De 15.00 a 21.00
El automóvil personal de sir Nigel Irvine, transportando a Barry Ferndale y Adam Munro, llegó al 10 de Downing Street unos segundos antes de las tres. Cuando la pareja fue introducida en la sala de espera del despacho de la primer ministro, el propio sir Nigel estaba ya allí. Saludó fríamente a Munro.
—Espero que su insistencia en presentar su informe personalmente a la primer ministro estará plenamente justificada, Munro —dijo.
—Creo que así será, sir Nigel —respondió Munro.
El director general del SIS miró con aire burlón a su subordinado. El hombre estaba visiblemente agotado, y el asunto de
el Ruiseñor
había sido muy duro para él. Sin embargo, eso no era una excusa suficiente para romper la disciplina. Se abrió la puerta del despacho y apareció sir Julian Flannery.
—Pasen, caballeros —indicó.
Adam Munro no conocía personalmente a la primer ministro. Esta, a pesar de llevar dos días sin dormir, parecía tranquila y descansada. Saludó primero a sir Nigel y, después estrechó la mano a los dos hombres a quienes no conocía: Barry Ferndale y Adam Munro.
—Míster Munro —comenzó—, permítame expresar, ante todo, que lamento haber tenido que ponerle a usted en una situación difícil y en posible peligro a su agente en Moscú. No deseaba hacerlo, pero la respuesta a la pregunta del presidente Matthews tenía, realmente, importancia internacional, y no empleo esta frase a la ligera.
—Gracias por decirlo, señora —respondió Munro.
Ella siguió explicando que, precisamente entonces, mientras estaba hablando, el capitán del
Freya
, Thor Larsen, aterrizaba en la cubierta del crucero
Argyll
para celebrar una conferencia; y que, para las diez de la noche, estaba previsto que un equipo de hombres rana del SBS asaltaría el
Freya
, en un intento de aniquilar a los terroristas, antes de que pudiesen hacer funcionar su detonador.
La cara de Munro adquirió la dureza del granito al oír esto.
—Lo cual quiere decir, señora —dijo, claramente—, que si el comando tiene éxito, el secuestro habrá terminado, los dos presos de Berlín se quedarán donde están y la probable ruina de mi agente habrá sido en vano.
Ella tuvo el acierto de parecer sumamente afligida.
—Sólo puedo reiterarle mis disculpas, míster Munro. El plan de tomar el
Freya
por asalto no ha sido concebido hasta primeras horas de la pasada madrugada, ocho horas después de que Maxim Rudin dirigiese su ultimátum al presidente Matthews. Pero usted había hablado ya con
el Ruiseñor
. Era imposible dar una contraorden al agente.
Sir Julian entró en el despacho y dijo a la primer ministro: —Ahora van a poner la comunicación, señora.
La primer ministro pidió a sus tres visitantes que tomaran asiento. Se había instalado un altavoz en un rincón de su despacho, y unos hilos conducían a la antesala contigua.
—Caballeros, va a empezar la conferencia en
el Argyll
. Escuchemos, y después nos explicará míster Munro la razón del extraordinario ultimátum de Maxim Rudin.
Cuando Thor Larsen se apeó en la cubierta del crucero británico, después de su vertiginoso viaje de ocho kilómetros, suspendido del «Wessex», al rugido de los motores sobre su cabeza se juntó la aguda bienvenida de las gaitas de ordenanza.
El capitán
del Argyll
avanzó unos pasos, saludó y tendió la mano.
—Richard Preston —saludó.
Larsen correspondió al saludo y le estrechó la mano.
—Bien venido a bordo, capitán —deseó Preston.
—Gracias —repuso Larsen.
—¿Le importa que bajemos al cuarto de oficiales?
Los dos capitanes pasaron del aire libre al mayor camarote del crucero, que era el cuarto de oficiales. Una vez allí, el capitán Preston hizo las presentaciones.
—El Excelentísimo señor Jan Grayling, primer ministro de los Países Bajos. Creo que ya han hablado ustedes por teléfono... Su Excelencia Konrad Voss, embajador de la República Federal Alemana... El capitán Desmoulins, de la Marina francesa; De Jong, de la Marina holandesa; Hasselmann, de la Marina alemana, y el capitán Manning, de la Marina de los Estados Unidos.
Mike Manning alargó la mano y miró a los ojos al barbudo noruego.
—Me alegro de conocerle, capitán.
Se le atragantaron las palabras. Thor Larsen le miró una fracción de segundo más que a los otros jefes navales, y siguió adelante.
—Por último —siguió el capitán Preston—, permita que le presente al comandante Simon Fallon, de los comandos de la Royal Marine.
Larsen miró al bajo y cuadrado infante de Marina y sintió la dureza de su mano en la suya. «A fin de cuentas —pensó—, Svoboda tenía razón.»
A invitación del capitán Preston, se sentaron todos alrededor de la ancha mesa.
—Capitán Larsen, debo dejar bien claro que nuestra conversación será grabada y transmitida directamente sin posible interferencia, desde este camarote a Whitehall, donde la primer ministro de Gran Bretaña estará escuchando.
Larsen asintió con la cabeza. Su mirada se volvía constantemente al americano; todos los demás le observaban con interés; en cambio el marino de los Estados Unidos miraba fijamente la mesa de caoba.
—Antes de empezar, ¿puedo ofrecerle algo? —preguntó Preston—. ¿Una bebida? ¿Algo de comer? ¿Té? ¿Café?
—Sólo un café, gracias. Sin azúcar.
El capitán Preston hizo una seña a un camarero que estaba en la puerta y desapareció en seguida.
—Se ha convenido que, para empezar, formularé la pregunta que interesa y preocupa a todos nuestros Gobiernos —siguió diciendo el capitán Preston—. Los señores Grayling y Voss han aceptado amablemente esto. Desde luego, cada cual puede hacer cualquier pregunta que yo pueda olvidar. Así, pues, en primer lugar, ¿puedo preguntarle, capitán Larsen, lo que sucedió en la madrugada de ayer?
«¿Fue realmente ayer?», pensó Larsen. Sí; las tres de la madrugada del viernes, y ahora eran las tres y cinco de la tarde del sábado. Sólo habían pasado treinta y seis horas. ¡Y parecían una semana!
Breve y claramente, describió el secuestro del
Freya
durante la guardia de noche; con qué facilidad subieron los atacantes a bordo y encerraron a la tripulación en el cuarto de la pintura.
—Entonces, ¿son siete? —preguntó el comandante de infantería de Marina—. ¿Está seguro de que no son más?
—Completamente seguro —afirmó Larsen—. Sólo siete.
—¿Y sabe usted quiénes son? —preguntó Preston—. ¿Judíos?
—¿Arabes? ¿De las Brigadas Rojas?
Larsen miró, sorprendido, los rostros que le rodeaban. Había olvidado que, fuera del
Freya
, nadie sabía quiénes eran los secuestradores.
—No —respondió—. Son ucranianos. Nacionalistas ucranianos. El jefe se hace llamar simplemente Svoboda. Me dijo que significa «libertad» en ucraniano. Siempre hablan entre ellos en lo que parece ser ucraniano. Con toda seguridad, es una lengua eslava.
—Entonces, ¿por qué diablos quieren la liberación de dos judíos rusos presos en Berlín? —preguntó, furioso, Jan Grayling.
—No lo sé —respondió Larsen—. El jefe dice que son amigos suyos.
—Un momento —intervino el embajador Voss—. Todos nos hemos dejado sugestionar por el hecho de que Mishkin y Lazareff son judíos y desean ir a Israel. Pero ambos proceden de Ucrania, de la ciudad de Lvov. Mi Gobierno no pensó que podían ser también guerrilleros ucranianos.
—¿Por qué creen que la liberación de Mishkin y Lazareff ayudará a la causa nacionalista ucraniana? —preguntó Preston.
—No lo sé —contestó Larsen—. Svoboda no quiso decírmelo; se lo pregunté, estuvo a punto de contestarme, pero lo pensó mejor. Sólo dijo que la liberación de esos dos hombres sería tan funesta para el Kremlin, que podría provocar un levantamiento popular masivo.
Los rostros de los hombres que le rodeaban reflejaron una total incomprensión. Las últimas preguntas sobre la distribución del barco, el lugar donde estaban Svoboda y Larsen, y las posiciones de los guerrilleros, se llevaron otros diez minutos. Por último, el capitán Preston miró a los otros capitanes y a los representantes de Holanda y Alemania. Todos asintieron con la cabeza. Preston se inclinó hacia delante.
—Bueno, capitán Larsen, creo que ha llegado el momento de decírselo. Esta noche, el comandante Fallon y un grupo de compañeros suyos se acercarán al
Freya
buceando, subirán a bordo y eliminarán a Svoboda y a sus hombres.
Se echó atrás, para observar el efecto de sus palabras.
—No —replicó Thor Larsen, pausadamente—. No lo harán.
—Perdón, ¿qué ha dicho?
—Que no habrá ataque submarino, a menos que quieran ustedes que el
Freya
sea volado y hundido. Esto es lo que Svoboda me envió a decirles.
El capitán Larsen repitió, punto por punto, el mensaje de Svoboda a Occidente. Antes de que se pusiera el sol, se encenderían las luces del
Freya. El
hombre del castillo de proa sería retirado; toda la cubierta anterior, desde la proa hasta la base de la superestructura, quedaría intensamente iluminada.
En las dependencias interiores, todas las puertas que daban al exterior serían cerradas por dentro con llave y cerrojo. Y también se cerrarían todas las puertas interiores, para impedir el acceso a través de una ventana.
El propio Svoboda, con su detonador, permanecería dentro de la superestructura, ocupando uno de los más de cincuenta camarotes existentes en ella. Todas las luces de todos los camarotes serían encendidas, y se descorrerían todas las cortinas.
Un terrorista permanecería en el puente, en comunicación por walkie-talkie con el hombre de lo alto de la chimenea. Los otros cuatro patrullarían continuamente junto a la borda de toda la zona de popa del
Freya
, provistos de potentes focos, con los que escrutarían la superficie del mar. A la menor señal de burbujas o de alguien trepando por el costado del buque, el terrorista haría un disparo. El hombre de la chimenea daría la alarma al centinela del puente, el cual avisaría por teléfono al camarote ocupado por Svoboda. Esta línea telefónica estaría abierta toda la noche. Al oír la voz de alarma, Svoboda apretaría el botón rojo.
Cuando terminó su explicación se hizo un silencio alrededor de la mesa.
—¡El muy bastardo! —exclamó, furioso, el capitán Preston. Todos los del grupo fijaron la mirada en el comandante Fallon, que observaba a Larsen sin pestañear.
—¿Y bien, comandante? —preguntó Grayling.
—Podríamos subir a bordo por la proa —intervino Fallon. Larsen movió la cabeza.
—El centinela del puente les vería a la luz de los focos —dijo—. No llegarían a la mitad de la cubierta
anterior
.
—En todo caso, pondremos una trampa en la lancha que tienen para escapar —dijo Fallon.
—Svoboda pensó también en esto —replicó Larsen—. Van a llevarla a popa, donde estará bien iluminada por las luces de cubierta.
Fallon se encogió de hombros.
—Entonces, sólo nos resta el ataque frontal —dijo—: salir del agua disparando, emplear más hombres, subir a bordo contra toda oposición, derribar la puerta y entrar, uno a uno, en todos los camarotes.
—Imposible negó —firmemente Larsen—. No saltarían la borda antes de que Svoboda se enterase y nos enviase a todos al otro mundo.
—Debo decir que estoy de acuerdo con el capitán Larsen —terció Jan Grayling—. No creo que el Gobierno holandés apruebe una misión suicida.
—Ni el Gobierno de Alemania Federal —dijo Voss. Fallon intentó un último recurso.
—Usted está casi siempre a solas con él, capitán Larsen. ¿Sería capaz de matarle?
—Lo haría de buen grado —respondió Larsen—. Pero si está pensando en darme un arma, quíteselo de la cabeza. Cuando regrese, me registrarán minuciosamente, antes de que pueda acercarme a Svoboda. Si me encontrasen un arma, ejecutarían a otro de mis hombres. No voy a llevar nada a bordo. Ni armas, ni veneno.
—Temo que esto ha terminado, comandante Fallon —dijo el capitán Preston—. La operación no daría resultado.
Se levantó de la mesa.
—Bueno, caballeros, si no hay más preguntas para el capitán Larsen, creo que poco más podemos hacer. Ahora tenemos que informar a los Gobiernos afectados. Capitán Larsen, gracias por el tiempo que nos ha dedicado y por su paciencia. En mi camarote personal hay alguien que desea hablarle.
Thor Larsen salió del cuarto de oficiales precedido por una ordenanza. Mike Manning le siguió con mirada llena de angustia. La anulación del plan de ataque por el grupo del comandante Fallon hacía revivir la terrible posibilidad de que tuviese que cumplir las instrucciones llegadas de Washington aquella mañana.
El ordenanza abrió la puerta del camarote particular de Preston, para que entrase el capitán noruego. Lisa Larsen se levantó del borde de la cama, donde había estado sentada contemplando a través de la ventana la oscura silueta del
Freya
.
—Thor —saludó.
Larsen cerró la puerta de una patada. Abrió los brazos y estrechó en ellos a la mujer que se precipitó a su encuentro.
—Hola, ratoncito de las nieves.
En el despacho particular de la primer ministro, en Downing Street, terminó la transmisión desde el
Argyll
.
—Nada que hacer —dijo sir Nigel, expresando lo que pensaban todos.
La primer ministro se volvió hacia Munro.
—Bien, míster Munro, parece que sus noticias no serán tan académicas como pensábamos. Si la explicación puede ayudarnos a salir de este atasco, sus riesgos no habrán sido en vano. En pocas palabras, ¿por qué se comporta Maxim Rudin de este modo?
—Porque, como todos sabemos, su supremacía en el Politburó pende de un hilo desde hace meses...
—Por el asunto de las concesiones sobre armamentos a los norteamericanos —le interrumpió mistress Carpenter—. Esa es la cuestión que quiere aprovechar Vishnayev para derribarle.
—Señora, Yefrem Vishnayev ha jugado fuerte, para conquistar el poder supremo en la Unión Soviética y no puede retroceder. Pondrá todos los medios a su alcance para derribar a Rudin, porque si no lo hace, a los ocho días de la firma del Tratado de Dublín, Rudin le destruirá. Los dos hombres de Berlín pueden dar a Vishnayev el instrumento que necesita para que uno o dos miembros del Politburó cambien de bando y se unan a la facción de los halcones.