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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (30 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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El refugiado ucraniano negó con la cabeza.

—No, si tienen un poco de sentido común —contestó—. No en el corazón de Berlín Oeste. A fin de cuentas, los alemanes podrían cambiar de idea y devolverlos a la Unión Soviética. Esto, si les creían, cosa poco probable, ya que Moscú negaría la muerte de Ivanenko y presentaría algún sosias como prueba. Pero Moscú sí que les creería y haría que fuesen liquidados. Porque los alemanes, al no darles crédito, no les protegerían de un modo especial. Y los dos estarían perdidos. Les harían callar para siempre.

—Con lo que nada ganaríamos nosotros —observó Krim—. El único objetivo de la maniobra, de todo lo que hemos hecho, era descargar un abrumador golpe contra todo el aparato estatal soviético. Nosotros no podemos dar la conferencia de Prensa; desconocemos los pequeños detalles que convencerían al mundo. Sólo Mishkin y Lazareff pueden hacerlo.

—Entonces, hay que sacarlos de allí —dijo rotundamente Drake—. Tenemos que montar una segunda operación para llevarles a Tel-Aviv, garantizándoles la vida y la libertad. En otro caso, todo habrá sido en vano.

—¿Qué vamos a hacer? —repitió Kaminsky.

—Pensar —respondió Drake—. Buscar la manera, trazar un plan y ejecutarlo. No van a estar pudriéndose en Berlín, rumiando su secreto. Y tenemos poco tiempo; Moscú no tardará mucho en sacar consecuencias. Ahora tienen una pista; pronto sabrán quién hizo el trabajo de Kiev. Y entonces empezarán a tramar su venganza. Tenemos que anticiparnos.

La fría irritación del embajador soviético en Washington era insignificante en comparación con el furor de su colega en Bonn, cuando, dos días más tarde, se enfrentó el diplomático ruso con el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Federal. La negativa del Gobierno federal alemán a entregar a los dos criminales y asesinos a las autoridades soviéticas o de Alemania del Este representaba una flagrante ruptura de sus hasta ahora amistosas relaciones, y sólo podía considerarse como un acto de franca hostilidad, repitió, una y otra vez.

El ministro de Asuntos Exteriores alemán occidental se sentía terriblemente incómodo. En su fuero interno, lamentaba que el «Tupolev» no se hubiese parado en la pista de Alemania Oriental, pero se abstuvo de señalar que, dado que los rusos habían sostenido siempre que Berlín Oeste no formaba parte de Alemania Occidental, tenían que haberse dirigido al Senado de Berlín Oeste.

El embajador repitió sus argumentos por tercera vez: los criminales eran ciudadanos soviéticos; las víctimas eran ciudadanos soviéticos; el avión era territorio soviético; el secuestro se había cometido en espacio aéreo soviético, y también el asesinato, salvo que se considerase que éste se había perpetrado sobre la pista del principal aeropuerto de Alemania del Este. Por consiguiente, los delitos debían juzgarse según la ley soviética o, al menos, según la de Alemania Oriental.

El ministro de Asuntos Exteriores señaló, con la mayor cortesía de que fue capaz, que todos los precedentes indicaban que los secuestradores podían juzgarse según la ley del país en el que aterrizaban, si este país deseaba ejercitar tal derecho. Eso no quería decir que se dudase de la rectitud del procedimiento judicial soviético...

«¡Y un cuerno!», pensó para sus adentros! Nadie en Alemania Occidental, desde el Gobierno hasta el público, pasando por la Prensa, tenía la menor duda de que la extradición de Mishkin y Lazareff significaría un interrogatorio por la KGB, un juicio sumarísimo y el pelotón de fusilamiento. Y eran judíos; lo que constituía otro problema.

Los primeros días de enero eran de poco trabajo para la Prensa, y por eso la Prensa de Alemania Occidental sacaba mucho jugo a este suceso. Los influyentes periódicos conservadores de Axel Springer insistían en que los dos secuestradores, fuese cual fuese su grado de culpa, debían ser juzgados con imparcialidad, cosa que sólo podía garantizarse en la Alemania Federal. El partido CSU bávaro, del que dependía la coalición gubernamental, sostenía el mismo criterio. Algunos sectores daban a la Prensa montones de información y de fantásticos detalles sobre los últimos atropellos de la KGB en la zona de Lvov, de la que procedían los secuestradores, y sugerían que el hecho de huir del terror era una reacción justificada, aunque el procedimiento fuese deplorable. Además, el reciente descubrimiento de otro agente comunista en las altas esferas oficiales no aumentaría la popularidad de un Gobierno que adoptase actitudes conciliadoras con respecto a Moscú. Y con las elecciones provinciales a la vuelta de la esquina...

El ministro había recibido instrucciones del canciller. Mishkin y Lazareff, dijo al embajador, serían juzgados en Berlín Oeste, y si eran condenados, o mejor dicho, cuando fuesen condenados, tendrían que cumplir graves sentencias.

La reunión del Politburó, aquel fin de semana, fue tormentosa. Tampoco funcionaban esta vez los magnetófonos, ni estaban presentes los taquígrafos.

—Es una humillación —vociferó Vishnayev—. Otro escándalo que rebaja a la Unión Soviética a los ojos del mundo. Nunca debió ocurrir algo así.

Con lo que daba a entender que había ocurrido por la mano blanda de Maxim Rudin.

—No habría ocurrido —replicó Petrov— si los cazas del camarada mariscal hubiesen derribado el avión sobre Polonia, según lo acostumbrado.

—Hubo una interrupción en las comunicaciones entre el control de tierra y el jefe de la escuadrilla de cazas —se defendió Kerensky—. Un caso entre mil.

—¡Qué casualidad! —observó fríamente Rykov.

A través de sus embajadores, sabía que el juicio contra Mishkin y Lazareff sería público y que en él se revelaría cómo habían atacado los secuestradores a un oficial de la KGB en un parque, para robarle sus documentos de identidad, y se habían hecho pasar por él para tomar el avión.

—¿Hay alguna sospecha —preguntó Petryanov, partidario de Vishnayev— de que esos dos hombres puedan ser los que mataron a Ivanenko?

El ambiente se cargó de electricidad.

—Ninguna —respondió Petrov, con firmeza—. Sabemos que esos dos procedían de Lvov, no de Kiev. Son judíos a los que se había negado el permiso para emigrar. Desde luego, seguimos investigando; pero, de momento, no existe ninguna relación.

—Si surgiese esa relación, ¿seríamos informados? —preguntó Vishnayev.

—Inútil decirlo, camarada —gruñó Rudin.

Entonces fueron llamados los taquígrafos y se reanudó la sesión, para discutir los progresos de Castletown y la compra de diez millones de toneladas de grano para piensos. Vishnayev no apretó en esta cuestión. Rykov las pasó moradas para demostrar que la Unión Soviética empezaba a conseguir las cantidades de trigo que necesitaría para aguantar el invierno y la primavera, a cambio de concesiones mínimas en la limitación de armamentos, punto discutido por el mariscal Kerensky. En cambio, Komarov se vio obligado a reconocer que la inminente llegada de diez millones de toneladas de piensos le permitiría disponer inmediatamente de igual cantidad, sacándola de las reservas en almacén, y evitar una matanza de animales. El mínimo margen de ventaja de la facción de Maxim Rudin permaneció intacto.

Después de levantarse la sesión, el viejo jefe soviético se llevó aparte a Vassili Petrov.

—¿Hay alguna relación entre los dos judíos y el asesinato de Ivanenko? —preguntó.

—Es posible —confesó Petrov—. Desde luego, sabemos que atacaron a aquel agente en Ternopol; por consiguiente, estaban dispuestos a salir de Lvov para preparar la huida. Tenemos las huellas dactilares que dejaron en el avión, y coinciden con las tomadas en sus habitaciones de Lvov. No hemos encontrado unos zapatos que coincidan con las huellas del lugar del asesinato en Kiev, pero seguimos buscándolos. Otra cosa: tenemos la huella parcial de una palma de la mano, revelada en el automóvil que derribó a la madre de Ivanenko. Estamos tratando de conseguir en Berlín las huellas completas de las palmas de ambos hombres. Si coincidiesen...

—Prepare un plan, un plan de urgencia y realizable —ordenó Rudin—, para que sean liquidados en su cárcel de Berlín Oeste. Por si acaso. Y otra cosa: si se demuestra que son los asesinos de Ivanenko, dígamelo a mí, no al Politburó. Primero los liquidaremos, y después informaremos a nuestros camaradas.

Petrov tragó saliva. Engañar al Politburó era jugárselo todo en la Rusia Soviética. Un resbalón, y no habría una red que amortiguase su caída. Recordó lo que le había dicho Rudin junto a la chimenea, en Usovo, hacía quince días. Con un empate a seis en el Politburó, muerto Ivanenko y con dos de los suyos a punto de cambiar de bando, no les quedaba ningún as en la mano.

—Muy bien —aceptó.

El canciller de Alemania Federal, Dietrich Busch, recibió al ministro de Justicia en su despacho particular de la Cancillería, contigua al viejo palacio de Schaumberg, justo después de la mitad del mes. El jefe de Gobierno de Alemania Occidental estaba en pie detrás de la moderna ventana, contemplando la nieve congelada. Dentro de la nueva y moderna sede del Gobierno con vistas a la plaza del Canciller Federal, hacía el calor suficiente para estar en mangas de camisa y no sentir el crudo frío de enero que reinaba en la ciudad a la orilla del río.

—¿Cómo va el asunto de Mishkín y Lazareff? —preguntó Busch.

—Es extraño —contestó el ministro de Justicia, Ludwig Fischer—, pero muestran más deseos de colaborar de lo que cabía suponer. Parecen ansiosos de que el juicio sea rápido y se celebre cuanto antes.

—Magnífico —dijo el canciller—. Es precisamente lo que queremos nosotros. Un juicio rápido. Terminar pronto con esto. ¿En qué sentido colaboran ellos?

—Recibieron la oferta de ser defendidos por un eminente abogado del ala derecha. Pagado con los fondos de una suscripción, posiblemente entre alemanes, o posiblemente de la Liga de Defensa Judía americana. Pero ellos la rechazaron. El hombre quería convertir el juicio en un gran espectáculo, con multitud de detalles sobre el terror de la KGB contra los judíos en Ucrania.

—¿Eso quería un abogado derechista?

—Para echar trigo a su molino. Desprestigiar a los rusos, etcétera —explicó Fischer—. En todo caso, Mishkin y Lazareff quieren confesarse culpables y alegar circunstancias atenuantes. Insisten en ello. Si lo hacen y alegan que la pistola se disparó accidentalmente, al tocar el avión la pista de Schoenfeld, tendrán una base de defensa. Su nuevo abogado sostendrá que no se trata de asesinato, sino de homicidio por imprudencia.

—Creo que podría conseguirlo —dijo el canciller—. ¿Qué pena les correspondería?

—Como también son culpables de secuestro del avión, de quince a veinte años. Aunque, desde luego, podrían salir en libertad provisional después de cumplir tres. Son jóvenes: unos veinticinco años. A los treinta, podrían estar en la calle.

—Me está usted hablando de cinco años —gruñó Busch—. A mí me preocupan los próximos cinco meses. Los recuerdos se borran. Dentro de cinco años serán material de archivo.

—Bueno, ellos lo confiesan todo, pero insisten en que la pistola se disparó accidentalmente. Dicen que querían llegar a Israel, y que no tenían otra manera de intentarlo. Se confesarán culpables... de homicidio por imprudencia.

—Que hagan lo que quieran —dijo eI canciller—. A los rusos no les gustará, pero tendrán que aguantarse. Si la condena fuese por asesinato, la pena sería de reclusión perpetua. Aunque en realidad quedaría reducida a veinte años.

—Hay otra cosa. Piden que, después del juicio, se les traslade a una cárcel de Alemania Occidental.

—¿Por qué?

—Parece que temen la venganza de la KGB. Piensan que estarán más seguros en la Alemania Occidental que en Berlín Oeste.

—¡Tonterías! —gruñó Busch—. Serán juzgados y encarcelados en el Berlín Oeste. Los rusos no pueden soñar en ajustar cuentas dentro de una cárcel de Berlín. No se atreverían. Sin embargo, podríamos hacer un traslado interior dentro de un año, más o menos. Pero no ahora. Adelante, Ludwig. Que las cosas se hagan de prisa y bien, si ellos están dispuestos a colaborar. Pero quíteme de encima a la Prensa, antes de las elecciones, y también al embajador ruso.

En Chita, el sol de la mañana resplandecía sobre la cubierta del Freya, inmóvil en el muelle desde hacía dos meses y medio. En aquellos setenta y cinco días había sido transformado. Dócilmente había soportado día y noche a las diminutas criaturas que rebullían en todos sus rincones. Cientos de kilómetros de hilos, cables, tubos y muelles, habían sido instalados a lo largo y a lo ancho del buque. Laberínticas redes eléctricas habían sido conectadas y probadas, y se había instalado y comprobado un sistema de bombas increíblemente complejo.

Todos los instrumentos, regidos por computadora —que llenarían y vaciarían los depósitos, impulsarían o detendrían el buque, mantendrían su rumbo durante semanas, sin que nadie tuviese que empuñar el timón, y observarían las estrellas en lo alto y el lecho del mar en lo profundo— habían sido colocados en su sitio.

Las despensas y los frigoríficos necesarios para el sustento de la tripulación durante meses, estaban completos; y también el mobiliario, los herrajes de las puertas, las bombillas, los lavabos, las cocinas, la calefacción central, el acondicionamiento de aire, el cine, la sauna, los tres bares, los dos comedores, las camas, las literas, las alfombras y los roperos.

La superestructura de cinco pisos había sido transformada de cáscara vacía en lujoso hotel; el puente, el cuarto de la radio y el de las computadoras, se había convertido de pasillos vacíos y resonantes en un zumbador complejo de consolas de datos, máquinas calculadoras y sistemas de control.

Cuando el último obrero recogió sus herramientas y se alejó, el barco quedó allí como exponente máximo de lo que podía conseguir la tecnología humana en cuestiones de tamaño, fuerza, capacidad, lujo y refinamientos técnicos.

El resto de la tripulación de treinta hombres había llegado por aire dos semanas antes, para familiarizarse con todos los rincones del barco. Eran: el capitán Thor Larsen, un primer oficial, un segundo piloto y un tercer piloto; el jefe mecánico, un primer mecánico, un segundo mecánico y un mecánico electricista, con rango de «primero». El operador de radio y el jefe del servicio tenían también categoría de oficiales. Otros veinte completaban la tripulación: el primer cocinero, cuatro camareros, tres operarios del cuarto de máquinas, un encargado de reparaciones, diez marineros expertos y un bombero.

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