carnet de la KGB.
—No es usted de Lvov —dijo.
—De Ternopol —replicó el otro—. Me dirijo a mi casa en Minsk, de vacaciones, y por eso no llevo pistola. Pero tengo una buena derecha —añadió haciendo un guiño.
El agente de Lvov asintió con la cabeza.
—Gracias, camarada. No le pierda de vista.
Sé dirigió al teléfono y habló rápidamente por él. Explicó lo sucedido y pidió que la Policía les esperase en Minsk.
—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó una voz metálica desde detrás de la puerta.
—¡Claro! —afirmó el agente de la KGB—. Le tenemos bien cogido.
Se oyó un chasquido en la puerta; ésta se abrió, y el mecánico, un poco asustado y bastante curioso, asomó la cabeza.
El agente de Ternopol actuó ahora de un modo muy extraño. Prescindiendo del hombre que yacía en el suelo, se volvió y golpeó la nuca de su colega con la culata de su pistola; le dio un empujón y metió el pie entre la hoja y la jamba de la puerta, antes de que ésta pudiese cerrarse. La cruzó en un segundo y empujó al mecánico dentro de la cabina de mandos. Mientras tanto, el hombre que estaba en el suelo se levantó, agarró la pistola del policía, una «Tokarev» de 9 mm de la KGB, y cruzó también la puerta. Esta se cerró automáticamente.
Dos minutos más tarde, bajo la amenaza de las pistolas de David Lazareff y Lev Mishkin, el «Tupolev» puso rumbo al Oeste, en dirección a Varsovia y Berlín, siendo esta última ciudad el límite que le permitía alcanzar su provisión de carburante. El capitán Rudenko permanecía sentado en su puesto de mando, pálido el semblante de furor; a su lado, el copiloto Vatutin contestaba lentamente a las frenéticas preguntas de la torre de control de Minsk sobre el cambio de rumbo.
Cuando el avión cruzó la frontera y entró en el espacio aéreo de Polonia, la torre de control de Minsk y otros cuatro aviones de pasajeros que radiaban en la misma longitud de onda sabían que el «Tupolev» estaba en poder de unos secuestradores. Y cuando pasó por la zona de control de tráfico aéreo de Varsovia, también lo sabían en Moscú. A cien millas al oeste de Varsovia, una escuadrilla de seis «Mig23» soviéticos, con base en Polonia, apareció a estribor y siguió en formación al «Tupolev». El jefe de la escuadrilla hablaba rápidamente debajo de su máscara.
En su mesa del Ministerio de Defensa, en la calle de Frunze, de Moscú, el mariscal Kerensky recibió una llamada urgente por la línea directa que le conectaba con el Cuartel General de las Fuerzas Aéreas soviéticas.
—¿Dónde? —rugió.
—Volando sobre Poznan —le respondieron—. A trescientos kilómetros de Berlín. Cincuenta minutos de vuelo.
El mariscal reflexionó. Este podía ser el escándalo que quería Vishnayev. Sabía cuál era su deber. El «Tupolev» tenía que ser derribado, con todos sus pasajeros y su tripulación. Después dirían que los secuestradores habían disparado dentro del aparato, alcanzando uno de los grandes depósitos de carburante. Esto había ocurrido ya dos veces en el último decenio.
Dio sus órdenes. A cien metros del ala del avión de pasajeros, el jefe de la escuadrilla de «Mig» escuchó lo que, cinco minutos más tarde, le decía el comandante de su base.
—Lo que usted diga, camarada coronel —respondió.
Veinte minutos después, el avión de pasajeros cruzó sobre la línea Oder-Neisse e inició el descenso hacia Berlín. En el mismo momento, los «Mig» dieron media vuelta y emprendieron el regreso a su base.
—Tengo que avisar nuestra llegada a Berlín —dijo el capitán Rudenko a Mishkin—. Si hubiese un avión en la pista, terminaríamos como una bola de fuego.
Mishkin contempló la capa de grises nubes de invierno. Era la primera vez que viajaba en avión, pero lo que decía el capitán parecía lógico.
—Muy bien —aceptó—. Rompa el silencio y diga a Tempelhof que vamos a aterrizar. No pida permiso; dígalo sencillamente.
El capitán Rudenko se dispuso a jugar su última carta. Se inclinó hacia delante, ajustó el disco de selección del canal y empezó a hablar.
—Tempelhof, Berlín Oeste. Tempelhof, Berlín Oeste. Aquí el vuelo 351 de «Aeroflot»...
Hablaba en inglés, idioma internacional del control de tráfico aéreo. Mishkin y Lazareff sólo sabían de esta lengua lo poco que habían podido captar de las emisiones en ucraniano de Occidente. Mishkin apoyó la pistola en el cuello de Rudenko.
—Nada de trucos —amenazó en ucraniano.
En la torre de control del aeropuerto de Schoenefeld, en Berlín Oriental, los dos controladores se miraron con asombro. Recibían, en su propia frecuencia una llamada dirigida a Tempelhof. A ningún avión de «Aeroflot» se le ocurriría aterrizar en Berlín Occidental, aparte que Tempelhof había dejado de ser aeropuerto civil de Berlín Oeste hacía ya diez años. Tempelhof había pasado a ser base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, al convertirse Tegel en aeropuerto civil. Uno de los alemanes orientales, más avispado que el otro, agarró el micrófono.
—Tempelhof a «Aeroflot 351». La pista está despejada. Aterrice inmediatamente —respondió.
En el avión, el capitán Rudenko tragó saliva y bajó la aleta y el tren de aterrizaje. El «Tupolev» descendió rápidamente hacia el principal aeropuerto de la Alemania comunista. Salieron de las nubes a trescientos metros del suelo y vieron las luces de la pista de aterrizaje. A ciento cincuenta metros de altura, Mishkin observó con recelo la humeante perspectiva. Había oído hablar de Berlín Occidental, de luces brillantes y calles atestadas, de multitudes discurriendo por la Kurfurstendam, y del aeropuerto de Tempelhof en el centro de todo aquello. Aquí, el aeropuerto estaba fuera de la ciudad.
—Es un truco —gritó a Lazareff—. Estamos en el Este. —Apoyó la pistola en el cuello del capitán Rudenko.— ¡Elévese! —gritó—. ¡Elévese, o disparo!
El capitán ucraniano apretó los dientes y mantuvo el rumbo en los últimos cien metros. Mishkin alargó un brazo por encima del hombro de aquél y trató de echar hacia atrás la palanca de control. Sonaron dos ruidos, tan simultáneos que era imposible saber cuál había sido el primero. Mishkin diría después que el golpe de las ruedas sobre el asfalto había hecho que se disparase la pistola; el copiloto Vatutin sostendría que Mishkin había disparado antes. Todo era demasiado confuso para que pudiese establecerse nunca una versión final y definitiva.
La bala perforó el cuello del capitán Rudenko y le mató instantáneamente. Flotó una nubecilla azul en la cabina, mientras Vatutin movía la palanca hacia atrás y gritaba a su mecánico, pidiendo más fuerza. Los dos motores a reacción hicieron una pizca más de ruido que los viajeros, cuando el «Tupolev», pesado como una hoja mojada, saltaba dos veces más sobre el asfalto y se elevaba, oscilando y pugnando por ganar altura. Vatutin lo mantuvo con el morro levantado, bamboleándose, pidiendo más fuerza a los motores, mientras los suburbios de Berlín Oeste se deslizaban confusos debajo de ellos, seguidos del propio Muro de Berlín.
Cuando el «Tupolev» llegó sobre el perímetro de Tempelhof, salvó por dos metros las casas más próximas.
El joven copiloto, pálido como la cera, dirigió el avión a la pista principal de aterrizaje, sintiendo en su espalda el contacto de la pistola de Lazareff. Mishkin sostenía el cuerpo ensangrentado del capitán Rudenko, para que no se derrumbase sobre la palanca de control. Por último, el «Tupolev» se detuvo a tres cuartos de la pista y quedó inmóvil sobre sus cuatro ruedas.
El sargento Leroy Coker era un patriota. Permanecía acurrucado detrás del volante de su jeep de la Policía del Aire, levantado el cuello de piel de su chaqueta, para protegerse del frío, y pensando con añoranza en el calor de Alabama. Pero estaba de guardia y se tomaba en serio sus deberes.
Cuando el avión de pasajeros que llegaba pasó casi rozando las casas contiguas a la valla del aeropuerto, con los motores roncando y bajado el tren de aterrizaje, lanzó un «¿Qué diablos está haciendo...?» y se irguió de un salto. Nunca había estado en Rusia, ni siquiera en el Este, pero había leído mucho sobre sus moradores. No sabía gran cosa acerca de la guerra fría, pero sí que siempre era de esperar un ataque de los comunistas, a menos que hombres como Leroy Coker se mantuviesen en guardia. También sabía distinguir una estrella roja, y una hoz y un martillo.
Cuando se hubo detenido el avión, descolgó su carabina, apuntó y reventó los neumáticos de la rueda delantera.
Mishkin y Lazareff se rindieron al cabo de tres horas. Su intención había sido retener a los tripulantes, soltar a los pasajeros, hacer subir a tres personajes de Berlín Oeste y volar a Tel-Aviv, Pero allí no podían conseguir una rueda delantera nueva para un «Tupolev», y los rusos no la suministrarían jamás. Además, cuando las autoridades de la base aérea de los Estados Unidos se enteraron de la muerte de Rudenko, se negaron en redondo a proporcionar uno de sus aviones. Tiradores de primera rodearon el «Tupolev»; era imposible que dos hombres, aun a punta de pistola, condujesen a toda aquella gente a otro avión. Los tiradores los derribarían. Después de una hora de conversaciones con el comandante de la base, salieron del avión, brazos en alto.
Aquella misma noche fueron entregados oficialmente a las autoridades de Berlín Oeste, para ser encarcelados y juzgados.
El embajador soviético en Washington estaba fríamente enojado cuando se enfrentó con David Lawrence el 2 de enero, en el Departamento de Estado.
El secretario americano de Estado le había recibido a petición, aunque sería más adecuado decir a requerimiento de los soviets.
El embajador leyó su protesta oficial con voz inexpresiva y monótona. Cuando hubo terminado, dejó el texto sobre la mesa del americano. Lawrence, que conocía de antemano el motivo de la protesta, tenía a punto la contestación, preparada por sus asesores jurídicos, tres de los cuales estaban ahora detrás de su sillón.
Admitió que Berlín Oeste no era ciertamente un territorio soberano, sino una ciudad ocupada por las cuatro potencias. Sin embargo, los aliados occidentales habían reconocido, desde hacía tiempo, que, en cuestiones judiciales, las autoridades de Berlín Oeste entenderían de todas las cuestiones civiles y penales ajenas a las leyes puramente militares de los aliados occidentales. El secuestro del avión de pasajeros, siguió diciendo, era un delito execrable, pero no había sido cometido por ciudadanos de los Estados Unidos contra ciudadanos de los Estados Unidos, dentro de la base aérea estadounidense de Tempelhof. Por consiguiente era de competencia de los jueces civiles. Por ello, el Gobierno de los Estados Unidos consideraba que no podía retener a súbditos no estadounidenses, ni a testigos materiales no estadounidenses, dentro del territorio de Berlín Oeste, aunque el avión hubiese aterrizado en una base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.
Por consiguiente, no tenía más remedio que rechazar la protesta soviética.
El embajador le escuchó en sepulcral silencio. Replicó que no podía aceptar la explicación americana y que tenía que rechazarla. Informaría a su Gobierno en ese sentido. Dicho lo cual, se despidió y volvió a su Embajada, para informar a Moscú.
En un pisito de Bayswater, Londres, tres hombres se hallaban sentados aquel mismo día, contemplando un montón de periódicos desparramados en el suelo.
—Un desastre —gruñó Andrew Drake—, un maldito desastre, A estas horas hubiesen tenido que estar en Israel. Dentro de un mes, les habrían soltado y habrían podido dar su conferencia de Prensa. ¿Por qué diablos tuvieron que matar al capitán?
—Si él se negó a volar a Berlín Oeste y quiso aterrizar en Schoenefeld, estaban perdidos de todos modos —observó Azamat Krim.
—Habrían podido aturdirlo de un porrazo —resopló Drake.
—Se dejaron llevar por su acaloramiento —intervino Kaminsky—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Podrán seguir la pista de las armas? —preguntó Drake a Krim.
El pequeño tártaro movió la cabeza.
—Tal vez puedan descubrir la tienda que las vendió —respondió—. Pero no a mí. No tuve que identificarme.
Drake paseaba arriba y abajo, sumido en profunda reflexión.
—No creo que concedan su extradición —dijo al fin—. Los soviets los reclaman por el secuestro, por matar a Rudenko, por agredir al hombre de la KGB en el avión y, naturalmente, al otro a quien robaron el carnet de identidad. Pero el homicidio del capitán es la acusación más grave. A pesar de todo no creo que el Gobierno alemán vaya a entregarles los dos judíos para que los ejecuten. Pero, aun así serán juzgados y condenados. Probablemente a cadena perpetua. ¿Crees que declararán lo de Ivanenko, Miroslav?