El sargento les contó que era un revólver LeMat, hecho en París.
—Tiene nueve cámaras giratorias en vez de seis, y las balas salen por el cañón superior. —Les enseñó que en la parte alta del martillo había un pivote detonador que al girar accionaba el cañón inferior, que podía llenarse de metralla para disparar hacia un objetivo amplio—. De hecho, el cañón inferior es una escopeta recortada —aclaró Peña.
Anunció que esperaba que aprendieran a cargar las nueve cámaras en el mismo tiempo que le costaba a los demás cargar seis.
El LeMat provocaba sensaciones similares al Colt cuando se disparaba por el cañón superior. Pero cuando Josep probó por primera vez el inferior se sintió como si un gigante hubiera apoyado la palma en la boca del arma para darle un empujón, de modo que el tiro salió desviado y roció de perdigones de plomo las ramas altas de un pino.
Guillem tuvo la ventaja de haberlo observado y por eso usó las dos manos cuando le llegó el turno, con los brazos bien estirados antes de apretar el gatillo.
Les asombró el amplio alcance de disparo con el barril inferior. Agujereaba los troncos de cuatro pinos, en vez de uno.
—Recordadlo cuando disparéis el LeMat —dijo el sargento—. No hay excusa que justifique fallar con esta arma.
Nadie vio llegar al desconocido con su caballo negro. Un miércoles por la mañana, cuando los miembros del grupo de cazadores iban caminando hacia el claro del bosque, observaron que el caballo estaba atado junto a la choza y, cuando salió el sargento para reunirse con ellos, vieron que lo acompañaba un hombre de mediana edad. Eran como un estudio de contrastes. Peña, alto y en buena forma, llevaba ropa de trabajo sucia y hecha jirones en algunas zonas. Portaba una daga enfundada en su vaina y atada a la pantorrilla izquierda por encima de la bota y en su cadera destacaba un arma de fuego grande con pistolera de cuero. El recién llegado era una cabeza más bajo que el sargento, y muy fornido. Su traje negro estaba arrugado por la cabalgata, pero se veía de buen corte y material, y a Josep le pareció que su bombín era el sombrero más elegante que había visto jamás.
El sargento Peña no lo presentó.
El hombre caminó junto a Peña mientras éste guiaba al grupo hacia el claro más lejano, en el que hacían las prácticas de tiro, y luego observó mientras se turnaban para apuntar a dianas instaladas en un árbol.
El sargento pidió a Josep y a Guillem que disparasen más rato que los demás; cuando ambos habían descargado dos veces las cámaras de los LeMat, usando ambos cañones, el desconocido habló en voz baja con el sargento y éste les ordenó que volvieran a cargar y disparasen otra ronda. Mientras lo hacían, Peña y el hombre fornido miraron fijamente sin decir palabra.
Luego el sargento ordenó descansar al grupo. Se alejó unos pasos con el visitante, que hablaba en tono grave y urgente, y los jóvenes se alegraron de poder holgazanear en el suelo.
Cuando regresaron los dos, Peña hizo marchar al grupo de regreso al bosque cercano a la propiedad de los Calderón. Mientras se preparaban para limpiar sus armas, los jóvenes vieron que el sargento se cuadraba ante el civil, no de manera afectada como tendían a hacer ellos, sino con un solo movimiento fluido y tan automático que casi les pareció descuidado. El otro hombre pareció asustado ante aquel gesto, o quizás incluso avergonzado. Asintió secamente con un golpe de cabeza, se llevó una mano al elegante sombrero negro, montó en su caballo y se alejó. Ninguno de aquellos jóvenes volvió a verlo jamás.
Durante las siguientes semanas de diciembre el tiempo se volvió frío y húmedo y la lluvia se convirtió en una bruma tan fina que apenas aportaba humedad al suelo. Todo el mundo se puso una capa más de ropa para defenderse de la crudeza del invierno y trató de ocuparse en faenas que no le obligaran a salir. Josep barría la casa, quitaba el polvo y se sentaba a la mesa a afilar los machetes, azadones y palas con una lima de grano fino.
Dos semanas después de la visita del extraño dejó de llover, pero cuando los cazadores se reunieron en el bosque ninguno de ellos se sentó en la tierra húmeda.
Era el día después de Navidad; muchos seguían con ánimo vacacional y habían asistido a misa a primera hora.
El sargento Peña los asombró con un anuncio:
—Vuestra formación en Santa Eulalia ha llegado a su fin. Mañana nos iremos de aquí para participar en un ejercicio. Luego, os convertiréis en soldados. No necesitaréis vuestras armas. Engrasadlas con una fina capa de sebo y envolvedlas con tres capas de hule, tal como estaban cuando las recibisteis. Haced otro paquete con la munición y los utensilios, con otras tres capas de la tela que os proporcionaré. Sugiero que enterréis los dos paquetes en algún lugar al que no pueda acceder el agua, porque si se cancela el ejercicio, volveremos aquí y las necesitaréis.
Jordi Arnau carraspeó y se atrevió a preguntar:
—¿Vamos todos a la milicia?
El sargento Peña exhibió su sonrisilla.
—Todos. Lo habéis hecho muy bien —dijo en tono sardónico.
Aquella noche Josep engrasó el arma y la enterró desmontada. Reposa en paz. La zona de tierra más seca que conocía quedaba detrás de la viña de los Torras, contigua a la suya, un metro más allá de donde terminaba la propiedad de su padre. Su vecino, Quim Torras, era un campesino malo y vago y pasaba tanto tiempo con el padre López que su amistad se había convertido en un escándalo para todo el pueblo. Quim trabajaba el suelo de su viña lo mínimo posible y Josep sabía que no se tomaría la molestia de remover la tierra de aquel rincón seco y olvidado.
Su familia recibió la noticia de su inminente partida con evidente asombro, como si nunca hubieran llegado a creer de verdad que el grupo de cazadores fuera a llevar a algo. Josep percibió el alivio en el rostro de Donat; siempre había sido consciente de que no le resultaba fácil tener un hermano menor que a todas luces trabajaba mejor que él. Su padre le dio una gruesa chaqueta marrón de lana que apenas tenía un año.
—Para protegerte del frío —le dijo en tono áspero.
Josep la aceptó con agradecimiento para llevarla bajo su chaqueta de abrigo. Le iba apenas un poco grande y conservaba un leve olor a Marcel Álvarez, cosa que lo reconfortó. Marcel fue también a buscar la jarra que guardaba detrás del reloj y apareció con un pequeño fajo de billetes, ocho pesetas en total, que puso en manos de Josep «para alguna emergencia».
Cuando pasó por la tienda de comestibles para despedirse, Nivaldo también le dio dinero, otras seis pesetas.
—Ahí tienes un pequeño regalo de temporada. Feliz Navidad. Págate una buena experiencia cualquier noche y piensa en este viejo soldado —dijo, al tiempo que le daba un largo abrazo.
A Josep se le hacían difíciles todas las despedidas, pero lo más duro fue enfrentarse a Teresa, que empalideció al oír sus palabras.
—Nunca volverás conmigo.
—¿Por qué dices eso? —El dolor de Teresa magnificaba el miedo a la incertidumbre ante el futuro que sentía el propio Josep y convertía su lamento en rabia—. Es nuestra oportunidad —dijo bruscamente—. En la milicia ganaré dinero y regresaré a por ti en cuanto pueda, o enviaré a buscarte. En cuanto sea capaz, te haré llegar noticias.
Le resultaba imposible aceptar que estaba abandonando cuanto tuviera que ver con ella: su bondad, su presencia y espíritu práctico, aquel olor secreto a almizcle y la tierna voluptuosidad de la piel, fina como la de un bebé, que adornaba sus hombros, sus pechos, sus caderas. Cuando la besó, ella respondió con fiereza e intentó devorarlo, pero sus lágrimas le empapaban la mejilla y cuando quiso reclamar un seno con sus manos, ella lo empujó y salió corriendo hacia la viña de su padre.
A primera hora de la mañana siguiente, Peña apareció en la viña de los Calderón con un par de carros de dos ruedas, cubiertas por aros de mimbre con lonas tensadas: una nueva de color azul y la otra de un rojo desvaído y remendado. Cada uno de los carros iba tirado por dos mulas dispuestas en fila y sostenía dos bancos cortos de madera detrás del cochero, en los que cabían cuatro pasajeros. Peña se sentó en uno de los carros con Manel, Xavier, Guillem y Lluís después de instalar en el otro a Enric, Jordi, Josep y Esteve.
Así partieron de Santa Eulalia.
Lo último que Josep vio de su pueblo entre el flamear de la tela que cubría el carro fue un atisbo de Quim Torras. En vez de trabajar en sus vides esmirriadas, que necesitaban tanta ayuda como fuera posible, Quim se esforzaba por empujar al cura gordo, el padre Felipe López, tumbado en el puente de su carromato, ambos convulsos de la risa.
El último ruido que oyó de Santa Eulalia fue el ronco y gutural ladrido de su buen amigo, el perro del alcalde.
Cuando los carros se detuvieron en la estación de tren de Barcelona, los jóvenes estaban muertos de hambre. Peña los llevó en tropel hasta un café de obreros y les compró pan y una sopa de col que consumieron con afán, disfrutando de una sensación casi vacacional en medio de la excitación por aquel cambio repentino de rutina. Luego, en el andén de la estación, Josep observó con nervios cómo se acercaba la locomotora, que se les echó encima como si fuera un dragón increíblemente estridente, eructando nubes. De todos los jóvenes, sólo Enric había tomado alguna vez un tren, así que se metieron en los vagones de tercera clase con los ojos bien abiertos. Esta vez Josep compartió uno de los bancos de listones de madera con Guillem, y Manel se sentó delante de ellos en una butaca.
Mientras el tren se estremecía y se lanzaba de nuevo hacia delante, el revisor los advirtió de que no abrieran las ventanillas para que no entraran en el vagón las centellas y el humo que soltaba la locomotora, cargado de hollín. Como hacía frío, no les molestó mantenerlas cerradas. Al cabo de poco rato, ajenos al tableteo de las ruedas y al balanceo del vagón, los jóvenes miraban embelesados el paisaje catalán que iba desfilando por la ventana.
Mucho antes de que la oscuridad empezara a clausurar el mundo, Josep se hartó de mirar por encima de la cara de su amigo Guillem, que iba sentado junto a la ventana. Peña había llevado pan y butifarras al tren y al fin les dio de comer. Pronto apareció el revisor para encender las lámparas de gas, que chisporrotearon y lanzaron por todo el vagón sombras temblorosas que Josep se dedicó a estudiar hasta que se apoderó de él un piadoso sueño.
La tensión lo había agotado más que una dura jornada de trabajo. Se fue despertando a ratos durante la incómoda noche y la última vez vio que amanecía un oscuro e inhóspito día mientras el tren traqueteaba para abandonar la estación de Guadalajara.
Peña distribuyó más butifarras y pan hasta que se terminó la provisión y ellos lo devoraron con agua del tren, que sabía a carbón y crujía entre los dientes. No hicieron más que aburrirse hasta que, tres horas después de dejar atrás Guadalajara, Enric Vinyes miró por la ventanilla y soltó un grito:
—¡Nieve!
En todos los vagones se pegaron a las ventanas para contemplar los copos blancos que caían del cielo gris. Apenas habían visto nieve unas pocas veces en toda la vida y tan sólo los breves instantes antes de que se fundiera. Ahora, dejó de caer cuando aún no se habían cansado de contemplarla, pero tres horas después, cuando se bajaron del tren en Madrid, había una fina capa blanca en el suelo.
Era obvio que Peña conocía bien la ciudad. Los guió desde la estación por un amplio paseo de edificios majestuosos hasta un laberinto de viejas callejuelas que se retorcían oscuras entre casas de piedra. En una plaza pequeña había un mercado y Peña consiguió apartar a dos vendedores del fuego en que se calentaban el tiempo suficiente para comprarles pan, queso y dos botellas de vino. Luego llevó a los muchachos por un callejón cercano hasta una puerta que se abría a un vestíbulo destartalado con una escalera tan estrecha que sólo cabía una persona por vez. Subieron al tercer piso y Peña llamó tres veces a una puerta marcada por un cartel pequeño: Pensión Excelsior.
Les abrió un anciano que asintió al ver a Peña.
Era difícil acomodar a tanta gente en la habitación destinada a los miembros del grupo de cazadores, pero se repartieron el espacio para sentarse en las camas y en el suelo. Peña dividió y repartió el pan y el queso y luego desapareció para regresar al poco con una pava humeante y una bandeja llena de tazas. Sirvió unos dedos de vino en cada taza y luego las llenó hasta arriba de agua caliente, y los muchachos, congelados, se bebieron la mezcla con entusiasmo.
Cuando Peña los dejó, se quedaron sentados en aquella pensión lúgubre, esperando que pasaran las horas de aquella tarde larga y extraña.
Al regresar el sargento, la luz había empezado a perder intensidad al otro lado de las ventanas. Se plantó en el centro de la habitación:
—Escuchad con atención —les dijo—. Ahora tenéis la ocasión de demostrar que podéis ser útiles. Esta noche, un traidor de nuestra causa será apresado. Vosotros ayudaréis a capturarlo.
Lo miraron todos en silencio y nerviosos.
Metió la mano bajo una de las camas y sacó una caja que resultó contener cerillas largas con gruesas cabezas de sulfuro. Pasó unas cuantas a Josep, junto con un trocito cuadrado de lija para rasparlas.
—Tienes que guardártelas en el bolsillo, donde no puedan mojarse, Álvarez. Iremos a un lugar donde ese hombre va a montar en un carruaje y lo seguiremos cuando se aleje. Si dobla alguna esquina, nos meteremos en la misma calle y cada vez que doble encenderás una cerilla. —Encendió una, que produjo un olor acre—. Cuando yo dé la señal, el grupo se movilizará para rodear el carruaje de tal manera que podamos apresarlo. Guillem Parera y Esteve Montroig, cada uno de vosotros agarrará una de las riendas y evitará que los caballos sigan andando.
»Si nos separamos, id a la estación y yo os recogeré allí. Cuando esto termine, recibiréis una distinción de honor, se os aceptará para uniros al regimiento y vuestras carreras militares habrán comenzado.
Al poco rato les hizo salir de la pensión por las escaleras y los metió por callejones estrechos. Había caído una nieve ligera a ratos durante todo el día y en aquel momento las ráfagas de copos leves arreciaban con más regularidad. En el mercado de la plaza, la acumulación había apagado el fuego y los vendedores habían dado por terminada la jornada. Josep miró fijamente los copos, cuya blancura refulgía en contraste con el cabello de Peña, negro como los cuervos. Siguiendo al sargento, el grupo de cazadores se abría camino por aquel mundo extrañamente perlado.