Era casi seguro que la masía no había cambiado de aspecto desde que la construyera el bisabuelo de Josep. Formaba parte del paisaje, un pequeño edificio de piedras y arcilla que parecía crecer de la tierra misma, con la cocina y una pequeña despensa en la planta baja, una escalera de piedra que llevaba a las dos pequeñas habitaciones de la superior y un desván bajo cuyos aleros se almacenaba el grano. El suelo de la cocina era de tierra, mientras que en las habitaciones superiores estaba enyesado. El yeso, teñido de rojo por la sangre de los cerdos y encerado una y otra vez con el paso de los años, parecía ahora una piedra oscura y pulida. Todos los techos tenían las vigas a la vista, troncos obtenidos de los árboles que había talado José Álvarez para despejar la tierra antes de plantar las vides. El propio techo era de cañas largas y huecas que crecían en las orillas de los ríos. Una vez partidas en canal y entretejidas, constituían un buen soporte para las tejas de arcilla gris del río.
Dentro, había mugre por todas partes. Encima de la chimenea, el reloj francés de caoba —regalo del padre de Josep a su madre cuando se casaron, el 12 de diciembre de 1848— permanecía en silencio, sin que nadie le hubiera dado cuerda. Los únicos objetos de la casa a los que Josep también concedía algún valor eran el catre y el baúl de su padre; los había creado su abuelo, Enric Álvarez, y ambos estaban decorados con tallas de vid. Ahora las tallas estaban grises de tanto polvo. Había ropa de trabajo sucia en el suelo, en la mesa y en las sillas, todas de burda factura, junto a platos sucios llenos de motas dejadas por los ratones y restos de viejas comidas. Josep llevaba cuatro días caminando y estaba demasiado cansado para pensar o decir nada. Arriba, no se le ocurrió usar la habitación y la cama de su padre. Se quitó los zapatos de una patada, se dejó caer en la delgada y rugosa esterilla que su cuerpo llevaba cuatro años sin tocar y casi de inmediato lo olvidó todo.
Pasó el día y la noche enteros durmiendo y se despertó a la mañana siguiente con un hambre terrible. No había ni rastro de Donat. A Josep apenas le quedaba en la botella agua suficiente para un trago. De camino a la plaza, con una cesta vacía y un balde, vio a los tres hijos del alcalde en el campo de Ángel Casals. Los dos mayores, Tonio y Jaume, estaban extendiendo el estiércol, mientras el tercero —cuyo nombre no recordaba— araba con una mula. Concentrados en el trabajo, no lo vieron pasar hacia la tienda de comestibles. En la penumbra del establecimiento estaba Nivaldo Machado, casi igual a como Josep lo recordaba, aunque no del todo. Estaba más delgado si cabe, y más calvo; el poco cabello que le quedaba se había vuelto gris por completo. Nivaldo, que estaba pasando alubias de un saco grande a unas cuantas bolsas pequeñas, se detuvo y lo miró con el ojo bueno. El malo, el izquierdo, estaba medio cerrado.
—¿Josep? ¡Alabado sea Dios! Josep, ¡estás vivo! Maldita sea, ¿eres tú, Tigre? —dijo al fin, usando el apodo que él mismo, y nadie más que él, había usado toda la vida para referirse a Josep.
Éste se animó al percibir la alegría en la voz de Nivaldo y las lágrimas que asomaban a sus ojos. Sus labios curtidos le dieron dos besos y sus brazos enjutos lo rodearon en un abrazo.
—Soy yo, Nivaldo. ¿Cómo estás?
—Mejor que nunca. ¿Sigues siendo soldado? Todos te dábamos por muerto. ¿Te han herido? ¿Has matado a medio ejército español?
—El ejército español y los carlistas están a salvo por lo que a mí respecta, Nivaldo. No he sido soldado. He estado en Francia, haciendo vino. En el Languedoc.
—¿De verdad, en el Languedoc? ¿Y qué tal?
—Muy francés. La comida estaba bien. Ahora mismo estoy muerto de hambre, Nivaldo.
Nivaldo sonrió con una alegría aparente. El anciano echó ¿os palos al fuego y arrimó una olla a la lumbre.
—Siéntate.
Josep cogió una de las dos sillas desvencijadas mientras Nivaldo ponía dos tazas en la mesa y las llenaba con una jarra.
—Salud. Bienvenido a casa.
—Gracias. Salud.
«No es tan malo», pensó Josep al probar el vino. Bueno... Era tan aguado, amargo y áspero como lo recordaba, y sin embargo, reconfortantemente familiar al mismo tiempo.
—Es el vino de tu padre.
—Sí. ¿Cómo murió, Nivaldo?
—Bueno, Marcel... Durante los últimos meses parecía muy cansado. Y entonces, una mañana, estábamos sentados aquí mismo, jugando a las damas. Le empezó a doler un brazo. Aguantó hasta ganar la partida y luego dijo que se iba a casa. Debió de caer muerto a medio trayecto. Tu hermano Donat se lo encontró por el camino.
Josep asintió con sobriedad y bebió un poco de vino.
—Donat. ¿Dónde está Donat?
—En Barcelona.
—¿Y qué hace allí?
—Vive allí. Se casó. Se quedó con una mujer que trabajaba con él en una fábrica textil. —Nivaldo lo miró—. Tu padre siempre dijo que cuando llegara la hora Donat aceptaría su responsabilidad con la viña. Bueno, llegó la hora, pero Donat no quiere la viña, Josep. Ya sabes que nunca le gustó ese trabajo.
Josep asintió. Lo sabía. El olor del guiso que Nivaldo había puesto a calentar le arañaba las tripas.
—¿Y cómo es ella? Esa mujer con la que se ha casado.
—Una hembra bastante guapa. Se llama Rosa Sert. ¿Qué puede decir un hombre de la esposa de otro, apenas tras un vistazo? Callada, más bien casera. Vino varias veces con él por aquí.
—¿De verdad quiere vendérselo?
—Quiere el dinero. —Nivaldo se encogió de hombros—. Cuando un hombre se casa, siempre necesita dinero.
Nivaldo sacó la olla de la lumbre, alzó la tapa y sirvió una buena porción de guiso en un plato. Cuando le llevó un pedazo de pan y rellenó los vasos de vino, Josep engullía ya la comida y saboreaba las alubias negras, la butifarra, la buena dosis de ajo. En verano hubiera habido guisantes, berenjena, tal vez colinabo. En cambio ahora sabía a jamón, algún pedazo de conejo correoso, cebollas, patatas. Se decía que Nivaldo casi nunca lavaba la olla porque a medida que su contenido se iba reduciendo siempre se añadían nuevos ingredientes al guiso.
Josep vació el plato y aceptó una segunda ración.
—¿Hay alguien interesado en comprar?
—Siempre hay unos cuantos que se interesan. Roca mataría por esa tierra, pero no hay ni la menor posibilidad de que logre comprarla. Lo mismo le ocurre a la mayoría: no hay dinero. Pero Ángel Casals quiere la tierra para su hijo Tonio.
—¿El alcalde? Pero ¡si Tonio es su primogénito!
—Se ha entregado al coñac y pasa la mayor parte del tiempo borracho. Ángel no se lleva bien con Tonio y no confía en él para que se encargue de la granja. Como los dos hermanos menores son buenos trabajadores, les dejará todo y está buscando tierras para Tonio.
—¿Ha hecho una oferta?
—Todavía no. Ángel está esperando y haciéndose rogar para poderse quedar la tierra al mejor precio. Ángel Casals es el único que conozco que puede permitirse comprar tierras para dejar a su hijo instalado. En este pueblo cada vez somos más pobres. Todos los hijos menores se van a vivir a otros sitios, tal como hiciste tú. Aquí ya no queda ninguno de tus amigos.
—¿Manel Calderón? —preguntó como quien no quiere la cosa.
—No. Tampoco he sabido de él desde hace tres años —contestó Nivaldo. Josep sintió un miedo conocido.
—¿Guillem Parera? —dijo, por nombrar al miembro del grupo de cazadores que en otro tiempo fuera su mejor amigo.
—Mierda, Josep. Guillem murió.
«¿Muerto?»
—Ah, no.
«Te lo dije. Tendrías que haberte quedado conmigo,
jodido
Guillem.»
—¿Estás bien, Tigre? —preguntó Nivaldo bruscamente.
—¿Qué le pasó? —preguntó Josep, aunque temía la respuesta.
—Es evidente que, después de irse contigo y con los otros, también dejó el Ejército. Supimos que apareció en Valencia y que encontró trabajo en la restauración de la catedral, trasladaba esos bloques enormes de piedra. Uno de ellos resbaló y lo aplastó.
—Oh... Qué mala manera de morir.
—Sí. Éste es un mundo de muerte, amigo.
Joder, pobre Guillem. Nervioso y desanimado, Josep logró al fin levantarse.
—Necesito alubias y arroz. Chorizo. Un pedazo bien grande, Nivaldo, por favor. Y aceite y manteca.
El
anciano
fue reuniendo lo que le había pedido y añadió a la cesta una col pequeña como regalo de bienvenida. Nunca cobraba nada por el guiso y el vino; Josep pagó unas pocas monedas de más. Con Nivaldo siempre se hacía así.
No pudo evitarlo:
—¿Teresa Gallego sigue aquí?
—No. Se casó hace un par de años con un zapatero remendón. Luis... Montres, Mondres..., algo así. Un primo de los Calderón que vino en larga visita al pueblo desde Salamanca. Llevaba un traje blanco en la boda y habla español como los portugueses. Se la llevó a Barcelona, donde tiene una zapatería en la calle Sant Doménec del Cali.
Una vez confirmado lo que temía, Josep asintió y saboreó la amargura del arrepentimiento. Replegó su sueño de Teresa y lo guardó.
—¿Recuerdas a Maria del Mar Orriols? —preguntó Nivaldo.
—¿La novia de Jordi Arnau?
—Sí. La dejó con el vientre preñado cuando se fue con vosotros. Ella tuvo un crío que se llama Francesc. Luego se casó con tu vecino, Ferran Valls, y éste dio al niño sus apellidos.
—¿Ferran?
Un hombre mayor, silencioso. Bajo, de cuerpo ancho, cabeza grande. Viudo, sin hijos.
—Ferran Valls murió también. Se cortó una mano y la fiebre se lo llevó deprisa. Aún no había pasado un año desde que se casaran.
—¿De qué vive ella?
—El viñedo de los Valls ahora es suyo. El año pasado, durante un tiempo, Tonio Casals vivió con ella. Algunos temían que se casaran, pero ella se dio cuenta pronto de que Tonio se vuelve peor que una serpiente cuando bebe. Lo echó. Ella y el niño apenas salen. Maria del Mar trabaja mucho, se ocupa de la tierra como si fuera un hombre. Cultiva uvas y las vende para hacer vinagre, como todo el mundo —explicó Nivaldo. Luego se lo quedó mirando—. Yo también me aparté del Ejército en otro tiempo. ¿Quieres que hablemos de lo que te pasó?
—No.
—En Madrid ha cambiado todo, pero no como tu padre y yo esperábamos. Te montamos en el caballo que no ganó —dijo Nivaldo con pesadumbre, y Josep asintió—. ¿Hay algo que pueda hacer para darte la bienvenida?
—No me iría mal otro plato de tu guiso —contestó Josep.
El anciano sonrió y se levantó para servírselo.
Josep fue al cementerio y encontró la tumba donde le había dicho Nivaldo. No habían podido enterrarlo junto a su madre por falta de sitio. La tumba de ella tenía el mismo aspecto de siempre.
Maria Rosa Huertas
Esposa y Madre
2 de enero de 1835 — 20 de mayo de 1860
A su padre lo habían enterrado en un extremo, en el rincón del sudeste, justo a la izquierda del cerezo. Aquel árbol ofrecía cada año unas cerezas gruesas, moradas, pura tentación. Los aldeanos las evitaban, temerosos de que se hubieran nutrido de los cuerpos que yacían en las tumbas, pero su padre y Nivaldo siempre las recogían.
La tierra bajo la que descansaba su padre había tenido tiempo ya de asentarse, pero aún no había crecido en ella la hierba. Josep se entristeció y arrancó unas pocas malas hierbas con aspecto distraído. Si estuviera ante la tumba de Guillem, podría hablar con su viejo amigo; en cambio, no sentía ninguna conexión con sus padres muertos, ambos presentes en aquel cementerio. Cuando murió su madre él tenía ocho años. Ahora se daba cuenta de que él y su padre nunca habían compartido palabras con demasiado significado.
En la tumba de su padre no había lápida. Tendría que preparar una.
Al fin salió del cementerio y se fue a la plaza. Ató su balde a la cuerda, lo soltó dentro del pozo y se fijó en lo mucho que tardaba en sonar la primera salpicadura. Tal como había observado en el río, había poca agua. Cuando recuperó el balde lleno, bebió a grandes sorbos y lo volvió a llenar para llevárselo a casa con sumo cuidado y guardar el agua en los dos cántaros que la mantendrían fresca.
Esta vez, cuando pasó por el terreno del alcalde, sí que notaron su presencia. Tonio y Jaume abandonaron lo que estuvieran haciendo y lo miraron fijamente. Jaume alzó una mano en dirección a él. Josep tenía las dos manos ocupadas con la cesta y el balde, pero gritó un alegre «¡Hola!» para saludarlos. A los pocos minutos, en cuanto soltó el balde para flexionar la mano, que ya se le acalambraba, miró hacia atrás y vio que habían enviado al más joven de los hermanos Casals —de pronto recordó que aquel muchacho se llamaba Jordi— para que lo siguiera y se asegurara de que, efectivamente, Josep Álvarez había vuelto a casa.
Al llegar a la masía de los Álvarez dejó la cesta y el balde en el suelo. No le costó arrancar el cartel de En venta para luego voltearlo por encima de su cabeza y lanzarlo al vuelo hacia un montón de espesa maleza.
Después miró camino abajo y sonrió al ver que el joven Jordi Casals se escabullía como animal en estampida para contar a su padre y a sus hermanos lo que acababa de presenciar.
Aunque a Josep le molestaban las muestras del desaliño con que Donat se había ocupado de la casa, a la hora de ponerse a trabajar lo que le atrajo no fue el interior del edificio, sino la viña. Desbrozó las malas hierbas y podó las cepas, el mismo trabajo que había hecho en su etapa final en el viñedo de los Mendes, mucho más grande. Le proporcionaba un placer sobrecogedor hacer en aquella parcela de tierra pequeña y destartalada, que pertenecía a su familia desde hacía ciento ocho años, lo mismo que, en su última etapa en Francia, había hecho bien y con orgullo a cambio de un sueldo. En tiempos lejanos de la agricultura en España, sus ancestros habían sido siervos primero, y más adelante jornaleros, en los campos de cultivo de la Galicia asediada por la pobreza. En el año 1766 las cosas cambiaron para la familia Álvarez cuando el rey Carlos III se dio cuenta de que gran parte del campo se mantenía en barbecho y sin trabajadores, mientras que en las aldeas se apiñaba la gente desposeída de tierras: gente descontenta y, por lo tanto, políticamente peligrosa. El Rey había nombrado entonces al conde Pedro Pablo de Aranda, un líder militar que se había distinguido como capitán general de los ejércitos, para supervisar un programa ambicioso de reforma de la tierra que consistía en parcelar y redistribuir tierras públicas, así como algunas extensiones que habían pasado a ser propiedad de la Corona al comprar vastos terrenos de los que se deshacía la Iglesia.