—Hemos de encontrar un lugar donde pasar la noche —propuso Josep.
Guillem asintió. Por suerte el tiempo era suave, pero estaban en pleno invierno en el norte de España, lo cual significaba que el aire se volvería crudo y gélido sin previo aviso.
—Lo más importante es protegerse en caso de que empiece a soplar el viento —dijo.
Pronto llegaron a un amplio túnel de alcantarillado de piedra que corría bajo el camino y estuvieron de acuerdo en que era un lugar idóneo.
—Aquí estaremos bien, salvo que caiga un chaparrón, en cuyo caso nos ahogaremos —dijo Josep.
La función de aquel conducto era canalizar las aguas de un arroyo que discurría bajo la carretera y las vías, aunque los años de sequía habían reducido su caudal. Dentro de la enorme tubería el aire se calentaba y aquietaba y en el suelo se acumulaba una arena suave y limpia.
Apenas les costó unos pocos minutos recoger un montón de leña pequeña del lecho del arroyo. Josep llevaba todavía en el bolsillo unas cuantas cerillas del puñado que le había dado Peña y enseguida tuvieron encendida una hoguera pequeña pero briosa que crepitaba y les aportaba luz y calor.
—Creo que me iré al sur. Quizás a Valencia o a Gibraltar. Incluso puede que a África —dijo Guillem.
—...Vale. Vayámonos al sur.
—No, yo prefiero irme solo, Josep. Peña sabe que somos buenos amigos. Tanto él como la policía buscarán a dos hombres que viajen juntos. Un hombre solo se puede fundir con más facilidad en cualquier entorno, o sea que será más seguro que viajemos solos. Y nos buscarán cerca de casa, así que debemos alejarnos de Cataluña. Si yo me voy al sur, tú deberías ir al norte.
Parecía de sentido común.
—Pues yo creo que no deberíamos separarnos —dijo Josep, con terquedad—. Cuando dos amigos viajan juntos, si uno de ellos se mete en algún problema, el otro está ahí para ayudarle.
Se miraron. Guillem bostezó.
—Bueno, lo consultaremos con la almohada. Mañana lo volvemos a hablar —concluyó.
Durmieron a ambos lados del fuego. Guillem se durmió enseguida y roncó con fuerza, mientras que Josep se mantuvo despierto mucho rato y de vez en cuando añadía otro palo al fuego. La pila de ramitas casi había desaparecido cuando al fin cedió al sueño, y al poco la llama se convirtió en un círculo de ceniza con el corazón encendido.
Cuando se despertó, el fuego estaba tan frío y gris como el día.
—¿Guillem? —preguntó.
Estaba solo.
Pensó que Guillem se habría ido a mear y se permitió dormir un poco más.
Cuando se volvió a despertar, había algo más de calor en el aire. El sol se colaba dentro del túnel de alcantarillado.
Seguía solo.
—Eh —llamó. Se puso en pie con dificultad—. ¿Guillem? —insistió—. ¡Guillem!
Salió de la tubería y trepó hasta la carretera, pero no vio ninguna criatura viva en dirección alguna.
Llamó a Guillem unas cuantas veces más, sintiendo que el desánimo crecía en su interior.
Espoleado por una duda repentina, echó una mano al bolsillo y sintió alivio al notar que el fajo de billetes que le habían dado Nivaldo y su padre seguía allí.
Aunque... parecía distinto.
Lo sacó del bolsillo, contó los billetes y vio que habían desaparecido siete pesetas, la mitad de su dinero. ¡Se lo había robado del bolsillo!
Su «amigo».
Casi desmayado de la rabia, alzó un puño y lo agitó hacia el cielo.
—¡Vergüenza! ¡Cabrón! ¡Maldito cabrón! ¡Que te jodan, Guillem! —gritó.
Regresó a la alcantarilla sin razón alguna, como un animal que se arrastrara hasta su madriguera, y se sentó en la tierra, junto a las cenizas del fuego apagado.
Había confiado mucho en Guillem. No sabía leer ni escribir, pero para él era el más listo después de Nivaldo. Josep recordó que Guillem le había impedido regresar como un estúpido a manos del sargento Peña en la estación de Madrid, y que se había dado cuenta de inmediato de que el fregadero del café Metropolitano sería un buen refugio para ellos. Josep no se consideraba listo y no sabía si sería capaz de sobrevivir solo.
Mientras pasaba el fino fajo de pesetas del bolsillo a un calcetín, reparó en que a Guillem le hubiera sido muy fácil robar todo el dinero en vez de la mitad y se le ocurrió de pronto que su amigo había convertido sus problemas en una apuesta. Era como si el propio Guillem le estuviera hablando: «Empezamos desde aquí con el mismo dinero. A ver a quién le va mejor.»
La rabia renació y se impuso al miedo, lo que le permitió abandonar la seguridad temporal de la alcantarilla. Pestañeando para defenderse de la luz, gateó de nuevo hasta la carretera y echó a andar.
Al poco rato, llegó a un lugar en el que las vías del tren que apuntaban al este en dirección a Barcelona se cruzaban con otras que discurrían de norte a sur. Aunque le preocupaba admitirlo, Guillem había tenido razón al respecto de unas cuantas cosas en su discusión de la noche anterior. Josep no podía volver a Santa Eulalia. Sería peligroso ir a Barcelona o incluso permanecer en cualquier parte de Cataluña.
Dobló a la izquierda y siguió las vías que iban hacia el norte.
Ahora le parecía justo seguir los consejos de Guillem; al fin y al cabo, se dijo, había pagado por ellos.
No sabía dónde paraban los trenes ni si sería seguro montar en alguno, pero al llegar a una colina larga y empinada, ascendió hasta casi el final de la cuesta y se tumbó bajo un árbol a esperar.
No había pasado una hora cuando oyó el traqueteo sordo y el distante aullido animal del silbato, y esperó con esperanzas crecientes. El avance del tren se volvió aun más lento al ascender la cuesta, tal como él deseaba. Cuando llegó a su altura vio que podía haberlo abordado con facilidad, pero estaba formado por completo por vagones de pasajeros y, por lo tanto, no le servía.
Vagón tras vagón, desde las ventanillas lo miraba la gente apiñada en la tercera clase, de camino a vidas más seguras que la suya.
Al cabo de otra hora volvió a oír el sonido del tren y esta vez sí era lo que estaba esperando, una larga hilera de vagones de carga. Cuando empezaron a pasar vio uno con la puerta abierta a medias y corrió junto a él hasta que pudo asirse y montar sin dificultad.
Tras rodar por el oscuro interior se puso en pie y pensó que prefería el olor a cebolla, porque aquel vagón apestaba a orina. Pensó que tal vez ésa fuera una de las razones por las que los guardias azotaban a los polizones con sus porras. Entonces, alguien dijo en voz baja:
—Hola.
—Hola.
Cuando sus ojos empezaron a adaptarse a la penumbra interior, vio a quien lo saludaba tumbado entre la negrura, menudo y delgado, un rostro adornado con una barba negra.
—Me llamo Ponç.
—Yo, Josep.
—Sólo voy hasta Girona.
—Yo también, aunque mi destino final es Francia. Voy a buscar trabajo allí. ¿Conoce algún pueblo en el que pueda encontrarlo?
—¿A qué clase de trabajo te dedicas?
—Todo lo que tenga que ver con viñas.
—Bueno, hay tantos viñedos... —El hombre meneó la cabeza—. Pero la cosa está mal en todas partes. —Hizo una pausa, pensativo—. ¿Conoces el valle de Orb?
—No, señor.
—He oído que ahí les va mejor. Es un valle que tiene su propio clima, más cálido que el de Cataluña en invierno, perfecto para la uva. Allí hay muchísimas viñas. Tal vez tengan trabajo, ¿no?
—¿A qué distancia queda el valle?
El otro se encogió de hombros.
—Más o menos a cinco horas de la frontera. El tren llega directo.
—¿Este tren?
El hombre resopló.
—No, con éste llegas a Girona. Los que se encargan de pensar esas cosas en Madrid hicieron nuestras vías más anchas que las de Francia para que los vecinos, si decidían invadirnos, no pudieran movilizar sus tropas ni sus armas por medio del ferrocarril. Has de cruzar la frontera a pie y colarte en otro tren en Francia.
Josep asintió y atesoró aquella información.
—Has de saber que, al final, inspeccionan todos los vagones. Sé cuidadoso y abandona el tren. Cuando veas un gran depósito de agua blanco, el tren se frenará para subir una cuesta. Allí tienes que saltar.
—Le estoy muy agradecido.
—De nada. Pero ahora quiero dormir, así que se acabó la conversación.
Josep se instaló contra la pared del vagón, cerca de la puerta abierta. En otras circunstancias él también hubiera dormido, pero estaba nervioso. Toqueteó con el dedo gordo del pie derecho las siete pesetas que llevaba encajadas en el calcetín izquierdo para asegurarse de que el dinero seguía allí. Mantuvo la mirada fija en el bulto recostado en la oscuridad, su compañero de viaje, mientras el tren coronaba la cuesta y, entre balanceos y tembleques, empezaba a ganar velocidad al descender por el otro lado de la colina.
Al cabo de unas horas abandonó el tren sin mayores incidencias y comenzó a caminar. Un hombre le invitó a subirse a su carro y juntos alcanzaron la costa. Josep se despidió entonces de él y echó a andar por una carretera de curvas que lo llevó hasta un lugar donde el Mediterráneo brillaba, deslumbrante, bajo la cálida luz del sol. Pasó junto a una docena de barcos de pesca atracados y pronto llegó a la plaza central de un pueblo, donde descubrió que los viernes había mercado. Sintió un gruñido en el estómago al caminar entre braseros en los que chisporroteaban trozos de pollo, pescado y cerdo, llenando el aire de los más deliciosos aromas.
Al fin compró un buen cuenco de un guiso especiado de guisantes y se lo comió despacio y con gran placer, sentado con la espalda apoyada en una pared.
Cerca de él había una mujer mayor que vendía mantas, apiladas en un montón, y tras terminarse el guiso y devolver el cuenco de madera, se acercó a su puesto. Tocó una de las mantas, la sopesó y palpó su suave grosor casi con reverencia. La abrió de una sacudida y comprobó que era bastante grande, lo suficiente para cubrir a dos personas. Era consciente de que una manta como aquélla podía cambiar mucho la vida de alguien obligado a dormir a la intemperie.
La mujer lo estudiaba con los ojos expertos de un comerciante.
—La lana más fina, sacada de los telares de la mejor tejedora, mi hija. Una auténtica ganga. Para usted..., una peseta.
Josep suspiró y meneó la cabeza.
—¿Cincuenta céntimos? —propuso. Ella rechazó la oferta con gesto desdeñoso y alzó una mano para frenar cualquier negociación. Josep se dio la vuelta, pero luego se detuvo—. ¿Tal vez sesenta? —Los sabios ojos le reprocharon el intento con una nueva negativa—. Bueno, ¿conoce a alguien que necesite a un buen trabajador?
—Aquí no se encuentra trabajo.
Así que Josep se alejó. En cuanto estuvo fuera de la vista de la anciana sacó las monedas que llevaba en el bolsillo y contó 75 céntimos. Regresó enseguida a su lado y le mostró el dinero.
—Es todo lo que puedo gastar. Ni uno más.
Ella se dio cuenta de que era su oferta definitiva y su mano se lanzó sobre el dinero como una garra. Lo contó y suspiró, pero terminó por asentir y, cuando Josep le pidió un trozo de cuerda que había visto detrás de las mantas, se lo regaló. Enrolló la manta y le ató la cuerda por los dos extremos para convertirla en un hatillo que pudiera echarse al hombro.
—Abuela, ¿dónde queda la estación de la frontera?
—Siga la carretera que cruza el pueblo y llegará a la estación. No está lejos.
La miró y se atrevió a dar el salto:
—No quiero cruzar la frontera por la estación.
Ella sonrió.
—Claro que no, mi joven bello. Como cualquier persona sensata. Mi nieto le enseñará el camino. Veinte céntimos.
Josep caminaba por detrás del muchachito huesudo, que se llamaba Feliu. Formaba parte del trato que le pagara el servicio por adelantado y que no caminaran juntos. Cruzaron el pueblo y se metieron en el campo, siempre con el mar a la vista, a su derecha. Al poco, Josep vio la garita de la frontera, una puerta de madera en medio de la carretera, controlada por guardias uniformados que interrogaban a los viajeros. Se preguntó si alguien les habría dado su nombre y una descripción. Incluso en caso contrario, no podía cruzar por ahí, pues le exigirían papeles y alguna identificación.
Feliu continuó andando hacia la garita y Josep lo seguía con creciente alarma. Tal vez la anciana y su nieto pensaban entregarlo directamente, ganando así, además de lo que él había pagado, cualquier recompensa que la policía estuviera dispuesta a pagar siempre que entregaban a contrabandistas.
Sin embargo, en el último instante Feliu tomó un caminito de tierra que se dirigía hacia el interior desde la carretera y Josep siguió su ejemplo al llegar a él.
Caminaron apenas unos minutos por aquel sendero hasta que Feliu se detuvo, recogió una piedra y la tiró a su derecha. Era la señal que habían acordado. El muchacho se alejó a paso acelerado y sin mirar atrás. Cuando Josep alcanzó el lugar en que Feliu había tirado la piedra, vio una pista aún más estrecha que bordeaba un campo de cebollas, mantenido en barbecho durante el invierno. Josep se adentró por él. Asomaban en la tierra los largos dedos verdes de unas pocas cebollas que habían quedado sin cosechar, y Josep se lanzó a por ellas. Se las comió sin dejar de andar y le pareció que eran fuertes y amargas.
El campo de cebollas fue el último cultivo que vio, pues el pequeño valle enseguida dio paso a unas colinas de bosque espeso. Caminó al menos durante una hora antes de llegar a un lugar en el que el camino se bifurcaba.
No había ninguna señalización ni ningún Feliu o cualquier otra persona a quien pedir consejo. Tomó el camino de la derecha y al principio no encontró diferencia alguna con el que le había llevado a través de las colinas. Luego se volvió gradualmente obvio que el sendero se estrechaba. Por momentos parecía incluso a punto de desaparecer, pero siempre terminaba por ver más adelante marcas que algún viajero anterior había dejado al pasar entre los árboles y se apresuraba a retomar el camino.
Y entonces el sendero desapareció de verdad.
Josep se adentró en el bosque, convencido de que descubriría de nuevo la pista unos pasos más allá, tal como había ocurrido ya anteriormente. Cuando al fin aceptó que no quedaba ni la menor señal del sendero entre los árboles, intentó desandar sus pasos para regresar a la bifurcación, pero por mucho esfuerzo que pusiera en la búsqueda tampoco fue capaz de encontrar de nuevo el camino que lo había llevado hasta allí.