Dejando el «Zil» inmóvil y con las cortinillas echadas junto al bordillo y protegido por los guardaespaldas desplegados a su alrededor, se quitó el abrigo manchado de sangre y echó a andar. Al cabo de un rato, llamó por teléfono desde un cuartelillo de la guardia, donde su rango y su D.I. le dieron inmediato acceso al despacho y al teléfono del comandante. También le valieron una comunicación directa, aunque tardó quince minutos en obtenerla.
—Debo hablar urgentemente con el camarada secretario general Rudin —dijo a la telefonista del Kremlin.
La mujer sabía que el que llamaba por aquella línea no podía ser un bromista ni un impertinente. Pasó la llamada a un ayudante del Arsenal, el cual retuvo la comunicación y habló con Maxim Rudin por el teléfono interior. Rudin accedió a que le pasasen la llamada.
—Sí —gruño—. Rudin al habla.
El coronel Kukushkin no había hablado nunca con él, aunque le había visto y oído de cerca en muchas ocasiones. Reconoció su voz. Tragó saliva, respiró profundamente y empezó a hablar.
En el otro extremo de la línea, Rudin escuchó, hizo un par de breves preguntas, dictó una serie de órdenes y colgó el teléfono. Se volvió hacia Vassili Petrov, que estaba con él, inclinándose hacia delante con alerta y preocupada expresión.
—Ha muerto —dijo Rudin, como si fuese algo inverosímil—. No de un ataque al corazón. De un tiro. Yuri Ivanenko. Alguien acaba de asesinar al jefe de la KGB.
Al otro lado de las ventanas, en la torre de la Puerta del Salvador, el reloj dio las doce de la noche, y el mundo dormido empezó a deslizarse lentamente hacia la guerra.
Ostensiblemente, la KGB ha respondido siempre ante el Consejo de Ministros soviético. En la práctica es responsable ante el Politburó.
El trabajo cotidiano de la KGB, los nombramientos de sus oficiales, los ascensos y la instrucción de cada miembro de su personal, todos son supervisados por el Politburó a través de la sección de Organizaciones del Partido del Comité Central. Cada hombre de la KGB es vigilado en todas las fases de su carrera, registrándose su actuación en el fichero; ni siquiera los perros guardianes de la Unión Soviética se ven nunca libres de vigilancia. Es por ello muy improbable que esta completa y poderosísima máquina de control quede alguna vez incontrolada.
Después del asesinato de Yuri Ivanenko, Vassili Petrov tomó el mando de la operación encaminada a ocultar el hecho, operación ordenada directa y personalmente por Maxim Rudin.
Rudin había ordenado por teléfono al coronel Kukushkin que trajese los dos coches directamente a Moscú por carretera, sin detenerse para comer, beber o dormir, viajando durante toda la noche y repostando el «Zil» que transportaba el cadáver de Ivanenko, por medio de latas de gasolina que le facilitaría el «Chaika», siempre en lugares donde no pudiesen ser observados por los transeúntes. Al llegar a las afueras de Moscú, los dos automóviles se dirigieron a la clínica privada del Politburó en Kuntsevo, donde el cadáver con la cabeza destrozada fue secretamente enterrado entre los pinos del recinto de la clínica, en una tumba anónima. La comitiva fúnebre de Ivanenko estuvo compuesta por sus propios guardaespaldas, todos ellos bajo arresto domiciliario en una de las villas del Kremlin, en el bosque. La vigilancia de estos hombres se confió no a la KGB, sino a la guardia del palacio del Kremlin.
El coronel Kukushkin fue el único que no quedó incomunicado. Fue llamado al despacho particular de Petrov, en el edificio del Comité Central.
El coronel estaba muy asustado, y no lo estuvo menos cuando salió del despacho de Petrov. Este le había dado una sola oportunidad de salvar su vida y su carrera: le encargó la operación de ocultación de lo ocurrido.
Kukushkin aisló todo un pabellón de la clínica de Kuntsevo y trajo hombres nuevos de la KGB, de la plaza de Dzerzhinsky, para que montasen guardia en él. Dos médicos de la KGB fueron trasladados a Kuntsevo para el cuidado del paciente del pabellón aislado, un paciente que, en realidad, no era más que una cama vacía. Nadie más podía entrar allí, pero los dos médicos, que sólo sabían lo bastante para sentir un miedo espantoso, trasladaron al pabellón cerrado todo el equipo y medicamentos necesarios para el tratamiento de un ataque cardíaco. Al cabo de veinticuatro horas, Yury Ivanenko había dejado de existir, salvo para los del pabellón cerrado de la clínica secreta próxima a la carretera de Moscú a Minsk.
En esta primera fase del caso, sólo a otro hombre se confió el secreto. De los seis ayudantes de Ivanenko, todos ellos con despachos contiguos al suyo en la tercera planta del Cuartel General de la KGB, uno era su sustituto oficial como presidente de esta organización. Petrov llamó al general Konstantin Abrassov a su despacho y le informó de lo ocurrido, información que impresionó al general como nada le había impresionado en su carrera de treinta años en la Policía secreta. Inevitablemente, se avino a continuar la comedia.
En el Hospital de Octubre, de Kiev, la madre del difunto fue rodeada por hombres de la KGB local y siguió recibiendo diariamente mensajes de consuelo por parte de su hijo.
En fin, los tres trabajadores del anexo al Hospital de Octubre, que habían descubierto un rifle de caza y una mira nocturna cuando acudieron al trabajo la mañana siguiente al suceso, fueron trasladados con sus familias a uno de los campamentos de Mordovia, y dos detectives llegaron de Moscú para investigar un acto de gamberrismo. El coronel Kukushkin les acompañó. Se dijo a los dos hombres que se había efectuado un disparo contra el coche en marcha de un funcionario del partido local, y que la bala había atravesado el parabrisas y se había encontrado en la tapicería del coche. En realidad, se había extraído del hombro del guardia de la KGB, y fue mostrada a los detectives. Se ordenó a éstos que investigaran la identidad de los gamberros de un modo absolutamente secreto. Un tanto perplejos y muy desilusionados, iniciaron su trabajo. Se pararon las obras, se cerró el edificio en construcción y se proporcionó a los detectives todo el equipo técnico que pidieron. Lo único que no les dieron fue una explicación de la verdad.
Cuando estuvieron montadas todas las piezas del engañoso rompecabezas, Petrov informó personalmente a Rudin. Al viejo jefe le incumbía la tarea más ardua: informar al Politburó de lo realmente acaecido.
El informe privado presentado dos días más tarde por el doctor Myron Fletcher, del Departamento de Agricultura, al presidente William Matthews, era más de lo que podía desear el comité formado bajo los personales auspicios del presidente. No sólo el buen tiempo había proporcionado a América del Norte una espléndida cosecha de toda clase de cereales, sino que ésta superaría todas las marcas registradas hasta el momento. Incluso contando con las probables exigencias del consumo doméstico, incluso manteniendo las actuales ayudas a los países pobres, el excedente se acercaría a los sesenta millones de toneladas en la cosecha combinada de los Estados Unidos y el Canadá.
—Señor presidente, ya tiene usted lo que quería —anunció Stanislav Poklesvski—. Puede comprar este excedente cuando lo desee, a los precios del mes de julio. Dados los progresos de las conversaciones de Castletown, el Comité de Créditos de la Cámara no le pondrá obstáculos.
—Así lo espero —dijo el presidente—. Si triunfamos en Castletown, la reducción en los gastos de defensa compensará sobradamente las pérdidas comerciales en los cereales. ¿Qué se sabe de la cosecha soviética?
—Estamos trabajando en ello —intervino Bob Benson—. Los «Cóndor» están registrando toda la Unión Soviética y nuestros analistas estudian las cosechas de cereales región por región. Creo que podremos darle un informe dentro de una semana.
Entonces podremos compararlo con los datos obtenidos por nuestros agentes sobre el terreno y obtener una cifra bastante exacta, con un máximo margen de error del cinco por ciento.
—Háganlo lo antes posible —ordenó el presidente Matthews—. Necesito saber la posición exacta de los soviets en cada sector. Eso incluye la reacción del Politburó a su propia cosecha de grano. Tengo que conocer sus puntos fuertes y sus puntos flacos. Averígüelos, Bob, se lo ruego.
Nadie que estuviese en Ucrania aquel invierno olvidará fácilmente las redadas de la KGB y de la guardia contra los sospechosos del menor atisbo de sentimientos nacionalistas.
Mientras los dos detectives interrogaban minuciosamente a los que pasaron por la calle de Sverdlov la noche en que fue atropellada la madre de Ivanenko, desmontaban meticulosamente el coche robado que atropelló a la anciana y se dio a la fuga, estudiaban el rifle y el intensificador de imagen y registraban los alrededores del edificio anexo al hospital el general Abrassov emprendió la caza de nacionalistas.
Centenares de ellos fueron detenidos en Kiev, Ternopol, Lvov, Kanev, Rovno, Zitomir y Vinnitsa. Los KGB locales, ayudados por equipos de Moscú, luchaban aparentemente contra los brotes esporádicos de terrorismo, como el atentado de agosto, en Ternopol, contra un agente de paisano de la KGB. A algunos de los principales interrogadores se les dijo que su investigación debía recaer también sobre el disparo que se había efectuado en Kiev a finales de octubre; pero nada más.
Aquel mes de noviembre, en el mísero barrio obrero de Levandivka, de Lvov, David Lazareff y Lev Mishkin pasearon un día por las nevadas calles, en uno de sus raros encuentros. Dado que los padres de ambos habían sido llevados a los campos de concentración, sabían que también a ellos se les acababa el tiempo. La palabra « Judío» figuraba en sus tarjetas de identidad, como en las del millón de judíos que moraban en la Unión Soviética. Tarde o temprano, la KGB desviaría su atención de los nacionalistas a los judíos. Nada cambia en la Unión Soviética.
—Ayer envié la postal a Andriy Drach, confirmando el cumplimiento del primer objetivo —dijo Mishkin—. Y a ti, ¿cómo te van las cosas?
—Hasta ahora, bien —respondió Lazareff—. Quizá la situación mejorará dentro de poco.
—Esta vez, no lo creo —dijo Mishkin—.Tenemos que largarnos pronto, si querernos hacerlo algún día. No hay que pensar en los puertos. Tendrá que ser por el aire. Nos encontraremos en el mismo sitio la próxima semana. Veré lo que puedo descubrir sobre el aeropuerto.
Muy lejos de ellos, hacia el Norte, un «Jumbo» de la «S.A.S.» zumbaba en su ruta polar de Estocolmo a Tokio. Entre los pasajeros de primera clase iba el capitán Thor Larsen hacia su nuevo destino.
Maxim Rudin informó al Politburó con su voz cascada y sin florituras. Pero ningún actor dramático habría podido mantener tan absorto a su auditorio, ni provocar tan grande reacción de pasmo. Desde que un oficial del Ejército había vaciado el cargador de su pistola contra el automóvil de Leónidas Breznev al cruzar la Puerta de Borovtisky del Kremlin diez años atrás, había persistido el espectro del hombre solitario y armado capaz de atravesar el muro de seguridad montado alrededor de los jerarcas. Y ahora se había hecho real y parecía estar mirándoles desde su propia mesa cubierta con el verde tapete.
Esta vez no había ninguna secretaria en la sala. Ni giraban los magnetófonos en la mesa del rincón. Ayudantes y taquígrafos brillaban por su ausencia. Cuando hubo terminado, Rudin cedió la palabra a Petrov, el cual explicó las complicadas medidas que se habían tomado para disfrazar el suceso y los pasos que se estaban dando en secreto para identificar a los asesinos y eliminarlos cuando hubiesen delatado a todos sus cómplices.
—Pero, ¿todavía no los han encontrado? —saltó Stepanov.
—Sólo han pasado cinco días desde el atentado —dijo serenamente Petrov—. No, todavía no han sido descubiertos. Pero lo serán. Sean quienes fueren, no pueden escapar. Y cuando les detengamos, revelarán los nombres de todos los que les ayudaron. El general Abrassov cuidará de ello. Entonces, toda persona que sepa lo que ocurrió aquella noche en la calle de Rosa Luxemburgo, por mucho que se esconda, será liquidada. Y lo será de modo que no deje el menor rastro.
—¿Y mientras tanto? —preguntó Komarov.
—Mientras tanto —contestó Rudin— debemos sostener, con absoluta unanimidad, que el camarada Yuri Ivanenko ha sufrido un fuerte ataque al corazón y está sometido a cuidados intensivos. Una cosa está clara: la Unión Soviética no puede ni debe tolerar la humillación a que se vería sometida si el mundo se enterase de lo sucedido en la calle de Rosa Luxemburgo. En Rusia no hay Lee Harvey Oswalds, ni nunca los habrá.
Hubo un murmullo de asentimiento. Nadie podía disentir de la declaración de Rudin.
—Con su permiso, camarada secretario general —intervino Petrov—. Aunque no puede menospreciarse la catástrofe que sería el hecho de que estas noticias se filtrasen al extranjero, existe otro aspecto igualmente grave. Y es que empezaran a circular rumores entre nuestra propia población. Dentro de poco serían algo más que rumores. Pueden ustedes imaginarse el efecto que esto produciría en el interior del país.
Todos sabían que el orden público dependía muchísimo de la creencia en la invulnerabilidad de la KGB.
—Si trascendiese la noticia —dijo pausadamente Chavadze, el georgiano—, y más aún si escapasen los delincuentes, el efecto sería tan grave como el del hambre.
—No pueden escapar —dijo vivamente Petrov—. No deben escapar. No escaparán.
—Pero, ¿quiénes son? —gruñó Kerensky.
—Todavía no lo sabemos, camarada mariscal —respondió Petrov—. Pero lo sabremos.
—Pero se empleó un arma occidental —insistió Shushkin—. ¿No podría estar Occidente detrás de esto?
—Creo que es casi imposible —dijo Rykov, de Asuntos Exteriores—. Ningún Gobierno occidental, ni tercermundista, sería lo bastante estúpido como para provocar un atentado como éste, por la misma razón de que nosotros no tuvimos nada que ver con el asesinato de Kennedy. Posiblemente, es cosa de los emigrados. O de fanáticos antisoviéticos. Pero no de Gobiernos.
—Los grupos de emigrados en el extranjero están siendo también investigados —intervino Petrov—. Pero con discreción.
Tenemos espías en casi todos ellos. Hasta ahora no se ha averiguado nada. El rifle, el proyectil y la mira nocturna, son de fabricación occidental. Pueden adquirirse en los comercios de Occidente. Es indudable que fueron introducidos aquí de contrabando. Lo cual quiere decir que los trajeron las personas que los usaron, o que éstas recibieron ayuda del exterior. El general Abrassov está de acuerdo conmigo en que lo más importante es descubrir a los autores materiales del crimen; después, éstos revelarán la identidad de sus proveedores. Y cuando lo sepamos, el departamento V continuará la operación.