—Claro que no, señora.
No sólo se negaba rotundamente el director general del SIS a informar a la Primer Ministro y al secretario de Asuntos Exteriores de la identidad del ruso, sino que tampoco le diría que era Munro quien estaba en contacto con aquel agente. Los americanos sabrían quién era Munro, pero nunca la persona que le informaba. Ni los primos seguirían a Munro en Moscú; de esto cuidaría también él.
—Bueno, es de presumir que el delator ruso tiene un nombre en clave. ¿Puedo saber cuál es? —preguntó la Primer Ministro.
—Desde luego, señora. El delator es sencillamente conocido en todos los archivos como el Ruiseñor.
Lo cierto era que, como el nombre en clave de todos los agentes soviéticos correspondía a un pájaro cantor, el de Ruiseñor le había correspondido por orden alfabético a este chivato; pero eso no lo sabía la Primer Ministro. Por primera vez en la entrevista, sonrió.
—Muy apropiado —repuso.
Exactamente después de dar las diez de la mañana de aquel lluvioso primero de agosto, un viejo pero cómodo reactor «VC10» de cuatro motores, del comando de choque de la Royal Air Force, despegó de la base de Lyneham, en Wiltshire, y puso rumbo a Occidente, hacia Irlanda y el Atlántico. Llevaba muy pocos pasajeros: un mariscal del aire que había sido informado la noche anterior de que precisamente aquel día era el mejor para hacer una visita al Pentágono, en Washington, para discutir las próximas maniobras de bombardeos tácticos de la USAF y la RAF, y un paisano envuelto en un raído gabán.
El mariscal del aire se había presentado al inesperado paisano y se había enterado, a cambio, de que su compañero era míster Barrett, del Foreign Office, que tenía que resolver unos asuntos en la Embajada británica de Massachusetts Avenue y le habían recomendado que aprovechase el vuelo del «VC10» para ahorrar a los contribuyentes el coste de un pasaje aéreo de ida y vuelta. El oficial de las Fuerzas Aéreas no supo nunca que el objeto del vuelo del avión de la RAF era, en realidad, todo lo contrario.
En otra pista, más al Sur, un «Boeing Jumbo» de la «British Airways» despegó de Heathrow rumbo a Nueva York. Entre sus más de trescientos pasajeros llevaba a Azamat Krim, alias Arthur Crimrnins, ciudadano canadiense, que se dirigía al Oeste con una bolsa llena de dinero y con la misión de efectuar ciertas compras.
Ocho horas más tarde, el «VC10» aterrizó sin novedad en la base Andrew de la Air Force, en Maryland, dieciséis kilómetros al sudeste de Washington. Cuando apagó sus motores en la pista, un coche oficial del Pentágono se detuvo al pie de la escalerilla, y bajó de él un general de dos estrellas de la USAF. Dos policías de la Air Force se cuadraron al bajar el mariscal la escalerilla y acercarse al comité de recepción. A los cinco minutos, todo había terminado; el automóvil del Pentágono arrancó en dirección a Washington; los «anémonas» de la Policía se alejaron, y los ociosos y curiosos de la base aérea volvieron a sus quehaceres.
Nadie se fijó en el sedán barato y sin placas oficiales que se acercó después al «VC10» aparcado; es decir, no hubo nadie cuyas dotes de observación le hiciesen fijarse en la anticuada antena del techo que delataba un coche de la CIA. Nadie reparó en el ajado paisano que bajaba la escalerilla dando saltitos y se metía en el coche inmediatamente, ni en el automóvil al salir éste de la base aérea.
El hombre de la Compañía en la Embajada de los Estados Unidos, en Grosvenor Square, Londres, había sido avisado la noche anterior y había enviado un mensaje cifrado a Langley, para que enviasen aquel automóvil. El conductor iba de paisano y era un miembro del personal de poca categoría; en cambio, el hombre que iba detrás y dio la bienvenida al invitado de Londres era el jefe de la sección de Europa Occidental, uno de los subordinados regionales del subdirector de Operaciones. Le habían elegido para recibir al inglés porque, habiendo dirigido antaño la operación de la CIA en Londres, conocía bien a aquél. A nadie le gustan las sustituciones.
—Me alegro de volver a verle, Nigel —dijo, después de asegurarse de que el recién llegado era, efectivamente, el hombre al que esperaban.
—Y usted ha sido muy amable al venir a recibirme —respondió sir Nigel Irvine, aunque sabía que no era un acto de amabilidad, sino el cumplimiento de un deber.
Durante el trayecto, hablaron de Londres, de la familia, del tiempo. Nada de «¿qué le trae por aquí?». El coche rodó por el Capital Beltway hacia el Woodrow Wilson Memorial Bridge, sobre el Potomac, y se dirigió al Oeste, penetrando en Virginia.
En las afueras de Alexandria, el conductor giró a la derecha y entró en el George Washington Memorial Parkway, que flanquea toda la orilla occidental del río. Al pasar por delante del aeropuerto Nacional y del cementerio de Arlington, sir Nigel Irvine miró hacia la derecha y contempló la silueta de Washington recortándose en el horizonte; allí había estado hacía años, como enlace del SIS con la CIA, en la Embajada británica. Habían sido unos tiempos duros, después del caso Philby, cuando incluso el parte meteorológico era considerado información secreta en lo tocante a los ingleses. Pensó en lo que llevaba en su cartera de mano y se permitió una ligera sonrisa.
Después de treinta minutos de viaje salieron de la carretera principal, volvieron a cruzarla por encima y se adentraron en el bosque. Recordó el pequeño rótulo que decía simplemente: BPRCIA, y se extrañó una vez más de que anunciasen el lugar. O uno sabía dónde estaba, o no lo sabía, y, si no lo sabía, jamás sería invitado a visitarlo.
Se detuvieron ante la puerta vigilada de la sólida valla de más de dos metros de altura que rodea Langley, y Lance exhibió su pase. Después siguieron adelante, torcieron a la izquierda y pasaron frente al horrible pabellón de conferencias al que llaman el Iglú por su semejanza con un iglú.
El Cuartel General de la Compañía se compone de cinco cuerpos: uno en el centro, y uno en cada una de sus cuatro esquinas, a la manera de un tosca cruz de San Andrés. El Iglú está pegado al cuerpo más próximo a la puerta principal. Al pasar por delante del retirado bloque central, sir Nigel observó la imponente puerta de entrada y el gran escudo de los Estados Unidos plantado en el suelo delante de ella. Pero sabía que esta entrada principal era sólo para los congresistas, senadores y otros indeseables. El coche siguió adelante, dejó atrás el complejo y, después, giró a la derecha y se dirigió a la parte trasera del edificio.
Aquí hay una corta rampa, protegida por un rastrillo de acero y que desciende al primer sótano. Al fondo hay un aparcamiento reservado, donde no caben más de diez coches. El sedán negro se detuvo allí, y el hombre llamado Lance entregó a sir Nigel a su superior, Charles «Chip» Allen, subdirector de Operaciones, éste y sir Nigel eran también viejos conocido.
En el fondo del aparcamiento hay un pequeño ascensor, guardado por puertas de acero y dos hombres armados. Chip Allen identificó a su invitado, firmó por él y empleó una tarjeta de plástico para abrir las puertas del ascensor. Este subió sin ruido siete pisos y se detuvo en el correspondiente a las habitaciones del director. Otra tarjeta de plástico magnetizada les permitió salir del ascensor, y se encontraron en un vestíbulo con tres puertas. Chip Allen llamó a la del centro, y el propio Bob Benson, avisado desde abajo, la abrió e invitó a entrar a su visitante inglés.
Benson, eludiendo la enorme mesa, le condujo al lugar de descanso de la gran habitación, delante de la chimenea de mármol castaño claro. En invierno, Benson gustaba del crepitante fuego que se encendía en ella, pero Washington, en el mes de agosto, no es un buen sitio para fogatas, sino que requiere un continuo acondicionamiento de aire. Benson corrió la mampara de papel de China que separaba este sector del resto del despacho y se sentó frente a su invitado. Pidió café y, cuando se quedaron solos, preguntó al fin:
—¿Qué le trae a usted a Langley, Nigel?
Sir Nigel sorbió el café y se retrepó en su sillón.
—Hemos conseguido —respondió, con naturalidad— los servicios de un nuevo agente.
Llevaba casi diez minutos hablando cuando le interrumpió el director de la CIA.
¿Dentro del Politburó? —preguntó—. ¿Quiere decir, dentro de él?
—Digamos que tiene acceso a las actas de las sesiones —puntualizó sir Nigel.
—¿Le importa que llame a Chip Allen y a Ben Kahn, para que oigan esto?
—En absoluto, Bob. De todos modos, lo sabrían dentro de una hora. Esto le evitará tener que repetirlo.
Bob Benson se levantó, se dirigió a un teléfono colocado sobre una mesita y llamó a su secretario particular. Cuando hubo terminado de hablar, se quedó mirando el gran bosque verde a través de la ventana.
—¡Cielo santo! —murmuró.
A sir Nigel Irvine no le molestaba que sus dos antiguos contactos en la CIA estuviesen presentes en aquella sesión. Todas las agencias de pura información, a diferencia de las fuerzas de Policía secreta como la KGB, tienen dos ramas principales. Una de ellas es Operaciones, encargada de obtener información real; la otra es Investigación, dedicada a comprobar, cotejar, interpretar y analizar la enorme masa de información en bruto que llega a la Agencia.
Ambos servicios tienen que ser buenos. Si la información es defectuosa, los mejores análisis del mundo sólo obtendrán resultados sin sentido; si el análisis es inadecuado, todos los esfuerzos de los informadores serán tiempo perdido. Los estadistas necesitan saber lo que están haciendo y, si es posible, lo que pretenden hacer las otras naciones, sean amigas o posibles enemigas.
En la actualidad, casi siempre es posible observar lo que hacen, pero no lo que piensan hacer. Por eso, todas las cámaras del mundo son incapaces de sustituir a un brillante analista que trabaje con material procedente de las sesiones secretas de otra nación.
En la CIA, los dos hombres que gobiernan la Agencia, presididos por el director —que puede ser un cargo político—, son el subdirector de Operaciones y el subdirector de Investigación. La sección de Operaciones es la que inspira a los autores de novelas de espionaje; la de Investigación realiza un trabajo reservado, tedioso, lento, metódico, con frecuencia aburrido, pero siempre de un inestimable valor.
Como Treedledum y Tweedledee
[1]
, el SDO y el SDI tienen que trabajar de pleno acuerdo y tenerse absoluta confianza. Benson, como hombre de designación política, había tenido suerte. Su SDO era Chip Allen, WASP
[2]
y ex jugador de rugby; su SDI era Ben Kahn, ex maestro de ajedrez judío. Ambos se adaptaban a la perfección.
Al cabo de cinco minutos, ambos estaban sentados con Benson e Irvine ante la chimenea. Se olvidó el café.
El jefe del espionaje británico habló durante casi una hora. Nadie le interrumpió. Después, los tres americanos leyeron la transcripción del Ruiseñor y observaron la cinta magnetofónica en su bolsa de politeno, casi con expresión hambrienta. Cuando Irvine hubo terminado, hubo un breve silencio. Chip Allen lo rompió.
—Un nuevo Penkovsky —dijo.
—Supongo que querrán comprobarlo todo —dijo sir Nigel, con naturalidad. Y nadie se opuso. Una cosa es la amistad, y otra...
A nosotros nos llevó diez, pero nada puede haber fallado. Las voces grabadas son auténticas. Hemos confirmado el revuelo que se ha armado en el Ministerio de Agricultura soviético. Y, desde luego, están sus fotografías de los «Cóndor». ¡Ah! Hay algo más...
Sacó de su maletín una bolsita de politeno en la que había un tallo de trigo joven.
—Uno de nuestros amigos arrancó esto de un campo de las cercanías de Leningrado.
—Haré que nuestro Departamento de Agricultura compruebe también esto —dijo Benson—. ¿Algo más, Nigel?
—Bueno, no en realidad —respondió sir Nigel—. Tal vez un par de cositas...
—Escupa.
Sir Nigel suspiró.
—Las actividades rusas en Afganistán. Pensamos que pueden estar preparando un movimiento hacia Pakistán y la India a través de los pasos. Eso nos incumbe a nosotros. Pero si pudiesen ustedes pedir a «Cóndor» que echase un vistazo...
—Concedido —aceptó Benson, sin vacilar.
—Y, además —continuó sir Nigel—, aquel desertor soviético que sacaron ustedes de Ginebra hace dos semanas. Parece saber mucho acerca de los agentes soviéticos en nuestro movimiento sindical obrero.
—Les enviamos copias de esto —se apresuró a decir Allen.
—Nos gustaría tener un contacto directo —dijo sir Nigel. Allen miró a Kahn, y Kahn se encogió de hombros.
—Bien —replicó Benson—. ¿Podemos nosotros tener contacto con Ruiseñor?
—Lo siento, pero no —respondió sir Nigel—. Esto es diferente. La situación de Ruiseñor es demasiado delicada; corre un riesgo terrible. Y no queremos alarmarle, para que no cambie de idea. Tendrán ustedes copia de todo lo que obtengamos y en cuanto lo obtengamos. Pero no deben intervenir. Estoy tratando de aumentar rápidamente el volumen de las informaciones; pero esto requiere tiempo y muchísimo cuidado.
—¿Para cuándo está prevista la próxima entrega? —preguntó Allen.
—Para dentro de una semana. Al menos, hay una cita en pie. Y espero que obtengamos algo.
Sir Nigel Irvine pasó la noche en la fortaleza de la CIA en tierras de Virginia, y, al día siguiente, míster Barren regresó a Londres con el mariscal del Aire.
Tres días más tarde, Azamat Krim salió del muelle 49 del puerto de Nueva York, a bordo del viejo Queen Elizabeth con destino a Southampton. Había resuelto viajar en barco y no en avión, porque pensaba que de este modo era más probable que su equipaje saliese bien librado del examen por rayos X.
Había hecho sus compras. Una de las piezas de su equipaje era un estuche de aluminio de los que emplean los fotógrafos profesionales para proteger sus cámaras y lentes. Como no podía ser examinado con rayos X, tendría que serlo a mano. La esponja de plástico interior, moldeada al objeto de que las cámaras y lentes no chocasen, entre sí, estaba pegada al fondo del estuche; pero este fondo era falso, y entre él y el verdadero había un hueco de cinco centímetros. En esta cavidad iban dos pistolas con sus municiones.
Otro objeto, colocado en el fondo de una maleta llena de ropa, era un tubo de aluminio con tapa enroscada, que contenía lo que parecía una lente de cámara, larga y cilíndrica, de unos diez centímetros de diámetro. Calculaba que, si era examinada por un aduanero que no fuese extraordinariamente receloso, pasaría por una de esas lentes que se emplean para la fotografía a muy larga distancia; una colección de libros de fotografía y dibujos de aves, dentro de la maleta y junto al cilindro, serviría para confirmarlo.