—El coronel Kukushkin entrará en la prisión de Tegel para hacer el trabajo en la noche del tres al cuatro de abril —informó Vassili Petrov a Maxim Rudin en el Kremlin, aquel mismo domingo por la mañana—. Hay allí un celador que le franqueará la entrada, le conducirá a las celdas de Mishkin y Lazareff y le hará salir por la puerta de servicio cuando todo haya terminado.
—¿Es digno de confianza el celador? ¿Es uno de los nuestros? —preguntó Rudin.
—No; pero tiene familia en Alemania del Este. Le han convencido de que debe cumplir las órdenes. Kukushkin dice que no acudirá a la Policía. Está demasiado asustado.
—Entonces, sabe para quién trabaja. Es decir, sabe demasiado.
—Kukushkin le hará callar también para siempre, en el momento de salir de la prisión. No quedará ningún rastro —aseguró Petrov.
—Ocho días —dijo Rudin—. ¡Ojalá lo haga bien!
—Lo hará —afirmó Petrov—. También él tiene familia. Dentro de ocho días, Mishkin y Lazareff estarán muertos y se habrán llevado su secreto a la tumba. Los que les ayudaron guardarán silencio, para salvar sus propias vidas. Pero aunque hablasen, nadie les creería. La gente pensaría que eran declaraciones histéricas. No; no les creería nadie.
Cuando salió el sol, la mañana del 29, sus primeros rayos iluminaron la mole del Freya a veinte millas al oeste de Irlanda, rumbo Nornordeste, a once grados de longitud, para rodear las Hébridas Exteriores.
Sus poderosas pantallas de radar habían captado la flota pesquera en la oscuridad hacía una hora, y el oficial de guardia lo había anotado cuidadosamente. Las embarcaciones más próximas estaban al Este, es decir, entre el petrolero y la costa.
El sol brilló sobre las rocas de Donegal, que aparecían como una fina raya en el horizonte del Este a los ojos de los hombres que estaban en el puente, a veinticinco metros sobre el mar. También iluminó los pequeños queches de pesca de la gente de Killybegs, que navegaban hacia el Oeste en busca de caballas, arenques y pescadillas. Y también la mole del propio Freya, parecido a un promontorio móvil, que surgía del Sur y dejaba atrás las barcas y sus oscilantes redes.
Christy O'Byrne estaba en la pequeña cabina del timón de Bernadette, de la que él y su hermano eran propietarios. Pestañeó varias veces, dejó su taza de cacao y subió de la cabina a la cubierta. Su barca era la que estaba más cerca del petrolero que pasaba.
Detrás de él, los pescadores empezaron a tocar las sirenas, y un coro de débiles alaridos turbó el silencio de la aurora. En el puente del Freya, Thor Larsen hizo una seña a su joven oficial; segundos después, el potente rugido de la sirena del Freya contestó al saludo de la flota de Killybegs.
Christy O'Byrne se apoyó en la barandilla y observó cómo llenaba el Freya el horizonte, oyó el fuerte latido de las máquinas debajo del agua y sintió que la Bernadette empezaba a balancearse en la cada vez más ancha estela del superpetrolero.
—¡Virgen santa! —dijo—. ¿Habráse visto algo más grande?
En la costa oriental de Irlanda, los compatriotas de Christy O'Byrne trabajaban aquella mañana en Dublin Castle, que, durante setecientos años había sido sede del poder británico. Cuando era pequeño, Martin Donahue, sentado en el hombro de su padre, había observado desde fuera cómo salían los últimos soldados ingleses del castillo, después de la firma del tratado de paz. Ahora, sesenta y tres años después, y a punto ya de jubilarse de su empleo al servicio del Gobierno, realizaba un trabajo de limpieza, arrastrando una aspiradora «Hoover» sobre la alfombra de color azul eléctrico de Saint Patrick's Hall.
No había estado presente en ningún acto de toma de posesión de los sucesivos presidentes, bajo el magnífico techo de Vincent Waldré, pintado en 1778; ni lo estaría dentro de doce días, cuando las dos superpotencias firmasen el Tratado de Dublín bajo los inmóviles estandartes de los hacía tiempo desaparecidos caballeros de San Patricio. El les había quitado el polvo durante cuarenta años, en espera de esta ocasión.
Rotterdam se preparaba también, aunque para una ceremonia distinta: Harry Wennerstrom llegó el día 30 y se instaló en la mejor suite del «Hotel Hilton».
Había viajado en su reactor particular, aparcado ahora en el aeropuerto municipal de Schiedam, en las afueras de la ciudad. Durante todo el día, cuatro secretarios rebulleron a su alrededor, preparando el recibimiento de dignatarios escandinavos y holandesa, de grandes personajes del petróleo y de la industria naviera, y de docenas de periodistas que, el primero de abril, asistirían a la recepción del capitán Thor Larsen y sus oficiales.
Un selecto grupo de notables y de hombres de la Prensa serían sus invitados en el terrado del moderno edificio del Control del Mosa, situado en la punta de la costa arenosa del Anzuelo de Holanda. Bien protegidos contra la cortante brisa de la primavera, observarían desde la orilla norte del estuario del Mosa cómo los seis remolcadores arrastraban al Freya en los últimos kilómetros, desde el estuario al Caland Kanal, desde éste al Beer Kanal y, por último, hasta atracar delante de la nueva refinería de petróleo de Clint Blake, en el corazón de Europort.
Mientras el Freya cerraba sus sistemas durante la tarde, el grupo regresaría en sus automóviles al centro de Rotterdam, cuarenta kilómetros río arriba, para una recepción nocturna. Esta iría precedida de una conferencia de Prensa, durante la cual Wennerstrom presentaría a Thor Larsen a la Prensa mundial.
Sabía que los periódicos y la Televisión habían alquilado helicópteros para hacer un reportaje gráfico completo de las últimas millas y del amarre del Freya.
El viejo Harry Wennerstrom estaba satisfecho.
A primeras horas del 30 de marzo, el Freya acabó de cruzar el canal entre las Orcadas y las Shetland y puso rumbo al Sur, dirigiéndose al mar del Norte. En cuanto hubo entrado en las calmadas rutas del mar del Norte, lo comunicó así, poniéndose en contacto con los oficiales de la primera base terrestre de control de tráfico, emplazada en Wick, en la costa de Caithness del extremo norte de Escocia.
Debido a su tamaño y a su calado, era un «buque con restricciones». Había reducido su velocidad a diez nudos y seguía las instrucciones que le daban desde Wick por radioteléfono VHF. A todo su alrededor, los diversos e invisibles centros de control le seguían con sus exactos aparatos de radar, manejados por expertos operarios. Estos centros están equipados con sistemas auxiliares de computadoras, capaces de asimilar rápidamente toda información sobre el tiempo, las corrientes y la densidad del tráfico.
Mientras el Freya seguía la ruta de tráfico hacia el Sur, las embarcaciones más pequeñas que se hallaban delante de él recibían vivas órdenes de apartarse de su trayecto. A medianoche pasó por delante del cabo de Flamborough, en la costa de Yorkshire, y torció más al Este, alejándose de la costa británica en dirección a Holanda. Había seguido continuamente el canal de aguas profundas, con un mínimo de veinte brazas. Sobre el puente, y a pesar de las constantes instrucciones de la costa, los oficiales observaban los datos del sonar, atentos a los bancos y a las barras de arena que elevan el fondo del mar del Norte y que se deslizaban a ambos lados del buque.
Momentos antes de la puesta del sol del 31 de marzo, en un punto situado exactamente a quince millas marinas al este del faro de Gabbard Exterior, y habiendo reducido su velocidad a cinco nudos, el gigante viró suavemente hacia el Este y avanzó hacia el profundo ancladero nocturno, situado a 52 grados Norte. Estaba a veintisiete millas al este del estuario del Mosa, a veintisiete millas de su destino y de su gloria.
En Moscú era medianoche. Adam Munro había decidido volver a pie a su casa, después de la recepción diplomática en la Embajada. Le había llevado en su coche el consejero comercial, y el suyo había quedado aparcado delante de su residencia en la Kutuzovsky Prospekt.
Al llegar a la mitad del puente de Serafimov, se detuvo a contemplar el río Moscova. A su derecha podía ver la iluminada fachada, estucada de blanco y crema, de la Embajada; a su izquierda, las oscuras y rojas murallas del Kremlin se erguían imponentes, y, sobre ellas, la planta superior y la cúpula del Gran Palacio del zar.
Hacía aproximadamente diez meses que había llegado de Londres para hacerse cargo de su nueva función. En este período había dado el golpe más grande en varias décadas dentro del campo del espionaje, «dirigiendo» al único espía que había operado para Occidente en el corazón del Kremlin. Ellos sacudirían por haber quebrantado las normas, por no haberles dicho quién era ella desde el principio, pero no podrían reducir el valor de lo que les había proporcionado.
Tres semanas más, y ella estaría lejos de aquí, sana y salva en Londres. Y él habría salido también y dimitido del servicio, para empezar una nueva vida en cualquier parte, con la única persona del mundo a quien había amado, amaba y amaría siempre.
Se alegraría de dejar Moscú, con su misterio, su ambiente siempre furtivo, su alienadora tristeza. Dentro de diez días, los americanos tendrían su tratado de reducción de armamentos; el Kremlin, sus cereales y su tecnología; el servicio, muestras de gratitud, tanto por parte de Downing Street como de la Casa Blanca. Una semana más, y él tendría a su prometida, y ella, su libertad. Encogió los hombros bajo el abrigo de cuello de piel y siguió cruzando el puente.
Cuando en Moscú es medianoche, en el mar del Norte son las diez. A las 22.00 horas, el Freya se había detenido al fin. Había navegado 7085 millas desde Chita hasta Abu Dhabi, y otras 12 015 desde allí hasta el punto en que ahora se encontraba. Permanecía inmóvil al filo de la corriente; una sola cadena de ancla se hundía desde la proa hasta el fondo del mar, quedando veinte metros de aquella sobre la cubierta. Cada eslabón de la cadena tenía casi un metro de largo, y su acero era más grueso que el muslo de un hombre.
Debido a las condiciones del barco, el capitán Larsen lo había pilotado personalmente desde las Orcadas, auxiliado por dos oficiales y el timonel. Incluso después de anclado, dejó a su primer oficial, Stig Lundquist, a su tercer piloto, Tom Keller, a uno de los daneses-americanos y a un marinero experto, de guardia en el puente durante toda la noche. Los oficiales vigilarían el ancla y el marinero inspeccionaría periódicamente la cubierta.
Aunque los motores del Freya estaban parados, sus turbinas y sus generadores zumbaban rítmicamente, suministrando la energía necesaria para mantener los sistemas en funcionamiento.
Entre éstos se hallaba el de información permanente sobre el tiempo y las corrientes, y era de observar que los últimos datos eran alentadores.
Habría cabido esperar los ventarrones de marzo; en vez de esto, una prematura zona de altas presiones, casi estacionaria sobre el mar del Norte, había traído anticipadamente a las costas un tiempo casi primaveral. El mar estaba en calma, y una corriente de un nudo de velocidad fluía hacia el Nordeste, en dirección a las islas Frisias. El cielo había estado casi despejado durante todo el día y, a pesar de un ligero frío aquella noche, prometía mantenerse igual el día siguiente.
El capitán Larsen dio las buenas noches a sus oficiales, salió del puente y bajó un piso, hasta la cubierta D. Aquí, en el extremo de estribor, tenía sus habitaciones. El espacioso y bien amueblado camarote de día tenía cuatro ventanas que dominaban el barco en toda su longitud y dos que daban a estribor. Detrás del camarote de día estaba su dormitorio y un cuarto de baño anejo al mismo. El camarote-dormitorio tenía también dos ventanas, ambas a estribor. Ninguna de las ventanas podía abrirse, salvo una de las del camarote de día, que tenía cierres de rosca que podían abrirse con la mano.
Fuera de las cerradas ventanas delanteras, la fachada de la superestructura caía verticalmente sobre cubierta; a estribor, las ventanas daban a una plataforma de acero, tres metros más abajo; más allá estaba la barandilla de estribor, y más allá, el mar. Cinco tramos de escalones de acero conducían desde la cubierta «A», que era la más baja, hasta el puente situado cinco pisos más arriba, y, en cada uno de éstos, la escalera daba a un descansillo, también de acero. Tanto la escalera como los descansillos estaban al aire libre, expuestos a los elementos. Se empleaban pocas veces, porque las escaleras interiores tenían buena calefacción.
Thor Larsen retiró la servilleta de encima del plato de pollo con ensalada que le había dejado el primer camarero, miró con añoranza la botella de whisky escocés del mueble bar y resolvió sustituirla por la cafetera. Después de comer, decidió emplear la noche en un estudio final de las cartas del canal para la última maniobra de mañana. Esta no sería fácil, y quería conocer el canal tan bien como los dos prácticos holandeses que llegarían en helicóptero, procedentes del aeropuerto Schiphol, de Amsterdam, a las 7.30, para tomar el mando. También sabía que, antes de esto, llegaría un equipo de diez hombres en lancha, a las 7.00; eran los marineros complementarios que serían necesarios para la operación de amarre.
Al dar la medianoche, se instaló en la ancha mesa de su camarote de día, desplegó las cartas y empezó a estudiarlas.
Diez minutos antes de las tres de la mañana hacía frío en el exterior, pero el cielo estaba despejado. La media luna cabrilleaba en el mar ligeramente rizado. En el puente, Stig Lundquist y Tom Keller tomaban café en amable compañía. El marinero experto examinaba las pantallas de la consola del puente.
—¡Señor —gritó—, se acerca una lancha!
Tom Keller se levantó y se acercó al marinero, que señalaba la pantalla del radar. Había una serie de puntos, estacionarios y otros moviéndose, pero todos muy lejos del Freya. Un puntito parecía acercarse desde el Sudeste.
—Probablemente una barca de pesca que quiere asegurarse de estar en el caladero al amanecer —sugirió Keller.
Lundquist miró por encima de su hombro.
Tocó un resorte para reducir el campo.
—Se está acercando mucho —informó.
En el mar, aquella lancha tenía que ver la mole del Freya. El petrolero tenía encendidas las luces de situación sobre el castillo de proa y en la popa. Además, su cubierta estaba iluminada y también la superestructura, que parecía un árbol de Navidad. Pero la lancha, en vez de virar y alejarse, describió una curva en dirección a la popa del Freya.
—Parece que quiere acercarse al costado del buque —dijo Keller.