Dos semanas antes del día señalado para zarpar, los remolcadores apartaron el barco del muelle y lo llevaron al centro de la bahía de Ise. Sus grandes hélices gemelas mordieron el agua para empujarlo hacia el Pacífico Occidental, donde se realizarían las pruebas de navegación. Para los oficiales y la tripulación, así como para los doce técnicos japoneses que les acompañaban, serían quince días de trabajo agotador, poniendo a prueba todos los sistemas, a fin de prevenir todas las contingencias sabidas o posibles.
Eran ciento setenta millones de dólares USA los que salieron aquella mañana por la boca de la bahía, y todos los pequeños barcos anclados frente a Nagoya le vieron pasar llenos de pasmo.
A veinte kilómetros de Moscú se encuentra la población turística de Archangelskoye, que cuenta, entre otras cosas, con un museo y un restaurante gastronómico, famoso por sus auténticos filetes de oro. La última semana de aquel gélido mes de enero, Adam Munro había reservado una mesa para él y su acompañante, extraída del cuerpo de secretarias de la Embajada británica.
Adam nunca invitaba cenar a la misma chica, para evitar sospechas, y, si su ilusionada acompañante de aquella tarde se extrañó de que él quisiera ir tan lejos, por carreteras heladas y con una temperatura de quince grados bajo cero, lo cierto es que no hizo comentarios.
En todo caso, el restaurante era cálido y acogedor, y, cuando Adam se excusó para ir en busca de cigarrillos a su coche, la muchacha lo encontró muy natural, Al llegar al aparcamiento, él se estremeció bajo una ráfaga de aire helado y se dirigió apresuradamente al lugar donde dos faros brillaron un instante en la oscuridad.
Subió al coche, se sentó al lado de Valentina, rodeó a ésta con un brazo, la atrajo hacia sí y la besó.
—No me gusta pensar que estás ahí dentro con otra mujer, Adam —murmuró ella, rozando su cuello con los labios, debajo del mentón.
—No tiene importancia —replicó él—, ninguna importancia. No es más que un pretexto para venir a cenar aquí, sin que sospechen nada. Te traigo noticias.
—¿Sobre nosotros? —preguntó ella.
—Sobre nosotros, He preguntado a los míos si te ayudarían a salir de aquí, y me han dicho que sí. Tenernos un plan. ¿Conoces el puerto de Constanza, en la costa rumana?
Ella negó con la cabeza.
—Lo he oído nombrar, pero nunca he estado allí. Siempre paso las vacaciones en la costa soviética del mar Negro.
—¿Podrías tomarte unas vacaciones allí, con Sasha?
—Supongo que sí —afirmó—. Virtualmente, puedo ir de vacaciones a donde quiera, Rumania forma parte del bloque socialista. Nadie se extrañaría.
—¿Cuándo cierran el colegio de Sasha, para las vacaciones de primavera?
—Creo que a finales de marzo. ¿Tiene eso alguna importancia?
—Tendría que ser a mediados de abril —repuso él—. Los mitas piensan que podrían llevarte de la playa a un carguero en alta mar. Por medio de una lancha rápida. ¿Podrías arreglar una vacaciones de primavera con Sasha, a medidos de abril, en Constanza o en la playa cercana de Mamada?
—Lo intentaré respondió ella—. Lo intentare. En abril. ¡Oh, Adam! ¡Parece muy pronto!
—Y lo es, querida. Menos de noventa días, Ten un poco mas de paciencia, como yo la he tenido, y lo conseguiremos. Empezaremos una nueva vida.
Cinco minutos más tarde, ella le había dado la transcripción de la sesión del Politburó de primeros de enero y se había perdido en la noche. El introdujo el fajo de papeles en su cinturón, debajo de la chaqueta y la camisa, y volvió al calor del restaurante de Archangelskoye.
Esta vez, se prometió a sí mismo, mientras charlaba amigablemente con su secretaria, que no habría equivocaciones ni retrocesos, no la dejaría marchar como en 1961. Esta vez sería para siempre.
Edwin Campbell se echó atrás, separándose de la mesa georgiana de la Long Gallery de Castletown, y miró al profesor Sokolov. Se había discutido el último punto del orden del día y arrancado la última concesión. Un mensajero de la planta interior había informado de que la segunda conferencia había llegado a un acuerdo sobre la venta de cereales por los Estados Unidos a la Unión Soviética, en correspondencia a las concesiones hechas en la planta superior.
—Creo que eso es todo, Iván, amigo mío —dijo Campbell—. No creo que podarnos hacer más en esta fase.
El ruso levantó la mirada de las hojas de papel que tenía delante, manuscritas en caracteres cirílicos. Durante más de cien días había luchado encarnizadamente para asegurar a su país el tonelaje de cereales que necesitaba para salvarse del desastre, conservando el máximo posible de armamentos, tanto en el espacio interior como en la Europa del Este. Sabia que había tenido que hacer concesiones que habrían sido inauditas cuatro años antes en Ginebra, pero todo lo había hecho lo mejor posible, dentro del tiempo previsto.
—Creo que tiene razón, Edwin —respondió—. Ahora debemos preparar el borrador del tratado de reducción de armamentos, para someterlo a nuestros respectivos Gobiernos.
—Y el protocolo comercial —añadió Campbell—. Supongo que también lo querrán.
Sokolov se permitió una taimada sonrisa.
—Estoy seguro de que sí, y mucho —afirmó.
Durante las dos semanas siguientes, los equipos gemelos de intérpretes y taquígrafos prepararon el tratado y el protocolo comercial. De vez en cuando, los dos negociadores principales tenían que intervenir para aclarar algún punto confuso, pero la mayor parte de la redacción y de las traducciones quedaban en manos de los ayudantes. Cuando, al fin, estuvieron terminados los dos prolijos documentos, por duplicado, los dos jefes negociadores partieron hacia sus respectivas capitales para someterlos a sus amos.
Andrew Drake dejó su revista y se recostó.
—Me pregunto... —dijo.
—¿Qué? —inquirió Krim, entrando en el pequeño cuarto de estar con tres tazas de café.
Drake empujó el periódico en dirección al tártaro.
—Lee el primer artículo —dijo.
Krim leyó en silencio, mientras Drake sorbía su café. Kaminsky les observaba a los dos.
—Estás loco —dijo Krim, rotundamente.
—No —replicó Drake—. Sin un poco de audacia, nos quedaríamos sentados aquí los próximos diez años. Podría dar resultado. Mirad: dentro de una semana empezará el juicio contra Mishkin y Lazareff. El resultado ya se sabe. Nada impide que empecemos ahora a hacer los planes. En todo caso, tendremos que hacerlos, si queremos que un día salgan de la cárcel. Por consiguiente, podemos empezar. Azamat, tú estuviste con los paracaidistas en Canadá, ¿no?
—Sí —afirmó Krim—. Cinco años.
—¿Seguiste algún curso de explosivos?
—Sí. Demolición y sabotaje. Un curso de tres meses con los zapadores.
—Y, hace años, yo era muy aficionado a la electrónica y a la radio —dijo Drake—. Probablemente porque mi papaíto tenía un taller de reparaciones de radio antes de morir. Podríamos hacerlo. Necesitaríamos ayuda, pero podríamos hacerlo.
—¿Cuántos hombres más? —preguntó Krim.
—Necesitaríamos uno en el exterior, para reconocer a Mishkin y a Lazareff cuando saliesen. Este tendrías que ser tú, Miroslav. En cuanto al trabajo en si, nosotros dos, más cinco que montasen guardia.
—Jamás se ha hecho algo así —observó el tártaro, en tono de duda.
—Razón de más para que no lo esperen y no estén preparados.
—Pueden pillarnos al final —observó Krim.
—No necesariamente. Yo cargaría con todo, si no hubiese más remedio. Y, en todo caso, el judío sería la sensación del siglo. Con Mishkin y Lazareff libres en Israel, la mitad del mundo occidental aplaudiría. Todo el problema de una Ucrania libre sería aireado en todos los periódicos y revistas fuera del bloque soviético.
—¿Conoces a cinco más, dispuestos a participar en eso?
—Hace años que estoy recogiendo nombres —contestó Drake—. Hombres que están hartos y cansados de palabras. Si se enteran de lo que hemos hecho ya, sí, puedo tener cinco hombres antes de que termine el mes.
—Muy bien —aceptó Krim—. Ya que estamos metidos en esto, sigamos adelante. ¿A dónde quieres que vaya?
—A Bélgica —respondió Drake—. Necesito un apartamento grande en Bruselas. Llevaremos a los hombres allí y convertiremos el apartamento en base de operaciones del grupo.
Mientras Drake hablaba en estos términos, amanecía sobre China y los astilleros de «IHI», al otro lado del mundo El Freya estaba amarrado al muelle, pero sus máquinas zumbaban.
La noche anterior se había celebrado una larga conferencia en el despacho del presidente de «IHI», a la que habían asistido los primeros superintendentes de la Compañía y de los astilleros, los peritos mercantiles, Harry Wannerstrom y Thor Larsen. Los dos técnicos se habían mostrado de acuerdo en que todos los sistemas del gigantesco petrolero estaban en perfectas condiciones de funcionamiento. Wennerstrom había firmado el documento de entrega definitivo, haciendo constar que el Freya estaba en todo de acuerdo con lo pedido y pagado por él.
En realidad, sólo había pagado el cinco por ciento del precio al firmarse el contrato para la construcción; otro cinco por ciento, cuando la ceremonia de terminación de la quilla; otro cinco por ciento al ser botado al agua el buque, y otro cinco por ciento en el acto de la entrega oficial. El ochenta por ciento restante, más intereses, debía pagarse en ocho anualidades. Pero, oficialmente y a todos los fines, el barco era suyo. La bandera de la Compañía había sido arriada ceremoniosamente, y el casco alado azul y plata de vikingo, emblema de la «Nordia Line», ondeaba a impulsos de la brisa.
En el puente de mando, desde el que se dominaba la vasta extensión de la cubierta, Harry Wennerstrom asió a Thor Larsen del brazo, lo condujo al cuarto de la radio y, cuando hubieron entrado, cerró la puerta. Una vez cerrada, ningún ruido podía filtrarse por las paredes de la habitación.
—Es todo suyo, Thor —dijo—. A propósito: hay un ligero cambio de planes en lo que respecta a su llegada a Europa. No va a anclar fuera de puerto. No en este viaje inaugural. Sólo por esta vez, entrará en el Europort de Rotterdam con toda su carga.
Larsen miró a su patrono con incredulidad. Sabía tan bien como cualquiera que los ULCC nunca entraban completamente cargados en los puertos; permanecían fuera de ellos y se aligeraban descargando la mayor parte de su mercancía en otros petroleros más pequeños, a fin de reducir su calado en aguas poco profundas. O bien atracaban en «islas», instalaciones de tuberías sobre montantes, bastante lejos de la costa, desde las cuales se bombeaba el petróleo hacia tierra. La idea de «una novia en cada puerto» era un chiste malo para los tripulantes de los superpetroleros; con frecuencia no atracaban cerca de una ciudad en todo un año, y sólo salían de su barco por el aire en los períodos de vacaciones. Por eso las dependencias de la tripulación tenían que ser un verdadero hogar fuera del hogar.
—No podrá pasar por el canal de la Mancha —repuso Larsen.
—No va a subir por el canal —dijo Wennerstrom—. Pasará por el oeste de Irlanda y de las Hébridas, por el norte de Pentland Firth, entre las Orcadas y las Shetlands, y bajará hacia el Sur por el mar del Norte, siguiendo la línea de veinte brazas; después, esperará en el ancladero a que los prácticos le conduzcan por el canal principal hacia el estuario del Mosa. Los remolcadores lo arrastrarán desde el Anzuelo de Holanda hasta el Europort.
—Si el Freya va completamente cargado, no podrá pasar por el canal interior, desde la Boya K.I. hasta el Mosa —protestó Larsen.
—Sí que podrá —afirmó tranquilamente Wennerstrom—. En los cuatro últimos años han dragado el canal hasta una profundidad de 115 pies. Y su calado será de 98 pies. Si me pidiesen el nombre de un marino capaz de meter un buque de un millón de toneladas en Europort, daría el de usted sin vacilar, Thor. Será una dura prueba, pero déjeme alcanzar este último triunfo. Quiero que el mundo lo vea, Thor. A mi Freya. Todos estarán allí, esperándole. El Gobierno holandés, la Prensa mundial. Serán mis invitados, y se quedarán pasmados. En otro caso, nadie le vería nunca; se pasaría toda la vida lejos de la tierra.
—Está bien —aceptó pausadamente Larsen—. Pero sólo esta vez. Cuando termine con esto, habré envejecido diez años.
Wennerstrom sonrió como un chiquillo.
—Espere a que ellos lo vean —dijo—. El primero de abril. Le esperaré en Rotterdam, Thor Larsen.
Diez minutos más tarde, se había marchado. Al mediodía, con los obreros japoneses alineados a lo largo del muelle para aclamarle, el poderoso Freya soltó amarras y se dirigió a la boca de la bahía. A las dos de la tarde del 2 de febrero salió al Pacífico y puso rumbo al Sur, en dirección a las Filipinas, Borneo y Sumatra, como iniciación de su primer viaje.
El 10 de febrero, el Politburó se reunió en Moscú para estudiar, aprobar o rechazar, el borrador del tratado y del protocolo comercial anexo, negociados en Castletown. Rudin y sus partidarios sabían que, si conseguían que se aprobasen las cláusulas del tratado en esta reunión, el mismo sería firmado y ratificado en definitiva. Yefrem Vishnayev y su facción de halcones lo sabían igualmente. La sesión fue larga y sumamente polémica.
Con frecuencia se piensa que los estadistas mundiales, incluso en sus reuniones privadas, emplean un lenguaje moderado y se dirigen cortésmente a sus colegas y consejeros. Tal cosa no puede ser aplicada a varios recientes presidentes de los Estados Unidos, y es completamente incierta en lo que atañe a las sesiones secretas del Politburó. Los equivalentes rusos de las palabras de cuatro letras suenan continua y rápidamente. Sólo el melindroso Vishnayev moderaba su lenguaje, aunque su tono era ácido, al combatir con sus aliados todos los párrafos de cada concesión.
El ministro de Asuntos Exteriores, Dmitri Rykov, llevaba la voz cantante en la facción moderada.
—Hemos conseguido —dijo— la venta segura de cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales, a los precios razonables del mes de julio pasado. Sin ellas, nos habríamos enfrentado con un desastre a escala nacional. Además, nos suministrarán tecnología moderna, artículos de consumo, computadoras y material para la extracción de petróleo, por valor de casi tres mil millones de dólares. Con esto podemos hacer frente a problemas que nos han tenido en vilo durante dos decenios y solucionarlos en un plazo de cinco años.
»En contrapartida, hemos tenido que hacer algunas concesiones mínimas en materia de armamentos y de fuerzas preventivas; pero debo hacer hincapié en que eso no entorpecerá ni retrasará nuestra capacidad de dominar el Tercer Mundo y sus recursos en materias primas, dentro de los mismos cinco años. El mes de mayo último nos vimos amenazados por un desastre, pero hemos podido vencer la situación gracias a la inspirada dirección del camarada Maxim Rudin. Rechazar ahora este tratado, sería lo mismo que volver a la situación del mes de mayo, pero aún peor: nuestras últimas reservas de cereales de la cosecha de 1982 se agotarán dentro de sesenta días.