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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (67 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Los marineros y los infantes de Marina observaban en absoluto silencio aquel infierno que empezaba a sólo cien metros delante de ellos, y algunos se tapaban la cara para resguardarla del intenso calor.

En mitad del fuego, surgió una llamarada alta, como si hubiese explotado un depósito de gasolina. El petróleo ardiente no hacía el menor ruido, al extinguirse los destellos de su breve vida.

Desde el centro del incendio, rodando sobre el agua, un solo grito humano llegó a oídos de los marineros:

—Shche ne vmerla Ukraina...

Después, silencio. Las llamas menguaron, temblaron y se extinguieron. Volvió a caer la niebla.

—¿Qué diablos quiere decir eso? —murmuró el comandante de la
Cutlass
.

Fallon se encogió de hombros.

—No lo sé. Alguna jerga extranjera.

Detrás de ellos, Adam Munro contemplaba los últimos fulgores de las llamas moribundas.

—Traducido libremente —dijo—, quiere decir: «Ucrania resucitará.»

E
PÍLOGO

Eran las ocho de la tarde en Europa Occidental, las diez de Moscú, y hacía una hora que el Politburó estaba reunido.

Yefrem Vishnayev y sus partidarios empezaban a impacientarse. El teórico del partido sabía que contaba con fuerza suficiente; era inútil seguir esperando. Se puso amenazadoramente en pie.

—Camaradas, los comentarios generales están muy bien, pero no conducen a ninguna parte. Yo he solicitado esta reunión especial de Presidium del Soviet Supremo con un fin, y es que veamos si el Presidium tiene que seguir depositando su confianza en la dirección de nuestro querido secretario general, el camarada Maxim Rudin.

»Todos hemos escuchado los argumentos en pro y en contra del llamado Tratado de Dublín, concerniente a los envíos de cereales que nos han prometido los Estados Unidos, y al precio, a mi modo de ver exageradísimo, que tendríamos que pagar por ello.

»Y últimamente nos hemos enterado de la fuga a Israel de los asesinos Mishkin y Lazareff, hombres que, según se ha demostrado sin la menor sombra de dura, fueron los autores del asesinato de nuestro querido camarada Yuri Ivanenko. Mi moción es la siguiente: que el Presidium del Soviet Supremo no puede seguir confiando en el camarada Rudin para la dirección de los asuntos de nuestra gran nación. Señor secretario general, pido que se ponga a votación esta moción.

Se sentó. Se hizo un silencio. Incluso para los principales actores, y mucho más para los peces menudos que se hallan presentes, la caída de un gigante del poder del Kremlin es un momento terrible.

—Los que voten a favor de la moción... —dijo Maxim Rudin. Yefrem Vishnayev levantó la mano. El mariscal Nikolai Kerensky le imitó. Vitautas, el lituano, hizo lo propio. Hubo una pausa de varios segundos. Mujamed, el tadjik, levantó la mano. Entonces sonó el teléfono. Rudin contestó a la llamada, escuchó y colgó el aparato.

—Desde luego —dijo, impasiblemente—, no voy a interrumpir la votación; pero acabo de recibir unas noticias que pueden interesarles.

»Hace dos horas, Mishkin y Lazareff han muerto, repentinamente, en sus celdas de los sótanos de la jefatura de Policía de TelAviv. Un colega suyo se mató al arrojarse desde el balcón de un hotel de las afueras de la misma ciudad. Hace una hora, los terroristas que secuestraron el
Freya
en el mar del Norte, para liberar a aquellos hombres, murieron en un mar de petróleo ardiente. Ninguno de ellos llegó a abrir la boca. Y ahora, ninguno de ellos podrá hacerlo jamás.

»Y ahora creo que podemos continuar la votación sobre la propuesta del camarada Vishnayev...

Las miradas se desviaron, calculadoras, y se fijaron sobre el mantel de la mesa.

—Los que voten en contra de la moción —murmuró Rudin.

Vassili Petrov y Dmitri Rykov levantaron la mano. Después lo hicieron el georgiano Chavadze, Shuskin y Stepanov.

Petryanov que en una ocasión había votado con la facción de Vishnayev, miró las manos levantadas, percibió de dónde soplaba el viento, y levantó la suya.

—Séame permitido —dijo Komarov, de Agricultura— expresar mi satisfacción personal de poder votar, con toda confianza, en favor de nuestro secretario general.

Levantó la mano. Rudin le sonrió.

«¡Bergante! —pensó—. Yo mismo te echaré de aquí a patadas.»

—Entonces, con mi propio voto en contra, queda rechazada la moción por ocho votos en contra y cuatro a favor —indicó Rudin—. Creo que no hay más asuntos de que tratar.

No los había.

Doce horas más tarde, el capitán Thor Larsen estaba de nuevo en el puente del
Freya y
observaba el mar a su alrededor. Había sido una noche memorable. Los marinos británicos le habían encontrado y liberado hacía doce horas, cuando estaba a punto de derrumbarse. Expertos de la Marina habían bajado cautelosamente a los depósitos del superpetrolero y arrancado los detonadores de la dinamita, y subido cuidadosamente las bombas desde las entrañas del buque hasta la cubierta, donde las habían desmontado.

Manos vigorosas habían quitado los cerrojos de la puerta detrás de la cual se hallaban encerrados los tripulantes desde hacía sesenta y cuatro horas, y los marineros liberados habían gritado y bailado de alegría. Y se habían pasado toda la noche haciendo llamadas personales a sus padres y a sus esposas.

Un médico de la Marina había acostado a Thor Larsen en su litera y había curado delicadamente su herida, lo mejor que había podido en aquellas condiciones.

—Desde luego, necesitará una intervención quirúrgica —dijo el médico al noruego—. Pero todo estará preparado cuando llegue en helicóptero a Rotterdam. ¿De acuerdo?

—No —replicó Larsen, a punto de desmayarse—. Iré a Rotterdam, pero en el
Freya
.

El médico había limpiado y vendado la mano rota, administrando antibióticos contra la infección y morfina contra el dolor. Antes de que hubiese terminado, Thor Larsen se había dormido.

Manos expertas habían conducido durante la noche una serie de helicópteros que se habían elevado para aterrizar en la cubierta del
Freya
, transportando a Wennerstrom, que iba a inspeccionar su barco, y a los hombres que ayudarían en la maniobra de entrada en el puerto. El bombero había encontrado sus piezas de recambio y reparado las bombas de control de la carga. Se había trasvasado petróleo de uno de los depósitos llenos al que había sido vaciado, para restablecer el equilibrio; y se habían cerrado todas las válvulas.

Mientras el capitán dormía, el primero y segundo oficiales habían examinado el
Freya
palmo a palmo, desde la proa hasta la popa. El primer mecánico había revisado minuciosamente sus adoradas máquinas, comprobando todos los sistemas, para asegurarse de que nada estaba averiado.

Durante las horas nocturnas, los remolcadores y las lanchas del servicio de incendios habían vertido disolvente concentrado en la zona del mar donde todavía quedaba espuma del petróleo derramado, aunque la mayor parte de éste había ardido en el breve holocausto producido por las granadas de magnesio del capitán Manning.

Momentos antes de la aurora, Thor Larsen se había despertado. El mayordomo le había ayudado cariñosamente a ponerse su ropa, el uniforme de gala de capitán de la «Nordia Line» que había insistido en ponerse. Había deslizado con cuidado la mano herida dentro de la manga con cuatro galones dorados y, después, la había descansado en el cabestrillo que colgaba de su cuello.

A las ocho de la mañana se plantó en el puente, junto a sus primero y segundo oficiales. Los dos prácticos de Control del Mosa estaban también allí, y el más viejo llevaba su «caja parda» de navegación, para mayor seguridad.

Para sorpresa de Thor Larsen, el mar, al norte, al
sur y
al oeste del
Freya
, estaba atestado. Había barcas de arrastre procedentes del Humber y del Scheldt y buques de pesca de Lorient y St. Malo, de Ostende y de la costa de Kent. Barcos mercantes de diversos pabellones se mezclaban con buques de guerra de cinco flotas de la OTAN, dentro y fuera de un radio de tres millas.

A las ocho y dos minutos, las gigantescas hélices del
Freya
empezaron a girar y el grueso cable del ancla arrancó ésta del fondo del océano. Debajo de la popa surgió un gran torbellino de blanca espuma.

En el cielo trazaban círculos cuatro aviones provistos de cámaras de televisión, que mostraban a un mundo expectante la llegada de la diosa de los mares.

Al extenderse la estela detrás de ella y ondear al viento el emblema del casco de vikingo de la compañía, el mar del Norte se llenó de una algarabía de sonidos.

Pequeñas sirenas que parecían agudos silbatos, estruendosos rugidos y alaridos agudos, resonaron sobre el agua, cuando más de cien capitanes de barcos pequeños o grandes, pacíficos o de guerra, hicieron al
Freya
el saludo tradicional de los marinos.

Thor Larsen contempló el poblado mar a su alrededor y el camino despejado que conducía a la Boya Número Uno del Euro. Después, se volvió al práctico holandés, que estaba a la espera.

—Señor práctico, le ruego que señale la ruta hacia Rotterdam.

El domingo 10 de abril, en Saint Patrick's Hall, Dublin Castle, dos hombres se acercaron a la gran mesa de roble colocada allí para este fin, y tomaron asiento.

En la Minstrel Gallery, las cámaras de televisión atisbaban a través de los arcos la mesa inundada de luz blanca y transmitían las imágenes a todo el mundo.

Dmitri Rykov estampó cuidadosamente su firma, en nombre de la Unión Soviética al pie de los dos ejemplares del Tratado de Dublín, encuadernados en tafilete rojo, y los pasó a David Lawrence, que firmó en nombre de los Estados Unidos.

A las pocas horas, los primeros barcos cargados de cereales, que esperaban frente a Murmansk y Leningrado, Sebastopol y Odessa, avanzaron en dirección a sus respectivos puertos de amarre.

Una semana más tarde, las primeras unidades de combate emplazadas a lo largo del telón de acero empezaron a cargar sus equipos y a retirarse de las alambradas.

El jueves, 14, la acostumbrada reunión del Politburó en el edificio del Arsenal no tuvo nada de rutinaria.

El último que entró en el salón, porque le retuvo en el exterior un comandante de la guardia del Kremlin fue Yefrem Vishnayev.

Cuando cruzó el umbral, observó que las caras de todos los otros once miembros estaban vueltas hacia él. Maxim Rudin parecía rumiar en la presidencia de la mesa en forma de T. A cada lado del palo de la T había cinco sillones, y todos ellos estaban ocupados. Sólo había un asiento vacante: el situado en la punta de la mesa, de cara a la presidencia.

Yefrem Vishnayev, con aire impasible, avanzó despacio hacia aquel asiento, conocido vulgarmente como «sillón penal». Iba a asistir por última vez a una reunión del Politburó.

El 18 de abril, un pequeño carguero se balanceaba en el mar Negro, a diez millas de la costa de Rumania. Momentos antes de las dos de la madrugada, una lancha rápida se separó del buque mercante y se lanzó a toda velocidad hacia la costa. Se detuvo a tres millas de ésta, y un marinero sacó una potente linterna, apuntó con ella a la invisible playa e hizo una señal: tres destellos largos y tres cortos. No hubo respuesta desde la playa. El hombre repitió cuatro veces la señal. Tampoco hubo respuesta.

La lancha rápida dio media vuelta y volvió al buque mercante. Una hora más tarde, los del barco la guardaron bajo cubierta y se envió un mensaje a Londres.

Londres respondió con otro mensaje cifrado, dirigido a la Embajada británica en Moscú:

—Lamentamos que
el Ruiseñor
no haya acudido a la cita. Sugerimos regreso a Londres.

El 25 de abril se celebraba una sesión plenaria del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética en el Palacio de Congresos, dentro del Kremlim. Habían venido delegados de toda la Unión, algunos de ellos después de viajar varios miles de kilómetros.

De pie en el estrado, debajo de la desmesurada cabeza de Lenin, Maxim Rudin pronunció su discurso de despedida.

Empezó refiriéndose a la crisis con que se había enfrentado su país hacía un año; hizo una descripción del hambre y la miseria, que puso los cabellos de punta a sus oyentes. Siguió explicando la brillante operación diplomática gracias a la cual, y siguiendo las órdenes del Politburó, Dmitri Rykov se había reunido con los americanos en Dublín y conseguido de ellos el envío de cereales en cantidades que no tenían precedentes, además de importaciones de tecnología y de computadoras, todo ello a un coste mínimo. No mencionó para nada las concesiones en materia de armamentos. Recibió una ovación que duró diez minutos.

Volviendo su atención a la cuestión de la paz mundial, recordó a todos el constante peligro en que ponían a la paz las ambiciones territoriales e imperialistas del Occidente capitalista, ayudados ocasionalmente por enemigos de la paz de la propia Unión Soviética.

Esto era demasiado y producía un inmenso dolor. Pero —siguió diciendo, mientras levantaba un dedo acusador— esas personas que conspiraban en secreto con los imperialistas habían sido descubiertas y anuladas, gracias a la continua vigilancia del incansable Yuri Ivanenko, muerto hacía una semana en un hospital, después de una larga y valerosa lucha contra la dolencia cardíaca que le consumía.

Al oír los presentes la noticia de esta muerte, hubo grandes exclamaciones de espanto y de condolencia por el camarada desaparecido, que les había salvado a todos. Rudin levantó una mano pesarosa, pidiendo silencio.

Pero —les dijo— Ivanenko había tenido un ayudante muy capacitado, antes de su ataque al corazón, en su siempre fiel camarada de armas Vassili Petrov, el cual le había sustituido desde el principio de su enfermedad y había completado la tarea de salvaguardar a la Unión Soviética, como gran campeona mundial de la paz. Hubo una ovación para Vassili Petrov.

Precisamente porque había sido descubierta y destruida la conspiración de la facción enemiga de la paz, dentro y fuera de la Unión Soviética —siguió diciendo Rudin—, había podido la URSS, en su continua lucha por la distensión y la paz, reducir su programa de fabricación de armas por primera vez en muchos años. Y así, gracias a la vigilancia del Politburó y a su identificación de los verdaderos enemigos de la paz, en adelante se podría dedicar una parte mayor del esfuerzo nacional a la producción de bienes de consumo y mejoras sociales.

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