—Supongo que podrán cubrirlos —dijo ansiosamente sir Rupert.
«Lloyd's» era más que una compañía; era una institución, y, dado que el Departamento de sir Rupert cuidaba de la Marina Mercante, el hombre se sentía directamente afectado.
—¡Oh, sí! Podremos cubrirlos. Tendremos que hacerlo —afirmó sir Murray—. Lo malo es que una cantidad tan importante tendría que reflejarse en las ganancias invisibles del país, correspondientes al año. En realidad, podría romper el equilibrio. Y, si hubiese que solicitar otro préstamo del FML...
—El asunto es de competencia de los alemanes, ¿sabe? —indicó Mossbank—. En realidad, nada podemos hacer.
—Sin embargo, se podría presionar un poco a los alemanes en esta cuestión. Desde luego, los secuestradores de aviones son unos bastardos; pero en estas circunstancias, ¿por qué no dejar que se larguen esos dos incordios de Berlín? Cuanto más lejos se vayan, tanto mejor será.
—Déjele en mis manos —dijo Mossbank—. Veré lo que puedo hacer.
En su fuero interno, sabía que no podía hacer nada. El informe confidencial que había guardado en su caja fuerte decía que el comandante Fallon iría allí en kayak dentro de once horas, y, hasta entonces, la orden de la primer ministro era que se retuviese la línea.
A media mañana el canciller Dietrich Busch recibió la noticia del proyectado ataque de los submarinistas en el curso de una entrevista privada con el embajador británico. Eso le apaciguó muy poco.
—¡Conque se trataba de eso! —exclamó, cuando hubo examinado el proyecto desplegado ante sus ojos—. ¿Por qué no pudieron decírmelo antes?
—Porque no estábamos seguros de que fuese factible —dijo suavemente el embajador, de acuerdo con las instrucciones recibidas—. Estuvimos trabajando en ello durante toda la tarde de ayer y toda la noche última. Al amanecer, tuvimos la seguridad de que era perfectamente realizable.
—¿Qué probabilidades de éxito consideran que tienen? —preguntó Dietrich Busch.
El embajador carraspeó.
—Calculamos que las probabilidades son de tres a uno a nuestro favor —respondió—. El sol se pone a las siete y media. A las nueve, la oscuridad es total. Nuestros hombres actuarán a las diez de esta noche.
El canciller consultó su reloj. Faltaban doce horas. Si los ingleses intentaban la acción y tenían éxito, sus hombres rana se llevarían buena parte del mérito, pero también se lo reconocerían a él, por mantenerse firme. Si fracasaban, la responsabilidad sería de ellos.
—Así, pues, todo depende ahora de ese comandante Fallon. Está bien, señor embajador, continuaré representando mi papel hasta las diez de esta noche.
Aparte sus baterías de misiles dirigidos, el
USS Moran
estaba armado con dos cañones navales «Mark 45», de 125 mm; uno en la proa y el otro en la popa. Eran del tipo más moderno, apuntados por radar y controlados por computadora.
Cada uno de ellos podía disparar un cargador entero de veinte granadas, en rápida sucesión y sin tener que recargar, y la secuencia de los diversos tipos de proyectil podían predeterminarse en la computadora.
Habían quedado muy atrás los viejos tiempos en que las municiones de los cañones navales tenían que sacarse manualmente del pañol, elevarse mecánicamente a la torre del cañón y ser introducidas en la recámara por sudorosos artilleros. En el
Moran
, las granadas eran seleccionadas según su tipo y efectos por las computadoras, de entre las del pañol de municiones; los proyectiles eran subidos automáticamente a la torre, y los cañones eran cargados, disparados, vaciados, vueltos a cargar y disparados de nuevo, sin que la mano del hombre tuviese que intervenir para nada.
La puntería se hacía por radar; los ojos invisibles del barco buscaban el blanco de acuerdo con instrucciones programadas; afinaban la puntería teniendo en cuenta el viento, la distancia y los movimientos del blanco y del propio barco, y después, la mantenían hasta nueva orden. La computadora trabajaba en armonía con los ojos del radar, absorbiendo en fracciones de segundo la menor desviación del propio
Moran
, del blanco o de la fuerza del viento. Una vez fijada la puntería, nada importaba que el blanco empezase a moverse, y el
Moran
podía ir a donde quisiera; los cañones se desplazarían simplemente y en silencio sobre sus soportes, manteniendo fijas sus mortales bocas sobre el punto al que debían ir a parar sus granadas. Un mar encrespado podía obligar al
Moran a
cabecear y a mecerse; el blanco podía guiñar y oscilar; nada de eso importaba, porque lo compensaba la computadora. Incluso la pauta a seguir por las granadas disparadas podía predeterminarse.
Para mayor seguridad, el oficial de artillería podía observar el blanco con ayuda de una cámara montada a gran altura, y dar nuevas instrucciones al radar y a la computadora, si quería cambiar de blanco.
El capitán Mike Manning observaba el
Freya
desde la borda con grave atención. Quienquiera que hubiese aconsejado al presidente, había hecho un buen trabajo. Si el
Freya
vertía en el mar su millón de toneladas de crudo, el daño producido por la contaminación del agua sería enorme. Pero si el cargamento era incendiado estando aún en los depósitos, o a los pocos segundos de partirse el buque, ardería. En realidad, haría más que arder: explotaría.
Normalmente, es muy difícil quemar el petróleo crudo; pero, si se calienta lo bastante, alcanza inevitablemente su punto de ignición y se inflama. El crudo Mubarraq que transportaba el
Freya
era el más ligero de todos, y, si se introducían masas de magnesio inflamado, que ardían a más de 1000 grados centígrados, en el interior del casco, se lograría aquel efecto y aún sobraría un buen margen de calor. El noventa por ciento del cargamento no llegaría nunca al mar en forma de petróleo, sino que se inflamaría, formando una bola de fuego de más de 3000 metros de altura.
Todo lo que quedaría del cargamento sería una capa de espuma, que se deslizaría sobre la superficie del mar, y un negro penacho de humo del tamaño de la nube que se cernió antaño sobre Hiroshima. Del barco propiamente dicho no quedaría nada; pero el problema de la contaminación se reduciría a proporciones que permitirían solucionarlo. Mike Manning envió a buscar a su oficial artillero, teniente Chuck Olsen.
—Quiero que cargue y prepare el cañón de proa —ordenó, lisa y llanamente.
Olsen empezó a tomar nota de las órdenes:
—Proyectiles: tres perforadoras semiblindadas; cinco estrellas de magnesio; dos explosivas potentes. Total: diez. Después, repetir la serie. Total: veinte.
—Sí, señor. Tres PSB, cinco estrellas, dos EP. Repetir la misma fórmula.
—La primera granada, sobre el blanco; la siguiente, doscientos metros más adelante; la tercera, a otros doscientos metros. Después, en dirección contraria, las cinco estrellas de magnesio, a intervalos de cuarenta metros. Después, otra vez adelante, con las dos de alta potencia, a cien metros la una de la otra.
El teniente Olsen anotó las órdenes de su capitán. Manning miró por encima de la borda. A cinco millas de distancia, la proa del
Freya
apuntaba directamente al
Moran
. La operación, tal como la había dictado, haría que las granadas perforadoras cayesen en línea desde la punta del
Freya
hasta la base de la superestructura; después, las de magnesio retrocederían hasta la proa, y después, las explosivas avanzarían de nuevo hacia la superestructura. Las perforadoras semiblindadas rajarían la cubierta metálica sobre los depósitos, de la misma manera que un bisturí raja la piel; las estrellas de magnesio caerían en una línea de cinco en las aberturas; las explosivas empujarían el crudo inflamado hacia todos los depósitos de babor y estribor.
—Comprendido, mi capitán. ¿Dónde ha de caer la primera granada?
—A diez metros sobre la proa del
Freya
.
La pluma de Olsen se detuvo sobre el papel de su bloc. El teniente miró fijamente lo que acababa de escribir; después, levantó la mirada hacia el
Freya
, anclado a cinco millas de distancia.
—Capitán —indicó muy despacio—, si hace usted eso, el buque no sólo se hundirá, no sólo arderá, no sólo explotará. Se evaporará.
—Esas son mis órdenes, míster Olsen —replicó impertérrito Manning.
El joven suecoamericano estaba palidísimo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Hay treinta marineros escandinavos a bordo!
—Míster Olsen, conozco las circunstancias. O cumple usted mi orden y prepara el cañón, o dígame que se niega a hacerlo. El oficial de artillería se cuadró.
—Cargaré y prepararé el cañón como usted ordena, capitán Manning —respondió—; pero no lo dispararé. Si alguien debe apretar ese condenado botón tendrá que hacerlo usted mismo.
Hizo un saludo perfecto y se alejó, en dirección al puesto de control de fuego, debajo de la cubierta.
«No tendrás que hacerlo —pensó Manning, junto a la borda—. Si el propio presidente me lo ordena, dispararé yo mismo. Después dimitiré.»
Una hora más tarde, el «Westland Wessex» del Argyll llegó sobre el
Moran y
descolgó un oficial de la Royal Navy sobre la cubierta. El oficial pidió hablar en privado con el capitán Manning y fue conducido al camarote del americano.
—Con los saludos del capitán Preston, señor —dijo el mensajero, entregando a Manning una carta de Preston.
Cuando aquél hubo acabado de leerla, se retrepó en su asiento como un reo librado de la horca. La carta le decía que los ingleses despacharían un equipo de hombres rana armados, a las diez de la noche, y que todos los Gobiernos habían convenido en no emprender ninguna acción independiente en el intervalo.
Mientras los dos oficiales hablaban a bordo del USS
Moran
, el avión de pasajeros que traía a Adam Munro a Occidente estaba cruzando la frontera soviéticopolaca.
Al salir de la tienda de juguetes de la plaza Dzerzhinsky, Munro se había dirigido a una cabina pública y telefoneado al jefe de la cancillería de su Embajada. Le había dicho al sorprendido diplomático, en lenguaje cifrado, que había descubierto lo que querían saber sus superiores, pero que no volvería a la Embajada, sino que marchaba directamente al aeropuerto para tomar el avión del mediodía.
Cuando el diplomático hubo informado de esto al Foreign Office, y éste lo hubo transmitido al SIS, y se envió un mensaje en el sentido de que Munro mandase sus noticias por telégrafo, era ya demasiado tarde. Munro estaba tomando su avión.
—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó sir Nigel Irvine a Barry Ferndale, en la jefatura del SIS en Londres, cuando se enteró de que su pájaro anunciador de tormenta regresaba a casa volando.
—No tengo la menor idea —respondió el jefe de la sección soviética—. Quizás
el Ruiseñor
ha sido descubierto y él quiere volver urgentemente, antes de que estalle el incidente diplomático. ¿Debo ir a recibirle?
—¿Cuándo aterriza?
—A las dos menos cuarto, hora de Londres —respondió Ferndale—. Creo que debería ir. Parece que trae la respuesta a la pregunta del presidente Matthews. Francamente, siento curiosidad por saber qué demonio puede ser.
—También yo —confesó sir Nigel—. Tome un coche que tenga teléfono y manténgase en contacto conmigo, personalmente.
A las doce menos cuarto, Drake envió uno de sus hombres a buscar al bombero del
Freya y
llevarlo al cuarto de control del cargamento, en la cubierta «A». Dejando a Thor Larsen bajo la vigilancia de otro terrorista, bajó al cuarto de control, sacó los fusibles del bolsillo y los colocó en su sitio. Las bombas tuvieron de nuevo energía para funcionar.
—¿Qué hacen para descargar la mercancía? —preguntó al marinero—. Alguien sigue apuntando a su capitán con una metralleta, y haré que la dispare si intentan algún truco.
—El sistema de tuberías del barco termina en un solo punto; un haz de tubos al que llamamos múltiple —dijo el bombero—. Las mangueras de la instalación de tierra son enchufadas al múltiple. Después, se abren las grandes válvulas del múltiple y comienza el bombeo.
—¿Cuál es su velocidad de descarga?
—Veinte mil toneladas por hora —respondió el hombre—. Durante la descarga se mantiene el equilibrio del barco extrayendo la mercancía de varios tanques en diferentes puntos del barco, simultáneamente.
Drake había observado que una ligera corriente fluía hacia el Nordeste, a un nudo por hora, en dirección a las islas Frisias. Señaló un depósito en la mitad del
Freya y
en el lado de babor.
—Abra la válvula maestra de aquél —ordenó.
El hombre vaciló un segundo, pero obedeció.
—Bien —dijo Drake—. Cuando se lo ordene, ponga las bombas en funcionamiento y vacíe todo el depósito.
—¿Al mar? —preguntó el bombero, con incredulidad.
—Al mar —repitió con voz hosca Drake—. El canciller Busch va a saber lo que significa realmente la presión internacional.
Al acercarse el mediodía del sábado, 2 de abril, Europa contuvo el aliento. Todos sabían que los terroristas habían ejecutado ya a un marinero, porque alguien había violado el espacio aéreo de encima del barco, y había amenazado con otra ejecución o con verter petróleo crudo a las doce en punto.
El
Nimrod
que había sustituido al del jefe de escuadrilla Latham había casi agotado el carburante a las once de la mañana, por lo que Latham había regresado a su puesto, y sus cámaras habían empezado a zumbar al transcurrir los últimos minutos que faltaban para el mediodía.
Muchas millas por encima de él, un satélite espía «Cóndor» transmitía un chorro continuo de imágenes, que llegaban a la pantalla de televisión del Salón Oval, donde se hallaba sentado un ojeroso presidente norteamericano. El
Freya
apareció delicadamente en el cuadro, surgiendo como un dedo de la parte inferior.
En Londres, hombres de categoría e influencia se hallaban reunidos delante de una pantalla, en el salón de sesiones del Gabinete, observando las imágenes captadas por el
Nimrod
. Este había empezado a transmitir a las doce menos cinco, y las fotos eran transmitidas al Datalink del
Argyll
y, de allí, a Whitehall.
A lo largo de las barandillas del
Montcalm
, del
Breda
, del
Brunner
, del
Argyll y
del
Moran
, marinos de cinco naciones se pasaban los gemelos de mano en mano. Sus oficiales, desde los puntos más altos que podían alcanzar, permanecían con sus catalejos pegados a los ojos.