El detective inspector Hirsch cerró la puerta trasera de su camioneta, se dirigió a la portezuela correspondiente al pasajero y saltó al asiento correspondiente.
—El «Volkswagen Golf» de allí, en el aparcamiento —indicó al conductor, que era el agente detective Bentsur.
Cuando el coche de alquiler salió del aparcamiento, en dirección a la salida principal del aeropuerto, la camioneta le siguió a doscientos metros de distancia.
Diez minutos más tarde, Avram Hirsch avisó a los otros coches de la Policía que le seguían:
—El sospechoso entra en el aparcamiento del «Hotel Avia».
Miroslav Kaminsky tenía la llave de su habitación en el bolsillo. Cruzó rápidamente el vestíbulo y tomó el ascensor hasta el sexto piso, donde estaba su habitación. Sentándose en el borde de la cama, descolgó el teléfono y pidió línea. Se la dieron y empezó a marcar el número.
—Ha pedido línea —informó la telefonista al inspector Kirsch, que estaba a su lado.
—¿Puede averiguar el número que está marcando?
—No; el teléfono es automático para las llamadas locales.
—¡Maldita sea! —exclamó Hirsch—. ¡Vamos!
El y el detective Bentsur corrieron hacia el ascensor.
El teléfono de la oficina de la BBC en Jerusalén respondió al tercer timbrazo.
—¿Habla usted inglés? —preguntó Kaminsky.
—Desde luego —afirmó la secretaria israelí desde el otro extremo de la línea.
—Entonces, escuche —dijo Kaminsky—. Sólo lo diré una vez. Para que el superpetrolero
Freya
sea liberado sin el menor daño, el primer párrafo del noticiario de las seis del servicio mundial de la BBC, hora europea, debe incluir la frase: «No hay alternativa.» Si no se incluye esta frase en la primera noticia de la emisión, el barco será destruido. ¿Lo ha entendido bien?
Se hizo una pausa de varios segundos, mientras la joven secretaria del corresponsal en Jerusalén tomaba unas rápidas notas en un bloc.
—Sí, creo que sí. ¿Quién es? —preguntó.
Ante la puerta de la habitación del «Avia», dos hombres se reunieron con Avram Hirsch. Uno de ellos llevaba una escopeta de cañón corto. Ambos vestían uniforme del personal del aeropuerto. Hirsch llevaba todavía el uniforme de la compañía distribuidora de periódicos: pantalón verde, blusa verde y gorro verde. Escuchó en la puerta hasta que oyó el chasquido del teléfono al ser colgado el aparato. Después, se echó hacia atrás, sacó su revólver reglamentario e hizo una señal con la cabeza al hombre de la escopeta. Este apuntó cuidadosamente a la cerradura, disparó, y todo el conjunto metálico se desprendió de la madera. Avram Hirsch saltó delante de él, dio tres pasos en la estancia, se agachó, sosteniendo la pistola con ambas manos, apuntó al blanco y dio el alto al ocupante de la habitación.
Hirsch era un
sabra
, nacido en Israel hacía treinta y cuatro años, hijo de dos inmigrantes que habían sobrevivido a los campos de la muerte del Tercer Reich. Durante su infancia sólo se hablaba en su casa yiddish o ruso, pues tanto su padre como su madre eran judíos rusos.
Supuso que el hombre que tenía delante era también ruso, pues no tenía ningún motivo para pensar lo contrario. Por consiguiente, le dijo en ruso:
—Stoi...
Su voz retumbó en la pequeña habitación.
Miroslav Kaminsky estaba en pie junto a la cama, con la guía telefónica en la mano. Cuando se abrió de golpe la puerta, dejó caer la guía al suelo, y ésta se cerró, impidiendo que cualquier investigador pudiese ver la página en la que había estado abierta y averiguar el número al que había llamado.
Al oír aquel grito, no vio la habitación de un hotel de las afueras de TelAviv; vio una pequeña casa de campo al pie de los Cárpatos y volvió a oír los gritos de unos hombres de verde uniforme que asaltaban el refugio de su grupo. Miró a Avram Hirsch, vio el gorro y el uniforme verdes y se acercó a la ventana abierta.
Volvía a oírles, corriendo tras él entre los arbustos y gritando sin parar:
Stoi... Stoi... Stoi...
Lo único que podía hacer era correr, correr como un zorro perseguido por los sabuesos, salir por la puerta de atrás de la casa de campo y meterse en la espesura.
Retrocedió de espaldas, cruzó la puerta cristalera de la pequeña galería y, al dar con la rabadilla en la baja baranda, salió despedido por encima de ésta. Al chocar contra el suelo del aparcamiento, después de un salto de quince metros, se rompió la espina dorsal, la pelvis y el cráneo. Avram Hirsch se asomó a la barandilla, miró el cuerpo destrozado y preguntó al agente Bentsur:
—¿Por qué diablos tenía que hacerlo?
El avión de servicio que había traído a los dos especialistas de Inglaterra a Gatow la tarde anterior, emprendió el regreso hacia el Oeste poco después de despegar el
Dominie
con rumbo a TelAviv. Adam Munro subió
a él
y, haciendo uso de la autoridad que le había conferido el Gobierno, ordenó que le dejasen en Amsterdam, antes de llegar a Inglaterra.
También se había asegurado de que el helicóptero «Wessex» del
Argyll
le esperase en Schipol. Eran las cuatro y media cuando el «Wessex» se posó sobre la cubierta de popa del crucero. El oficial que recibió a Munro a bordo observó su aspecto con visible desaprobación, pero le condujo hasta el capitán Preston.
Lo único que sabía éste era que su visitante pertenecía al Foreign Office y había estado en Berlín supervisando la partida de los secuestradores hacia Israel.
—¿Quiere lavarse y asearse un poco? —le preguntó.
—Con mucho gusto —aceptó Munro—. ¿Alguna noticia del
Dominie
?
—Ha aterrizado hace quince minutos en Ben Gurión —respondió el capitán Preston—. Haré que mi camarero le planche el traje, y estoy seguro de que encontraremos una camisa a su medida.
—Preferiría un suéter grueso —repuso Munro—. Aquí hace mucho frío.
—Sí, y eso puede ser un problema para nosotros —dijo el capitán Preston—. Hay una ola de aire frío procedente de Noruega. Puede que esta tarde tengamos niebla.
Y, en efecto, poco después de das cinco se levantó una espesa niebla, al llegar el aire frío del Norte, después de la ola de calor, y establecer contacto con la tierra y el mar caldeados.
Cuando Adam Munro se hubo lavado y afeitado y puesto un suéter blanco de marino y unos pantalones negros de sarga, volvió a reunirse con el capitán Preston en el puente. La niebla se espesaba cada vez más.
—¡Maldita sea! —exclamó Preston—. Parece que todo se pone a favor de esos terroristas.
A las cinco y media, la niebla había ocultado totalmente al
Freya y
envolvía los buques de guerra, que no podían verse entre ellos, salvo por medio del radar. El
Nimrod
podía observarlos a todos, y al
Freya
, en su radar, y seguía volando en aire despejado a tres mil metros de altura. Pero el mar había desaparecido bajo lo que parecía una manta de lana gris. Justo después de las cinco, la corriente cambió de nuevo hacia el Nordeste, arrastrando la mancha de petróleo entre el
Freya y
la costa holandesa.
El corresponsal de la BBC en Jerusalén era un hombre de gran experiencia en la capital israelí y tenía muchas y buenas relaciones. En cuanto se enteró de la llamada telefónica recibida por su secretaría, llamó a un amigo suyo del servicio de seguridad.
—Este es el mensaje —le dijo—, y voy a enviarlo seguidamente a Londres. Pero no tengo la menor idea sobre la persona que telefoneó.
Su interlocutor rió entre dientes.
—Envíe el mensaje —dijo—. En cuanto al hombre del teléfono, sabemos quién es. Gracias.
Muy poco después de las cuatro y media llegó al
Freya
la noticia radiada de que Mishkin y Lazareff habían aterrizado en el aeropuerto Ben Gurión.
Andrew Drake se
echó
atrás en su silla y lanzó una exclamación.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó a Thor Larsen—. ¡Están en Israel!
Larsen asintió lentamente con la cabeza. Trataba de no pensar en el continuo dolor de su mano herida.
—Le felicito —dijo, sarcásticamente—. Tal vez ahora podrán abandonar mi barco e irse al diablo.
Sonó el teléfono del puente. Hubo un rápido intercambio de frases en ucraniano, y Larsen oyó que el que llamaba lanzaba un grito de júbilo.
—Más pronto de lo que usted se imagina —dijo a Larsen—. El vigía de la chimenea dice que un grueso banco de niebla avanza desde el Norte hacia esta zona. Con un poco de suerte, ni siquiera tendremos que esperar a que anochezca. La niebla será aún mejor para nuestros fines. Lo único que lamento es que cuando nos marchemos, tendré que esposarle y sujetarle a la pata de la mesa. Pero la Marina le liberará al cabo de un par de horas.
El noticiario radiofónico de las cinco incluyó un despacho de Tel-Aviv en el sentido de que se habían cumplido las condiciones impuestas por los secuestradores en lo referente a la recepción de Mishkin y Lazareff en el aeropuerto Ben Gurión. Ahora, el Gobierno israelí mantendría bajo custodia a los dos hombres llegados de Berlín, hasta que el
Freya
fuese abandonado sin mayores perjuicios. En el caso de que no se hiciese así, el Gobierno israelí consideraría nulo su compromiso y enviaría de nuevo a la cárcel a Mishkin y Lazareff.
En el camarote de día del
Freya
, Drake se echó a reír.
—No tendrán necesidad de hacerlo —dijo a Larsen—. Ahora, ya no importa lo que me suceda a mí. Dentro de veinticuatro horas, esos dos hombres celebrarán una conferencia de Prensa internacional. Y, cuando lo hagan, capitán Larsen, cuando lo hagan, descargarán un golpe como nunca se haya visto contra las murallas del Kremlin.
Larsen observó a través de la ventana cómo se hacía la niebla más espesa a cada instante.
—Los comandos pueden ampararse en esa niebla para tomar el
Freya por
asalto —dijo—. Sus faros no servirían ya de nada. Dentro de pocos minutos no podrán ver las burbujas que los hombres rana produzcan en el agua.
—Eso ya no importa —replicó Drake—. Nada importa ahora. Salvo que Mishkin y Lazareff tengan su oportunidad de hablar. Por eso se ha hecho todo. Y por eso ha valido la pena todo lo que hemos hecho.
Los dos judíos ucranianos habían sido llevados en una furgoneta de la Policía, desde el aeropuerto Ben Gurión a la jefatura superior de Policía de Tel-Aviv, y encerrados en celdas separadas. El primer ministro, Golen, estaba dispuesto a cumplir su parte en el trato: liberar a los dos hombres, a cambio de la salvación
del Freya
, de su tripulación y de su carga. Pero no consentiría que el desconocido Svoboda le hiciese ninguna jugarreta.
Para Mishkin y Lazareff, era la tercera celda que ocupaban en un día; pero ambos sabían que sería la última. Al despedirse en el pasillo, Mishkin hizo un guiño a su amigo y le gritó en ucraniano:
—No estaremos en Jerusalén el año próximo: estaremos allí mañana.
En una oficina del piso alto, el superintendente jefe del lugar hizo una llamada telefónica de rutina al médico de la Policía, para que reconociese a los dos recién llegados, y el médico prometió acudir inmediatamente. Eran las siete y media, hora de Tel-Aviv.
Los últimos treinta minutos antes de las seis transcurrieron en el
Freya
con lentitud de caracol. En el camarote de día, Drake había sintonizado su radio con el servicio mundial de la BBC y esperaba con impaciencia el noticiario de las seis.
Azamat Krim, ayudado por tres de sus compañeros, bajó una cuerda desde la borda del petrolero hasta la sólida barca de pesca que se balanceaba junto al casco del buque desde hacía dos días y medio. Una vez estuvieron los cuatro en la parte descubierta de la barca, empezaron los preparativos para que el grupo pudiese abandonar el
Freya
.
A las seis sonaron las campanadas en el Big Ben de Londres y empezó la emisión del noticiario de la tarde.
«Habla el servicio mundial de la BBC. Son las seis de la tarde en Londres, y éstas son las noticias que les ofrece Peter Chalmers.»
Cambió la voz. En el cuarto de oficiales del
Argyll
, el capitán Preston y la mayoría de sus oficiales, agrupados alrededor de la radio, escucharon al locutor. El capitán Mike Manning hizo lo propio en el
USS Moran, y
la misma emisión fue escuchada en Downing Street, en La Haya, en Washington, en París, en Bruselas, en Bonn y en Jerusalén. En el
Freya
, Andrew Drake permanecía inmóvil, observando la radio sin pestañear.
«Hoy, en Jerusalén, el primer ministro, Benyamin Golen, ha manifestado que, habiendo llegado de Berlín Oeste los dos presos, David Lazareff y Lev Mishkin, no tiene más alternativa que cumplir su compromiso de poner en libertad a los dos hombres, siempre que el superpetrolero
Freya
sea liberado, con su tripulación sana y salva...»
—No tiene más alternativa —gritó Drake—. Esta es la frase. Miroslav lo ha hecho.
—Ha hecho, ¿qué? —preguntó Larsen.
—Los ha reconocido. Son ellos. No hay ninguna suplantación.
Se recostó en su silla y lanzó un profundo suspiro.
—Todo ha terminado, capitán Larsen. Le alegrará saber que nos marchamos.
En el armario personal del capitán había un par de esposas, con sus llaves, para el caso de tener que sujetar a alguien a bordo. Se habían dado casos de locura en el mar. Drake puso una de las esposas en la muñeca derecha de Larsen y la cerró. Sujetó la otra a la pata de la mesa. La mesa estaba atornillada al suelo. Drake se detuvo en el umbral de la puerta y dejó las llaves de las esposas sobre un estante.
—Adiós, capitán Larsen. Tal vez no lo crea usted, pero lamento haber tenido que derramar ese petróleo. Nunca habría ocurrido, si esos imbéciles no hubieran tratado de engañarme. También lamento lo de su mano, que igualmente se habría podido evitar. No volveremos a vernos; por consiguiente, le digo adiós.
Cerró la puerta del camarote con llave, bajó corriendo los tres tramos de escalera hasta la cubierta «A» y salió al exterior, donde estaban agrupados sus hombres. Llevaba su radio de transistores.
—¿Todo listo? —preguntó a Azamat Krim.
—Todo listo —respondió el tártaro de Crimea.
—¿Todo en orden? —preguntó Drake al ucranianoamericano que era experto en embarcaciones pequeñas.
El hombre asintió con la cabeza y respondió:
—Todos los sistemas funcionan.