Drake miró su reloj. Eran las seis y veinte minutos.
—Muy bien. A las seis cuarenta y cinco, Azamat tocará la sirena, y la barca y el primer grupo saldrán al mismo tiempo. Azamat y yo saldremos diez minutos más tarde. En cuanto lleguéis a la costa holandesa, debéis separaros, actuando cada cual por su cuenta.
Miró por encima de la borda. Junto a la barca de pesca, dos botes rápidos hinchables, «Zodiac», oscilaban sobre el mar brumoso. Ambos habían sido sacados de la barca e hinchados en la última hora. Una de ellas era del modelo de cuatro metros y cuarto, y tenía capacidad para cinco hombres. En la más pequeña, de tres metros, podían ir cómodamente dos. Con los motores fuera borda de cuarenta caballos, podían alcanzar una velocidad de treinta y cinco nudos en un mar en calma.
—Ahora ya no tardarán —dijo el comandante Simon Fallon, de pie junto a la borda de proa de la
Cutlass
.
Las tres lanchas rápidas de patrulla, hasta entonces invisibles desde el
Freya
, habían sido apartadas del costado occidental del
Argyll y
estaban ahora amarradas debajo de la popa, con las proas apuntando al lugar donde se hallaba el
Freya
, envuelto en la niebla, a cinco millas de distancia.
Los hombres del SBS se habían repartido a razón de cuatro por cada lancha, y todos iban armados de fusiles ametralladores, granadas de mano y cuchillos. Una de las lanchas, la
Sabre
, llevaba también a bordo cuatro expertos en explosivos de la Royal Navy, y sería la que se dirigiría al
Freya
para liberarlo, en cuanto el
Nimrod
que sobrevolaba el lugar anunciase que la barca de los terroristas se había apartado del superpetrolero y alcanzado una distancia superior a las tres millas. La
Cutlass y
la
Scimitar
perseguirían a los terroristas y les darían caza, antes de que pudiesen perderse en el laberinto de islotes y caletas de la costa holandesa al sur del Mosa.
El comandante Fallon estaría al mando del grupo de persecución de la
Cutlass
. A su lado, y para disgusto suyo, estaba el hombre del Foreign Office, míster Munro.
—Resguárdese bien cuando nos acerquemos a ellos —le dijo Fallon—. Sabemos que tienen metralletas y pistolas, y tal vez algo más. Personalmente, no comprendo por qué se empeña en venir.
—Digamos que siento un interés personal por esos bastardos —dijo Munro— y, en particular, por míster Svoboda.
—¡También yo! —gruñó Fallon—. Y Svoboda es mío.
A bordo del
USS Moran
, Mike Manning había oído la noticia de la llegada de Mishkin y Lazareff a Israel, sanos y salvos, y se había sentido tan satisfecho como Drake en el
Freya
. Para él, como para Thor Larsen, era el fin de una pesadilla. Ya no tendría que bombardear el
Freya
. Lo único que sentía era que las lanchas rápidas de la Royal Navy tendrían el placer de perseguir a los terroristas, cuando éstos emprendiesen la huida. La angustia que había sentido Manning durante un día y medio se había convertido ahora en ira.
—Me gustaría echarle la zarpa a ese Svoboda —confesó el comandante Olsen—. ¡Con qué satisfacción le retorcería el cuello!
Como en el
Argyll
, las pantallas de radar del
Brunner
, del
Breda
y del
Montcalm
, barrieron el océano en busca de señales de que la barca de pesca se alejaba del costado
del Freya
. Pasadas las seis y cuarto, no había aún ninguna señal.
El cañón de proa del
Moran
, todavía cargado, giró en su torre blindada, dejando de apuntar al
Freya y
haciéndolo a un lugar vacío, a tres millas al sur de aquél.
A las ocho y diez, hora de TelAviv, Lev Mishkin estaba de pie en su celda subterránea cuando sintió un dolor en el pecho. Algo duro como una piedra parecía crecer rápidamente en su interior. Abrió la boca para gritar, pero se le cortó el aliento. Se dobló hacia delante, cayó de bruces y expiró sobre el suelo de la celda.
Delante de la puerta de la celda había un policía israelí de guardia permanente, con instrucciones de mirar al interior al menos cada dos o tres minutos. Menos de sesenta segundos después de la muerte de Mishkin, aplicó un ojo a la mirilla. Lo que vio le hizo lanzar un grito de espanto y meter frenéticamente la llave en la cerradura para abrir la puerta. Un compañero que estaba en el pasillo, más abajo, frente a la puerta de Lazareff, oyó el grito y corrió en su ayuda. Entraron juntos en la celda de Mishkin y se inclinaron sobre la postrada figura.
—Está muerto —farfulló uno de los dos.
El otro salió corriendo al pasillo y pulsó el timbre de alarma. Después, corrieron a la celda de Lazareff y penetraron en ella.
El segundo preso estaba doblado sobre la cama, apretados los brazos sobre el cuerpo, en un paroxismo de dolor.
—¿Qué le pasa? —gritó uno de los guardias.
Pero lo dijo en hebreo, idioma que Lazareff no comprendía. El moribundo logró pronunciar cuatro palabras en ruso. Ambos guardias las oyeron claramente y pudieron más tarde repetir la frase a unos oficiales que lograron traducirla:
—Jefe... de... KGB... muerto.
Fue todo lo que dijo. Su boca dejó de moverse, y el hombre yació de costado sobre la litera, fija su mirada ciega en el uniforme azul que tenía delante.
El timbre de alarma hizo que acudiesen el superintendente jefe, una docena de oficiales destinados allí y el médico, que había estado tomando café en el despacho del jefe de Policía.
El doctor reconoció rápidamente a los dos hombres, observando su boca, su cuello y sus ojos, tomándoles el pulso y auscultando su pecho. Terminado su trabajo, salió de la segunda celda. El superintendente le siguió al pasillo; estaba terriblemente preocupado.
—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó al médico.
—Más tarde les haré la autopsia —dijo el doctor—, si no la encargan a otro. En cuanto a lo que ha pasado, puedo asegurar que han sido envenenados.
—Pero no han comido nada —protestó el policía—. Ni han bebido nada. Precisamente iban a servirles la cena. ¿Puede haber sido en el aeropuerto..., en el avión...?
—No —respondió el médico—. Un veneno de acción lenta no habría surtido efecto con tanta rapidez y simultáneamente. Los sistemas corporales varían demasiado. O bien se envenenaron ellos mismos, o bien se les administró una fuerte dosis de veneno instantáneo, que muy bien pudiera ser cianuro potásico, cinco o diez segundos antes de su muerte.
—Eso es imposible —gritó el jefe de Policía—. Mis hombres estuvieron delante de las celdas en todo momento. Ambos presos fueron cacheados y registrados antes de entrar en ellas. Se les examinó la boca, el ano, todo. No llevaban cápsulas de veneno escondidas. Además, ¿por qué tenían que suicidarse? Acababan de conseguir la libertad.
—No lo sé —respondió el médico—, pero ambos murieron envenenados, con pocos segundos de diferencia.
—Voy a telefonear inmediatamente al despacho del primer ministro —dijo tristemente el superintendente jefe, y salió de su oficina.
El consejero de seguridad personal del primer ministro, como casi todos los demás hombres de Israel, era un ex soldado. Pero el hombre a quien todos los que estaban en un radio de diez kilómetros del Knesset llamaban simplemente
Barak no
había sido nunca un soldado corriente. Había empezado como paracaidista a las órdenes del comandante Rafael Eytan, el legendario
Raful
. Después, había sido trasladado y se había convertido en comandante de la distinguida Unidad 101 del general Arik Sharon, donde había permanecido hasta que una bala le había dado en la rótula, un amanecer, durante un asalto a una casa de apartamentos de Beirut donde se alojaban unos palestinos.
Desde entonces se había especializado en el campo más técnico de las operaciones de seguridad, imaginando lo que él habría hecho para matar al primer ministro israelí e invirtiendo los términos, para proteger a su señor. El fue quien recibió la llamada de TelAviv y entró en el despacho donde estaba trabajando Benyamin para darle la noticia.
—¿Dentro de las mismas celdas? —repitió el asombrado primer ministro—. Entonces debieron de tomarse ellos mismos el veneno.
—Yo no lo
creo
así —negó
Barak
—. Tenían motivos más que sobrados para desear vivir.
—Entonces, ¿han sido asesinados?
—Así parece, señor primer ministro.
—¿Quién podía desear su muerte?
—La KGB, naturalmente. Uno de ellos murmuró algo sobre la KGB, en ruso. Parece que dijo que el jefe de la KGB quería su muerte.
—Pero ellos no estuvieron en poder de la KGB. Hace doce horas, estaban en la prisión de Moabit. Después, estuvieron ocho horas en manos de los ingleses. Y después, dos horas con nosotros. Mientras han estado en nuestro poder, no han tomado nada; ni comida, ni bebidas; nada. Por consiguiente, ¿cómo han podido absorber un veneno de efecto instantáneo?
Barak
se acarició la barbilla, y un destello de comprensión brilló en sus ojos.
—Hay una manera, señor primer ministro. Una cápsula de acción retardada.
Cogió una hoja de papel y trazó un diagrama.
—Es posible proyectar y confeccionar una cápsula como ésta. Se compone de dos mitades; una de ellas está surcada de manera que puede enroscarse en la otra mitad antes de que la víctima la trague.
El primer ministro contempló el diagrama con creciente furor. —Prosiga —ordenó.
—Una mitad de la cápsula es de una sustancia cerámica, tan inmune a los efectos de los jugos gástricos del cuerpo humano como a los del ácido mucho más fuerte que lleva en su interior. Además, es lo bastante resistente como para no romperse por la acción de los músculos de la garganta al tragarla.
»La otra mitad es de un compuesto plástico, lo bastante fuerte como para resistir los jugos gástricos, pero no el ácido que lleva dentro. En esta segunda porción está el cianuro. Entre ambas mitades, hay una laminilla de cobre. Al juntarse las dos porciones, el ácido empieza a corroer aquella laminilla. La víctima traga la cápsula. Varias horas más tarde, según el grueso del cobre, el ácido lo ha quemado y pasa a través de la lámina. Es el mismo principio que se emplea en ciertos tipos de detonadores a base de ácido.
»Cuando el ácido atraviesa la laminilla de cobre, destruye rápidamente la cubierta de plástico de la segunda cámara, y el cianuro pasa al cuerpo de la víctima. Creo que este efecto puede retrasarse hasta diez horas, momento en que la cápsula indigestible ha llegado al intestino grueso. En cuanto sale el veneno, la sangre lo absorbe rápidamente y lo envía al corazón.
Barak
había visto al primer ministro irritado, e incluso furioso, en otras ocasiones. Pero nunca pálido y tembloroso de ira como ahora.
—Conque me han enviado dos hombres con cápsulas de veneno dentro del cuerpo —susurró— dos bombas de relojería ambulantes, programadas para estallar cuando llegasen a nuestras manos, ¿eh? Israel no será acusado de este crimen. Publique inmediatamente la noticia de estas muertes. En seguida, ¿ha comprendido? Y diga que se está realizando, ahora mismo, un examen patológico. Es una orden.
—Si los terroristas no han abandonado aún el
Freya
—observó
Barak
, esta noticia podría hacerles cambiar de idea.
—Los responsables del envenenamiento de Mishkin y Lazareff habrían tenido que prevenirlo —gritó el primer ministro Golen—. Por poco que retrasásemos el anuncio, Israel sería acusado de haberles asesinado. Y esto no puedo consentirlo.
La niebla no se levantaba; antes al contrario, se espesaba más y más. Cubría el mar desde la costa de East Anglia hasta las Walcherens. Envolvía a la flotilla de embarcaciones dispersas, que se resguardaban al oeste de los buques de guerra, y a los propios barcos de la Armada. Formaba remolinos alrededor de la
Cutlass
, la
Sabre y
la
Scimitar
, que esperaban bajo la popa del
Argyll
, con los motores zumbando suavemente, dispuestas a lanzarse en persecución de su presa. Y también cubría con un sudario al mayor petrolero del mundo, anclado entre los barcos de guerra y la costa holandesa.
A las seis y cuarenta y cinco minutos, todos los terroristas, menos dos, bajaron al mayor de los botes rápidos hinchables. Uno de los dos que se habían quedado, el ucranianoamericano, saltó a la vieja barca de pesca que les había traído hasta allí, y miró hacia arriba.
Desde la borda, Andrew Drake asintió con la cabeza. El hombre apretó el botón de puesta en marcha, y el sólido motor tosió y se animó. La proa de la barca apuntaba hacia el Oeste, y el timón estaba sujeto con una cuerda para mantener el rumbo.
El terrorista aceleró gradualmente el motor, conservando la marcha en punto muerto.
Oídos atentos, humanos y electrónicos, captaron el ruido del motor por encima del agua; inmediatamente se cruzaron órdenes y preguntas entre los barcos de guerra, y entre el
Argyll y el Nimrod
, que seguía evolucionando en lo alto. El piloto del avión de reconocimiento consultó su pantalla de radar, pero no descubrió el menor movimiento en el mar que se extendía debajo de él.
Drake habló rápidamente a través de su radio manual, y Azamat Krim, que estaba en el puente, apretó el botón de la sirena del
Freya
.
El aire se llenó de ruido estruendoso, al romper la sirena el silencio de la niebla y del mar en calma.
En el puente del
Argyll
, el capitán Preston gruñó, impaciente.
—Están tratando de ahogar el ruido del motor de la barca —observó—. No importa; la captaremos con el radar en cuanto se separe del costado del
Freya
.
Segundos después, el terrorista que estaba en la barca puso la marcha «adelante», y la embarcación de pesca, con el motor funcionando a muchas revoluciones, arrancó violentamente y se apartó de la popa
del Freya. El
terrorista dio un salto, agarró la cuerda que pendía encima de él, levantó los pies y dejó que la barca vacía se deslizase por debajo de su cuerpo. A los dos segundos, aquella se había perdido de vista, en dirección a los buques de guerra que esperaban al Oeste.
El terrorista se balanceó en el extremo de la cuerda y, después, descendió al bote rápido donde le aguardaban sus cuatro compañeros. Uno de éstos tiró de la correa del motor; el fuera borda tosió y rugió; los cinco hombres se agarraron a los asideros y el timonel aceleró. El motor se sumergió en el agua y el bote hinchable se separó de la popa del
Freya
, alzó el morro desafiador y empezó a surcar el mar en calma, en dirección a la costa de Holanda.