—¿Alguna sugerencia, caballeros? —preguntó el presidente.
—El Ruiseñor es valioso, pero no indispensable en este momento —dijo Stanislav Poklevski—. ¿Por qué no nos entrevistamos con Rudin y ponemos las cartas sobre la mesa? Conocemos el «Plan Boris», sabemos lo que pretenden. Y tomaremos medidas para abortarlo, para hacerlo impracticable. Cuando él informe de esto a su Politburó, se darán cuenta de que han perdido el factor sorpresa, de que la alternativa de la guerra es inviable. Será el fin de el Ruiseñor, pero será también el fin del «Plan Boris».
Bob Benson, de la CIA, sacudió vigorosamente la cabeza.
—Yo no creo que sea tan sencillo, señor presidente. Si no he comprendido mal, no se trata de convencer a Rudin o a Rykov. Ahora sabemos que hay una lucha enconada entre facciones en el seno del Politburó. Se están jugando la sucesión de Rudin. Y el hambre se cierne sobre ellos.
»Vishnayev y Kerensky han propuesto una guerra limitada, como medio de obtener los excedentes de comida de la Europa Occidental y, al mismo tiempo, de imponer la disciplina de guerra al pueblo soviético. Si decimos a Rudin lo que sabemos, esto no cambiará nada. Incluso podría provocar su caída. Vishnayev y su grupo asumirían el poder, y no saben nada de Occidente, ni de cómo reaccionamos los norteamericanos cuando alguien nos ataca. Aún descartado el factor sorpresa, el hambre inminente podría impulsarles a la guerra.
—Estoy de acuerdo con Bob —intervino David Lawrence—. La posición de los soviets es parecida a la de los japoneses hace cuarenta años. El embargo del petróleo fue causa de la caída de la facción moderada de Konoya. La subida del general Tojo condujo a lo de Pearl Harbor. Si Maxim Rudin fuese derribado, podríamos tener a Yfrem Vishnayev en su lugar. Según estos papeles, éste podría llevar a la guerra.
—En tal caso, Maxim Rudin no debe caer —dijo el presidente Matthews.
—Protesto, señor presidente —intervino acaloradamente Poklevski—. ¿Debo entender que los esfuerzos de los Estados Unidos han de encaminarse a salvar el pellejo de Maxim Rudin? ¿Hemos olvidado lo que hizo para encaramarse a la cima del poder en la Unión Soviética, y la gente que ha sido liquidada bajo su régimen?
—Lo siento, Stan —dijo el presidente Matthews, rotundamente—. El mes pasado autoricé una negativa de los Estados Unidos a suministrar a la Unión Soviética los cereales que ésta necesita para evitar el hambre. Al menos, hasta que supiese las perspectivas que podrían derivarse de esta penuria. Ahora que creo que sabemos lo que entrañan estas perspectivas, no puedo continuar esta política de rechazo.
»Caballeros, esta noche redactaré una carta personal al presidente Rudin, proponiéndole que David Lawrence y Dmitri Rykov se entrevisten en un país neutral para discutir el tema del tratado de limitación de armas SALT 4 y cualquier otro asunto de interés.
Cuando Andrew Drake volvió al «Cavo d'Oro», después de su segundo encuentro con el capitán Thanos, le estaba esperando un mensaje. Era de Azamat Krim, el cual le decía que Kaminsky acababa de llegar al hotel que habían convenido.
Una hora más tarde, Drake estaba con ellos. La camioneta había llegado sin novedad. Durante la noche, las armas y las municiones fueron trasladadas a la habitación de Drake en el «Cavo d'Oro» por Kaminsky y Krim, en visitas separadas. Cuando todo estuvo bien guardado, Drake, llevó a cenar a los otros dos. A la mañana siguiente, Krim regresó en avión a Londres, donde se alojó en el apartamento de Drake, en espera de que éste le llamase por teléfono. Kaminsky se quedó en una pequeña pensión de un callejón del Pireo. No era cómoda, pero en ella pasaría inadvertido.
Mientras ellos cenaban, el secretario de Estado de los Estados Unidos celebraba una conferencia privada con el embajador de Irlanda en Washington.
—Si queremos que mi entrevista con el ministro de Asuntos Exteriores Rykov tenga éxito —dijo David Lawrence—, debemos envolverla en la mayor reserva. La discreción debe ser total. Reykiavik, en Islandia, es demasiado ostensible; nuestra base de Keflavik, allí, es como un territorio de los Estados Unidos. La reunión debe celebrarse en territorio neutral. Ginebra está llena de ojos curiosos, y lo propio cabe decir de Estocolmo y de Viena. Helsinki, como Islandia, sería demasiado evidente. Irlanda está a medio camino entre Moscú y Washington, y ustedes aún practican el culto de la reserva.
Aquella noche circularon mensajes cifrados entre Washington y Dublín. Al cabo de veinticuatro horas, el Gobierno de Dublín había accedido a que su país fuese sede de la conferencia, y propuesto planes de vuelo para ambas partes. A las pocas horas, la carta personal confidencial del presidente Matthews al presidente Maxim Rudin fue enviada al embajador Donaldson, en Moscú.
Andrew Drake, en su tercer intento, consiguió hablar a solas con el capitán Nikos Thanos. Por aquel entonces, el viejo griego estaba ya seguro de que el joven inglés quería algo de él, pero no dio ninguna muestra de curiosidad. Como de costumbre, Drake pagó el café y el ouzo.
—Capitán —dijo Drake—, tengo un problema y pienso que usted puede ayudarme.
Thanos arqueó una ceja y miró fijamente su café.
—A finales de este mes, el Sanadria zarpará del Pireo rumbo a Estambul y el mar Negro. Tengo entendido que recalará en Odessa.
Thanos asintió con la cabeza.
—Zarparemos el día treinta —asintió— y, sí, descargaremos unas mercancías en Odessa.
—Quiero ir a Odessa —dijo Drake—. Tengo que ir allí.
—Usted es inglés —dijo Thanos—. Se organizan viajes de turismo a Odessa. Puede ir en avión. También hay líneas marítimas soviéticas que van a Odessa; puede tomar un barco.
Drake movió la cabeza.
—No es tan fácil —replicó—. No obtendría el visado para Odessa, capitán Thanos. Mi petición sería estudiada en Moscú, y me negarían la entrada.
—¿Y por qué quiere usted ir? —preguntó Thanos, con recelo.
—Tengo una chica en Odessa —respondió Drake—. Es mi prometida. Quiero sacarla de allí.
El capitán Thanos sacudió rotundamente la cabeza. El y sus antepasados de Quío habían hecho contrabando en el Mediterráneo Oriental desde que Homero aprendía a hablar, y sabía que se desarrollaba un activo comercio clandestino en Odessa y que los propios miembros de su tripulación se ganaban un buen sobresueldo introduciendo ciertos artículos de lujo, como medias de nilón, perfumes y chaquetas de cuero, en el mercado negro del puerto ucraniano. Pero pasar gente de contrabando era algo muy distinto, y no quería comprometerse en esto.
—Creo que no me ha entendido —explicó Drake—. No se trata de sacarla a ella en el Sanadria. Deje que se lo explique.
Sacó una fotografía en la que estaban él y una muchacha extraordinariamente hermosa, sentados en la balaustrada de la Escalera Potemkin, que enlaza la ciudad con el puerto. Esto despertó inmediatamente el interés de Thanos, pues la chica era digna de contemplarse.
—Me gradué en estudios rusos en la Universidad de Bradford —dijo Drake—. El año pasado hubo un intercambio de estudiantes por un período de seis meses, y yo los pasé en la Universidad de Odessa. Allí conocí a Larissa. Nos enamoramos. Resolvimos casarnos.
Como la mayoría de los griegos, Nikos Thanos se enorgullecía de su temperamento romántico. Drake hablaba su propia lengua.
—¿Por qué no lo hicieron?
—Las autoridades soviéticas no nos dejaron —dijo Drake—. Naturalmente, yo quería llevarme a Larissa a Inglaterra, casarme con ella y montar allí nuestro hogar. Ella pidió el permiso de salida, y se lo negaron. Yo insistí una y otra vez en nombre de ella, desde Londres. Todo inútil. Entonces, en el pasado mes de julio, hice lo que usted acaba de indicarme: me inscribí en un viaje colectivo a Ucrania, pasando por Kiev, Ternopol y Lvov.
Abrió su pasaporte y mostró a Thanos los sellos con la fecha de llegada al aeropuerto de Kiev.
—Ella fue a Kiev a reunirse conmigo. Nos amamos. Me ha escrito diciéndome que vamos a tener un hijo. Por consiguiente, tengo que casarme con ella, ahora más que nunca.
El capitán Thanos conocía también esta regla. Su sociedad la aplicaba desde el principio de los tiempos. Volvió a mirar la fotografía. El no podía saber que aquella chica era una londinense que había posado en un estudio no lejos de la estación de King's Cross, ni que el fondo de la Escalera Potemkin era un detalle ampliado de un cartel turístico obtenido en las oficinas de Inturist en Londres.
—Entonces, ¿va usted a sacarla de allí? —preguntó.
—El mes próximo —contestó Drake—, un buque de pasajeros soviético, el Litva, zarpará de Odessa con un numeroso grupo del movimiento juvenil soviético, el Komsomol, para un viaje de instrucción por el Mediterráneo.
Thanos hizo una señal de asentimiento. Conocía bien el Litva.
—Dado que yo armé mucho jaleo con el asunto de Larissa, las autoridades no me dejarían entrar. Normalmente, Larissa tampoco habría recibido autorización para hacer ese viaje. Pero hay un funcionario, en la delegación local del Ministerio del Interior, aficionado a vivir mejor de lo que su sueldo le permite. El cuidará de que Larissa pueda participar en el crucero, con todos sus documentos en orden, y cuando el barco atraque en Venecia, yo la estaré esperando. Pero el funcionario exige diez mil dólares americanos. Yo los tengo, pero he de dárselos a ella.
Todo esto pareció perfectamente lógico al capitán Thanos. Conocía el grado de corrupción burocrática, endémica en la costa meridional de Ucrania, Crimea y Georgia, con comunismo o sin él. Era algo completamente normal que un funcionario «amañase» unos cuantos documentos a cambio de una cantidad de divisas occidentales suficiente para mejorar su nivel de vida.
Una hora más tarde, quedó cerrado el trato. Por cinco mil dólares, Thanos tomaría a Drake como marinero temporal para aquel viaje.
—Zarparemos el treinta —dijo—, y llegaremos a Odessa el nueve o el diez. Esté en el muelle donde está atracado el Sanadria, a las seis de la tarde del día treinta. Espere a que se haya marchado el empleado de la agencia, y suba a bordo antes de que lo hagan los de inmigración.
Cuatro horas después, en el piso de Drake en Londres, Azamat Krim recibió la llamada desde el Pireo que le dio la fecha que necesitaban saber Mishkin y Lazareff.
El día 20 recibió el presidente Matthews la respuesta de Maxim Rudin. Era una carta personal, como la enviada por él al jefe soviético. En ella, Rudin accedía a la reunión secreta entre David Lawrence y Dmitri Rykov, a celebrar en Irlanda el día 24.
El presidente Matthews empujó la carta sobre la mesa, para que la viese Lawrence.
—No pierde tiempo —observó.
—No puede hacerlo —replicó el secretario de Estado—. Todo está siendo preparado. Tengo a dos hombres en Dublín, comprobando las disposiciones oportunas. Nuestro embajador en Dublín se reunirá mañana con el embajador soviético, como resultado de esta carta, y entre los dos ultimarán los detalles.
—Bueno, David, ya sabe lo que tiene que hacer —dijo el presidente norteamericano.
El problema de Azamat Krim era la manera de enviar una carta o una postal a Mishkin, desde el interior de la Unión Soviética, escrita en ruso y con sellos rusos, sin tener que esperar a que el consulado soviético en Londres le otorgase el indispensable visado, lo cual podía requerir cuatro semanas. Con ayuda de Drake, lo había resuelto con relativa sencillez.
Antes de 1980, el principal aeropuerto de Moscú, Sheremetyevo, era pequeño, sucio y destartalado. Pero, a raíz de la Olimpíada, el Gobierno soviético había encargado la construcción de un gran aeropuerto terminal, y Drake había hecho algunas averiguaciones sobre él.
Las condiciones del nuevo terminal —donde se centraban todos los vuelos a larga distancia de Moscú— eran excelentes. En todo el aeropuerto abundaban las placas laudatorias de los logros de la tecnología soviética; en cambio, brillaba por su ausencia toda mención de que Moscú había tenido que encargar la construcción a Alemania Occidental, porque ninguna empresa constructora soviética habría podido alcanzar aquel nivel de perfección, ni terminar la obra en el plazo señalado. Los alemanes occidentales habían sido espléndidamente pagados en divisas fuertes, pero su contrato contenía rigurosas cláusulas penales para el caso de que las obras no estuviesen terminadas antes de empezar la Olimpíada de 1980. Por esta razón, los alemanes habían empleado sólo dos ingredientes rusos: la arena y el agua. Todo lo demás había sido transportado desde Alemania Federal, para mayor seguridad de entrega dentro del plazo.
En el gran salón de tránsito y en los salones de partida habían instalado buzones para los que hubiesen olvidado enviar la última postal desde Moscú, antes de marcharse. La KGB inspecciona todas las cartas, postales, telegramas o llamadas telefónicas, entre la Unión Soviética y el extranjero. Es una ímproba tarea, que se realiza a pesar de todo. Pero los nuevos salones de partida de Sheremetyevo se utilizaban tanto para los vuelos internacionales como para los vuelos a larga distancia dentro de la Unión Soviética.
Por consiguiente, la postal de Krim había sido adquirida en las oficinas de «Aeroflot» en Londres. Los sellos soviéticos modernos, suficientes para franquear una postal con destino al interior, habían sido comprados en el emporio londinense del sello: Stanley Gibbons. En la postal, que mostraba una foto del reactor supersónico para pasajeros «Tupolev 144», se habían escrito estas frases en ruso: «A punto de salir con el grupo del partido de nuestra fábrica para la excursión a Jabarovsk. Muy entusiasmado. Casi me olvidé de escribirte. Muchas felicidades por tu cumpleaños el día diez. Tu primo: Iván.»
Como Jabarovsk está en el extremo oriental de Siberia, junto al mar del Japón, un grupo que saliese por «Aeroflot» con destino a aquella ciudad lo haría desde la misma terminal de los vuelos que saliesen para el Japón. La carta iba dirigida a David Mishkin, en su domicilio de Lvov.
Azamat Krim tomó el avión de «Aeroflot», de Londres a Moscú, donde transbordó a otro avión de «Aeroflot» que hacía el vuelo de Moscú al aeropuerto de Narita, en Tokio. Llevaba billete de ida y vuelta. Y tuvo que esperar dos horas en el salón de tránsito del aeropuerto de Moscú. Allí echó la postal al buzón y siguió viaje hasta Tokio. Allí tomó un avión de «Japan Air Lines» y regresó a Londres.
La postal fue examinada por el agente de la KGB en el aeropuerto de Moscú; éste presumió que era enviada por un ruso a un primo de Ucrania, ambos residentes y trabajando en el interior de la URSS, y le dio curso. La postal llegó a Lvov tres días más tarde.