A las once, el primer ministro Jan Grayling telefoneó desde La Haya al alcalde-gobernador de Berlín Oeste.
—¿Qué diablos pasa,
Herr Burgomeister
?
—No lo sé —gritó el desesperado funcionario berlinés—. Los ingleses dicen que casi han terminado con su maldito motor. No comprendo por qué demonios no pueden emplear un avión de pasajeros de la «British Airways», del aeropuerto civil. Nosotros pagaríamos los perjuicios inherentes a suprimir un vuelo para llevar dos pasajeros a Israel.
—Bueno, pues yo debo decirle que dentro de una hora esos locos del
Freya
van a derramar cien mil toneladas de petróleo —dijo Jan Grayling—, y que mi Gobierno hará responsable de ello a los ingleses.
—Estoy completamente de acuerdo con usted —dijo la voz de Berlín—. Todo este asunto es pura locura.
A las once y media, el suboficial Barker cerró la cubierta del motor y bajó. Se dirigió a un teléfono que había en la pared y llamó al comedor de oficiales. El comandante de la base se puso al aparato.
—Está listo, señor —anunció el técnico.
El oficial de la RAF se volvió hacia los hombres que se agrupaban a su alrededor, entre ellos, el alcaide de la prisión de Moabit y cuatro reporteros de la radio que estaban en comunicación constante con sus oficinas.
—La avería ha sido reparada —les dijo—. El avión despegará dentro de quince minutos.
Desde las ventanas del comedor observaron cómo el esbelto y pequeño reactor era remolcado al aire libre. El piloto y el copiloto subieron a bordo y pusieron en marcha ambos motores.
El alcaide entró en las celdas de los presos y les informó de que estaban a punto de partir. Su reloj marcaba las 11.35, igual que los relojes de pared.
Los dos presos, que seguían guardando silencio, fueron escoltados hasta el «Land Rover» de la PM y conducidos, junto con el alcaide alemán, al reactor que les esperaba. Seguidos del sargento mecánico de las Fuerzas Aéreas, que sería el otro único ocupante del
Dominie
en su vuelo hasta Ben Gurión, subieron la escalerilla sin mirar atrás y se acomodaron en sus asientos.
A las 11.45, el piloto comandante Jarvis abrió las dos válvulas, y el
Dominie
despegó de la pista del aeródromo de Gatow. Siguiendo instrucciones del controlador del tráfico aéreo, giró limpiamente hacia el pasillo aéreo que, en dirección Sur, conduce de Berlín Oeste a Munich, y desapareció en el cielo azul.
Dos minutos después, los cuatro reporteros hablaban en directo a sus oyentes, desde el comedor de oficiales de Gatow. Sus voces informaron a todo el mundo que, a las cuarenta y ocho horas del primer requerimiento formulado desde el
Freya
, Mishkin y Lazareff habían emprendido el vuelo hacia Israel y la libertad.
En los hogares de treinta oficiales y marineros del
Freya
, escucharon la noticia; en treinta casas de los cuatro países escandinavos, madres y esposas dieron rienda suelta a sus sentimientos, y los niños preguntaron por qué lloraba mamá.
La noticia llegó también a la flotilla de remolcadores y embarcaciones lanzadoras de detergente, desplegadas al oeste del
Argyll, y
hubo muchos suspiros de alivio. Ni los científicos ni los marinos tenían la menor duda de que no habrían podido combatir con éxito cien mil toneladas de crudo derramadas en el mar.
En Texas, el magnate del petróleo, Clint Blake, escuchó la noticia de la NBC mientras desayunaba aquel domingo bajo el sol, y exclamó:
—¡Ya era hora!
Harry Wennerstrom oyó la emisión de la BBC en su
suite
de hotel de Rotterdam y sonrió satisfecho.
En todas las redacciones de periódicos, desde Irlanda hasta el Telón de Acero, se estaban preparando las ediciones de la mañana del lunes. Equipos de escritores componían toda la historia, desde la invasión del
Freya
a primeras horas del viernes, hasta el momento actual. Se reservaban espacios para la llegada de Mishkin y Lazareff a Israel y para la liberación del
Freya
. Antes de que la primera edición entrase en prensa a las diez de la noche, habría tiempo de incluir casi todo el fin de la historia.
A las doce y veinte minutos, hora europea, el Estado de Israel accedió a las peticiones hechas desde el
Freya
para la pública concesión del derecho de residencia y para la identificación de Mishkin y Lazareff en el aeropuerto Ben Gurión, dentro de cuatro horas.
En su habitación del sexto piso del «Hotel Avia», a cinco kilómetros del aeropuerto Ben Gurión, Miroslav Kaminsky oyó la noticia en su radio portátil. Se retrepó en su sillón, con un suspiro de alivio. Al llegar a Israel a última hora de la tarde del viernes pasado, había esperado ver llegar el sábado a sus viejos camaradas partisanos. En vez de ello, había escuchado por radio el cambio de actitud del Gobierno alemán en la madrugada, el compás de espera de este día y el derramamiento del petróleo al mediodía. Y se había roído las uñas, porque no podía ayudar ni podía descansar, hasta que, en definitiva, se había tomado la decisión de liberarlos. Ahora, también para él pasarían de prisa las horas, hasta el aterrizaje del
Dominie
a las cuatro y quince, hora europea, que eran las seis y quince, hora de TelAviv.
En el
Freya
, Andrew Drake oyó la noticia de que el avión había despegado, con una satisfacción que le compensó de su fatiga. La aceptación de sus condiciones por el Estado de Israel, treinta y cinco minutos más tarde, fue puro formulismo.
—Ya están en camino —dijo a Larsen—. Cuatro horas para llegar a TelAviv, y estarán a salvo. Y cuatro horas después o incluso antes sí hay niebla, nos marcharemos nosotros. La Marina vendrá a liberarles. Le curarán la mano como es debido, y recuperará usted su tripulación y su barco... Debería estar contento.
El capitán noruego estaba hundido en su sillón, tenía amoratadas las ojeras, pero se resistía a dar al joven la satisfacción de quedarse dormido. Para él la cosa no había terminado aún, ni terminaría hasta que las peligrosas cargas explosivas hubiesen sido removidas de los depósitos y el último terrorista hubiese salido de su barco. Sabía que estaba a punto de derrumbarse. El agudo dolor de la mano se había transformado en un sordo latido que le subía por el brazo hasta el hombro, y la fatiga le hacía sentirse mareado. Pero no quería cerrar los ojos.
Levantó la vista y miró al ucraniano con desprecio.
—¿Y Tom Keller? —le preguntó.
—¿Quién?
—Mi tercer oficial, el hombre a quien mataron por la espalda sobre cubierta, el viernes por la mañana.
Drake se echó a reír.
—Tom Keller está abajo con los otros —confesó—. La ejecución fue una comedia. Uno de mis hombres se puso la ropa de Keller. Y las balas eran de fogueo.
El noruego gruñó. Drake le miró con interés.
—Puedo permitirme ser generoso —dijo— porque he ganado. Lancé a toda la Europa Occidental una amenaza contra la que nada podía hacer, y les ofrecí unas condiciones que no podían rehusar. En una palabra, no les di ninguna alternativa. Usted estuvo a punto de vencerme; estuvo a un pelo de conseguirlo.
»Desde las seis de esta mañana, en que destruyó el detonador, los comandos habrían podido tomar el buque por asalto cuando hubiesen querido. Afortunadamente, no lo saben. Pero podrían haberlo hecho si usted se lo hubiese indicado. Es usted un valiente, Thor Larsen. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Largarse de mi barco —respondió Larsen.
—Pronto lo haré; muy pronto, capitán.
Volando a gran altura sobre Venecia, el comandante Jarvis movió ligeramente los controles, y el veloz dardo de plata giró unos pocos grados al Sudeste, para iniciar la ruta a lo largo del Adriático.
—¿Como están los clientes? —preguntó al sargento. —Sentados tranquilamente, contemplando el paisaje —respondió el sargento por encima del hombro.
—Que continúen así dijo el piloto—. La última vez que viajaron en avión, acabaron matando al capitán.
El sargento se echó a reír.
—Les vigilaré —prometió.
El copiloto golpeó con el dedo el mapa que tenía sobre las rodillas.
—Tres horas para aterrizar —anunció.
Las noticias desde Gatow habían sido escuchadas también en todas partes del mundo. En Moscú, los boletines fueron traducidos al ruso y depositados sobre la mesa en un apartamento privado del extremo privilegiado de Kutuzovsky Prospekt, donde dos hombres estaban almorzando, poco después de las dos de la tarde, hora local.
El mariscal Nikolai Kerensky leyó el mensaje mecanografiado y descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¡Les han soltado! —gritó—. Se han dado por vencidos. Los alemanes y los ingleses han cedido al fin. Los dos jóvenes judíos vuelan rumbo a TelAviv.
Yefrem Vishnayev tomó en silencio el mensaje de la mano de su compañero y lo leyó. Después, se permitió una fría sonrisa.
—Esta noche —dijo—, cuando presentemos el coronel Kukushkin y sus pruebas ante el Politburó, Maxim Rudin estará acabado. Indudablemente, prosperará el voto de censura. A medianoche, Nikolai, la Union Soviética será nuestra. Y dentro de un año, lo será toda Europa.
El mariscal del Ejército Rojo escanció dos generosas raciones de vodka «Stolichnaya». Tendió uno de los vasos al teórico del partido y levantó el suyo.
—Por el triunfo del Ejército Rojo.
Vishnayev levantó su copa. Raras veces probaba el alcohol; pero había excepciones.
—Por un mundo realmente comunista —dijo.
De 16.00 a 20.00
Frente a la costa del sur de Haifa, el pequeño
Dominie
viró por última vez y empezó a descender en línea recta hacia la pista principal del aeropuerto Ben Gurión, tierra adentro cerca de Tel-Aviv.
Aterrizó exactamente después de cuatro horas y media de vuelo, a las 4.15, hora europea. Eran las 6.15 en Israel.
En el Ben Gurión, la terraza superior del edificio destinado a los pasajeros estaba llena de curiosos, sorprendidos de tener libre acceso al espectáculo en un país obsesionado por las medidas de seguridad.
A pesar de la exigencia de los terroristas del
Freya
de que no hubiese policías presentes, la rama especial israelí estaba allí. Algunos de sus miembros llevaban uniforme del personal de «El Al»; otros vendían refrescos, o barrían el vestíbulo, o se hacían pasar por taxistas. El detective inspector Avram Hirsh estaba en la camioneta de reparto de un periódico, sin hacer nada con los montones de diarios de la tarde que podían estar o no estar destinados al quiosco del vestíbulo principal.
Después de aterrizar, el avión de la Royal Air Force fue conducido por un jeep del control de tierra a la zona asfaltada de delante de la terminal de pasajeros. Aquí esperaba un grupito de funcionarios, para hacerse cargo de los dos pasajeros de Berlín.
No lejos de allí estaba también aparcado un reactor de «El Al», desde cuyas ventanillas dos hombres provistos de gemelos observaban entre las aberturas de las cortinillas las caras de los que se hallaban en la terraza. Cada uno de ellos tenía un walkie-talkie en la mano.
Miroslav Kaminsky se encontraba entre los varios cientos de personas de la terraza, confundido entre los inocentes curiosos.
Uno de los funcionarios israelíes subió la escalerilla del
Dominie
penetró en el interior de éste. Volvió a salir al cabo de dos minutos, seguido de David Lazareff y Lev Mishkin. Dos jóvenes entusiastas de la Liga de Defensa judía, que estaban en la terraza, desplegaron una pancarta que llevaban escondida debajo de sus chaquetas. En ella se leía simplemente: «Bien venidos», y estaba escrita en hebreo. También empezaron a aplaudir, hasta que varios de sus vecinos les impusieron silencio.
Mishkin y Lazareff levantaron la cabeza para mirar a la gente de la terraza, mientras eran conducidos por delante de la estación terminal, precedidos por un grupo de funcionarios y seguidos de dos policías uniformados. Varios curiosos agitaron la mano: la mayoría observó en silencio.
Desde el interior del avión de pasajeros aparcado, los hombres de la rama especial seguían observando, en busca de alguna señal de reconocimiento, por parte de los refugiados de algunos de los que estaban detrás de la barandilla.
Lev Mishkin fue el primero que vio a Kaminsky y, torciendo la boca, murmuró rápidamente algo en ucraniano. Su acción fue captada inmediatamente por un micrófono enfocado a la pareja desde una furgoneta situada a cien metros de distancia. El hombre que dirigía aquel micrófono, parecido a un rifle, no distinguió la frase; pero sí que la entendió su compañero, provisto de auriculares. Este había sido elegido precisamente porque conocía el ucraniano. Murmuró, a través del walkie-talkie:
—Mishkin acaba de hacer una observación a Lazareff. Ha dicho: «Ahí está, cerca del final de la terraza; es el de la corbata azul.»
Dentro del avión aparcado, los dos observadores enfocaron sus gemelos al final de la terraza. Entre ellos y la estación terminal, el grupo de funcionarios continuaba su solemne desfile ante los curiosos.
Mishkin desvió la mirada, después de localizar a su colega ucraniano. Lazareff paseó la suya por la hilera de caras de la terraza, descubrió a Miroslav Kaminsky y le hizo un guiño. Era cuanto necesitaba Kaminsky los presos no habían sido suplantados.
Uno de los que estaban detrás de las cortinillas del avión dijo: «Le tenemos», y empezó a hablar por su radio manual:
—Estatura mediana, poco más de treinta años, cabellos castaños, ojos castaños, viste pantalón azul, chaqueta deportiva de tweed y corbata azul. Es el séptimo u octavo empezando desde el extremo de la terraza, en dirección a la torre de control.
Mishkin y Lazareff desaparecieron en el interior del edificio. La muchedumbre de la terraza, terminado el espectáculo, empezó a dispersarse. Bajó la escalera hacia el gran vestíbulo. Al pie de aquella, un hombre de cabellos grises barría las colillas del suelo y las metía en un cubo. Al pasar la gente delante de él, descubrió a un hombre con chaqueta de tweed y corbata azul. Y siguió barriendo, mientras el hombre cruzaba el vestíbulo.
Después, el barrendero metió la mano en su cubo, sacó una cajita cuadrada, de color negro, y murmuró:
—El sospechoso se dirige a pie a la puerta de salida número cinco.
Delante del edificio, Avram Hirsh levantó un paquete de periódicos de la tarde de la caja de su camioneta y lo lanzó a una carretilla manejada por un colega suyo. El hombre de la corbata azul pasó a pocos palmos de él, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, se dirigió a un coche de alquiler que estaba allí aparcado y subió a él.