Cuando se hubieron terminado la botella de coñac entre los cuatro, Donat bostezó, tomó a su mujer de la mano y anunció que había llegado la hora de acostarse.
Josep también había bebido coñac y tenía la cabeza pesada. Se encontró tumbado al lado de Ana en el catre que Donat había desenrollado para él en el suelo. Al otro lado de la fina puerta de madera, Donat y Rosa hacían el amor con mucho ruido. Ana soltó una risilla y se acercó a él. Llevaba un maquillaje facial muy perfumado. Cuando se besaron, le pasó una pierna por encima.
Habían pasado varios meses desde que Josep estuviera por última vez con Margit en Languedoc y la fuerte necesidad de alivio debilitaba su cuerpo. Ana intentó atraerlo hacia sí, pero Josep estaba imaginando la pesadilla de que aquella extraña quedara embarazada: una boda precipitada en la iglesia de la fábrica, un empleo para él como peón en aquella fábrica rugiente y resonante.
—¿Josep?-preguntó ella al fin.
Él se obligó a hacerse el dormido y al poco rato la mujer se levantó y abandonó la casa.
Josep pasó toda la noche despierto, deseando que ella volviera y apenado por haberla dejado marchar. Escuchó la rabia de las máquinas, cargado de preocupación por la deuda que había establecido con su hermano y su cuñada. Antes del amanecer abandonó el catre, recogió la bolsa de lana de donde la habían dejado, junto a la puerta de entrada, y echó a andar de vuelta a casa.
Llegó la última hora de la tarde antes de que alcanzara Santa Eulalia. Había conseguido transporte en cinco ocasiones, y entre una y otra había caminado. Estaba cansado, pero se fue directamente a la hilera de vides en cuya tierra endurecida había trabajado el día anterior. Derramó puñados generosos de lana en amplios círculos en torno a las vides de Tempranillo y luego cavó para enterrar el material en el fino suelo. Le parecía que la lana, ya casi podrida, podía alimentar algunos elementos que a su vez ayudarían a las parras. En cualquier caso, aquella lana mullida esponjaría el suelo y permitiría que el aire y el agua se abrieran paso hasta las raíces. Trabajó hasta vaciar el saco y lamentó no haber cargado más lana de vuelta a casa. Pensó que tal vez podría convencer a Donat para que le llevara otro saco.
Al caer el crepúsculo, entró en la vieja casa, que de pronto le parecía sólida y fiable, y cogió un trozo de chorizo, un pedazo de pan y una bota de vino. Ascendió la cuesta hasta media altura, se sentó en una piedra, se comió la cena y se echó un chorro de vino amargo a la boca. El atardecer era fresco y limpio; faltaban ya pocos días para que el aire se llenara del perfume de los cultivos verdes.
De pequeño, Nivaldo le había contado que en la profundidad de la tierra, más allá de los terrenos de su padre, vivía una población de criaturas peludas que no eran hombres ni animales: los pequeñajos. Aquellas criaturas se ocupaban de aportar humedad y alimento a las raíces de las vides de su padre, muertas de hambre y sed, según Nivaldo, y tenían como misión producir granos de uva regularmente para las parras, año tras año. A menudo Josep se las imaginaba al acostarse —asustado, pero también fascinado—: criaturas pequeñas y hurgonas, como niños, pero con pellejo y uñas duras para poder cavar, se comunicaban con chillidos y gruñidos mientras trabajaban sin cesar en la oscuridad de la tierra.
Echó un chorro de vino al suelo en sacrificio ofrecido a los pequeñajos, y mientras miraba pasó una lechuza por el cielo.
Durante un instante fugaz su silueta se recortó contra la luna, con las plumas de la punta de las alas abiertas como dedos. Luego desapareció. Quedó todo tan callado que el silencio se podía escuchar; en ese momento, Josep supo, con un tremendo alivio, que había obtenido una espléndida ganga con Donat y Rosa.
Caminaba despacio entre sus hileras para disfrutar de la visión de las pálidas protuberancias y los enérgicos zarcillos de las vides que empezaban a despertar, mientras buscaba caracoles o cualquier señal de alguna plaga que exigiera tratamiento con sulfuro.
Oyó que Maria del Mar Orriols llamaba desde su viñedo: —Francesc, Francesc, ¿dónde estás?
Al principio lo llamaba cada dos minutos, pero pronto se puso a gritar con más frecuencia desde el camino, con voz inquieta:
—¡Fra-a-an-ce-e-esc!
Josep vio que el chiquillo lo miraba desde el otro extremo de la hilera de vides, como el diablillo imaginario de un jardín.
El crío no había llegado allí desde la carretera. Josep sabía que tenía que haber entrado desde la parte trasera de las tierras de su madre, pasando por los terrenos de los Torras, hasta llegar a su propia viña. No había vallas. Entre los cultivos de un agricultor y los de su vecino apenas había una separación de anchura suficiente para que cupiera una persona; todos conocían de sobra los límites de sus propiedades.
—Hola —saludó Josep, pero el niño no contestó—. Estoy caminando entre mis vides. Aprendo a reconocerlas de nuevo. Me ocupo del negocio, ¿ves?
Los ojos grandes del niño no abandonaban el rostro de Josep. Llevaba una camisa y pantalones raídos, pero cuidadosamente remendados, sin duda cosidos por su madre con los mejores retales de la ropa de alguna persona mayor, ya demasiado usada. Una de las rodilleras estaba manchada de tierra y en la otra había un desgarrón.
—¡Frannn-ce-e-sc! ¡Fra-a-nn-ce-e-scc!
—Está aquí. Está aquí, conmigo —gritó Josep. Se agachó y tomó al crío de la manita—. Será mejor que te llevemos con mamá.
Aunque Francesc no parecía distinto de cualquier otro crío de campo, en cuanto echaron a andar Josep experimentó con pena su pronunciada cojera. La pierna derecha era más corta que la otra. Cada vez que daba un paso con la pierna corta, la cabeza tiraba con fuerza hacia la derecha; luego el paso siguiente, con la izquierda, volvía a tirar de ella hacia el centro.
Se juntaron con su madre a medio camino. Josep no la conocía bien, pero pudo ver que era claramente distinta de la muchacha que recordaba. Mayor, más flaca... Más dura, con una reservada cautela en los ojos, como si en todo momento esperase malas noticias o un comportamiento desagradable por parte de los demás. Tenía buena pose. Su cuerpo parecía henchido y grande, sus largas piernas escondidas bajo una falda negra y sucia, con las rodillas enlodadas; algún esfuerzo agotador acababa de desordenarle el pelo y le había dejado la cara sonrojada y sudorosa. Cuando se arrodilló junto al niño, Josep vio un círculo oscuro y húmedo en la parte trasera de su blusa de trabajo, entre los omóplatos. Ella tomó a Francesc de la mano.
—Te he dicho que te quedes en nuestra tierra mientras yo trabajo. ¿Por qué no lo has hecho? —preguntó a su hijo con severidad.
El chiquillo sonrió.
—Hola, Maria del Mar.
—Hola, Josep.
Temía que le preguntara por Jordi. Jordi estaba muerto. Josep lo había visto por última vez con el pescuezo recién cortado. Sin embargo, cuando Maria del Mar lo miró, no había en sus ojos pregunta alguna ni nada personal.
—Si te ha molestado, lo siento —dijo.
—No, es un chico agradable, puede venir cuando quiera... Desde ahora trabajaré en las tierras de mi padre.
Ella asintió. Sin duda, a esas alturas todo el pueblo debía de saber que Josep se había convertido en propietario.
—Te deseo buena suerte —dijo ella en voz baja.
—Gracias.
Ella se dirigió de nuevo a su hijo:
—Bueno, ya sabes qué has de hacer, Francesc. Mientras yo trabajo, tienes que quedarte cerca.
Se despidió de Josep con un ademán, tomó a Francesc de la mano y se lo llevó. El hombre notó que, pese a la impaciencia, no caminaba deprisa para adaptarse al impedimento del muchacho. Al verlos alejarse se sintió conmovido.
Aquella tarde se sentó con Nivaldo a beber café y rumiar un poco.
—Nuestras mujeres no nos esperaron demasiado, ¿verdad?
—¿Qué te hace pensar que os podían esperar? —preguntó Nivaldo, con razón—. Os fuisteis sin decirles cuándo volveríais. Luego, no dijisteis ni palabra a nadie, así fuera sólo para anunciar que estabais vivos. En el pueblo todo el mundo creía que habíais desaparecido para siempre.
Josep sabía que el anciano tenía razón.
—No creo que ninguno de nosotros pudiera haber enviado unas palabras. Yo no pude. Había... razones.
Nivaldo esperó un poco por si aparecía más información. Al ver que no era así, asintió.
Si alguien podía entenderlo, era Nivaldo. Había en su propia vida cosas de las que el cubano no podía hablar.
—Bueno, a lo hecho, pecho —dijo Nivaldo—. La capacidad de un hombre y una mujer para seguir formando pareja cuando están separados tiene un límite.
Josep no quería hablar de Teresa, pero no pudo evitar una observación llena de amargura:
—Desde luego, Maria del Mar tardó poco en casarse.
—¡Por Dios, Josep! Tuvo que inventarse una manera de sobrevivir. Su padre había muerto mucho antes y la madre estaba enferma de tisis. Apenas tenía para comer, como sin duda recordarás.
Lo recordaba.
—Su madre murió poco después de irte tú. Ella no tenía más que un cuerpo sano y un chiquillo. Muchas mujeres se hubieran ido a cualquier ciudad y lo habrían vendido en un parque. Ella escogió aceptar la oferta de matrimonio de Ferran Valls. Y tiene mucho valor esa chica, trabaja como una mula. Desde que murió Ferran, cultiva la viña ella sola. Trabaja mejor que muchos hombres, pero ha tenido una vida dura. Mucha gente cree que está bien que una mujer trabaje en el campo, pero cuando ven que es la jefa, que intenta dirigir su propio negocio... Eso no lo pueden soportar y los muy cabrones, de puros celos, dicen que es una zorra ambiciosa.
»Clemente Ramírez, que compra para la compañía del vinagre, le paga menos que a los hombres por su vino. He intentado hablar con él, pero le da por reír. Y ella no puede vender su uva a nadie más. Incluso si pudiera contactar con otra compañía, sabe que la timarían igualmente. Una mujer sin marido está a su merced. Tiene que aceptar lo que le den para dar de comer al niño.
Josep se quedó pensando.
—Me sorprende que no haya vuelto a casarse.
Nivaldo meneó la cabeza.
—No creo que quiera nada de ningún hombre, no sé si me entiendes. Ferran ya era viejo cuando se casaron. Estoy seguro de que lo que quería era sobre todo una trabajadora fuerte y dispuesta a no cobrar. Cuando murió, ella se juntó con Tonio Casals y él se quedó a vivir la mayor parte del año pasado en casa de Maria del Mar. Tonio es de esos que hacen cosas terribles a sus mulas y a las mujeres. Ella debió de ver bien pronto que sería un terrible ejemplo para el crío y al final se libró de él.
»Así que, piénsalo bien. Primero Jordi la dejó preñada y la abandonó. Luego Ferran la aceptó sólo porque es capaz de trabajar sin descanso. Y después Tonio Casals... Seguro que la maltrataba. Con un pasado así, supongo que considera una bendición no tener ningún hombre a su lado, ¿no te parece?
Josep se lo pensó y no tuvo más remedio que asentir.
El verano, como suele suceder, se deshizo de la primavera con un estallido de calor. La ola duró cinco semanas, forzó la apertura de las yemas y luego chamuscó las flores, lo que hizo presagiar otra sesión de sequía y escasa cosecha. Josep vagaba por la viña y contemplaba de cerca sus plantas. Sabía que, en su búsqueda constante de humedad, las viejas vides habían hundido sus raíces serpenteantes. Gracias a ellas lograban sobrevivir, pero al cabo del tiempo algunas empezaban a desarrollar flacidez en las puntas de los sarmientos y las hojas basales se amarilleaban, dando muestras de un intenso agotamiento.
Y entonces, una mañana lo despertó un trueno en medio de una inundación. La lluvia fustigó sin pausa durante tres días, seguida por el regreso de un calor pesado. Las parras más duras sobrevivieron y el calor y la lluvia se combinaron para producir yemas nuevas y más adelante una profusión de flores que terminarían por dar una cosecha abundante de frutos de tamaño extraordinario. Josep sabía que, si el tiempo se había comportado igual en Languedoc, Léon Mendes estaría bien triste, pues aquellas uvas grandes de crecimiento vigoroso tenían una personalidad y un sabor inferiores y eran un pobre material para elaborar vino. Pero lo que en Languedoc era una mala noticia se volvía bueno en Santa Eulalia, donde el aumento de tamaño y peso de las uvas implicaba mayor cantidad de vino para vender a las compañías productoras de vinagre y coñac. Josep sabía que aquellas condiciones climáticas le permitirían ganar dinero en su primera temporada como propietario de la viña, y estaba agradecido. Aun así, se percató de que, en la hilera de Tempranillo en la que había enterrado la lana para airear el duro suelo, las vides estaban densamente cargadas de racimos. No pudo resistirse a tratar aquella hilera tal como sabía que lo hubiera hecho Mendes, recortándola y arrancando algunas hojas para que la esencia de cada planta se concentrara en las uvas que quedaban.
El clima lozano y la humedad habían provocado que las malas hierbas también florecieran, de modo que pronto quedó cubierto de ellas todo el espacio entre hileras. Cultivar el viñedo a mano parecía una tarea infinita. La feria de caballos de Castelldefels había pasado ya y Josep se había resistido al impulso de comprar una mula. De manera lenta pero segura, su pequeña provisión de dinero se iba reduciendo y sabía que debía conservar los ahorros.
Sin embargo, Maria del Mar Orriols tenía una mula. Se obligó a ir hasta su viñedo y abordarla.
—Buenos días, Marimar.
—Buenos días.
—Qué fuertes están las malas hierbas, ¿no? —Ella lo miró fijamente—. Si me dejas usar tu mula para arar, arrancaré las tuyas también.
Ella se lo pensó un momento y luego asintió.
—Bien —dijo Josep.
Se lo quedó mirando mientras él iba en busca del animal. Cuando se disponía a llevarse la mula, Marimar alzó una mano.
—Haz primero las mías —dijo con frialdad.
En otro tiempo, Josep y Teresa Gallego habían sido inseparables, lo habían tenido todo claro, el mundo y el futuro eran fáciles de contemplar, como las carreteras de un mapa sencillo. Marcel Álvarez parecía fuerte como un roble; Josep creía que su padre iba a vivir largo tiempo. Sabía vagamente que, cuando al fin muriera, Donat se quedaría con el viñedo y era más o menos consciente de que tendría que buscar una manera de ganarse la vida. Él y Teresa encontrarían la manera de casarse, tener hijos, trabajar mucho para ganarse el pan y luego morir, como todo el mundo, Dios nos proteja. En eso no había complicación alguna. Ambos entendían muy bien qué era posible en la vida y qué era necesario.