Josep era muy consciente de que la chica estaba a su lado. Ambos permanecían sin hablar, él con la vista decididamente fija en un edificio del otro lado de la estrecha calle para no mirarla a ella; tal vez Teresa estuviera tan embrujada como él. Cuando quisieron darse cuenta de que se acercaba la santa, ya casi se les había echado encima. La calle era muy angosta en esa parte. Apenas quedaban unos pocos centímetros a cada lado de la plataforma, que a veces rozaba estrepitosamente las paredes de piedra de los edificios hasta que sus portadores conseguían hacer las mínimas correcciones necesarias para pasar limpiamente.
Josep miró hacia delante y vio de inmediato que más allá de la forja la calle se ensanchaba, aunque ya estaba ocupada por una multitud de mirones.
—Señorita —dijo para avisarle, dirigiéndose a ella por primera vez.
En la pared de la forja del herrero había un hueco estrecho, y Josep, tomando a la chica del brazo, la empujó hacia allí y se apretó con ella justo cuando la plataforma pasaba a su altura. Si llegan a estar todavía al nivel de la calle, el peso brutal de la plataforma los hubiera aplastado y machacado. Pese a estar refugiados, notó que el borde de la plataforma le rozaba el pantalón en la parte trasera de los muslos. Si alguien le daba un empujón, podían lesionarse.
Sin embargo, apenas se daba cuenta del peligro. Estaba apretujado contra el cuerpo de la chica, tan cerca de ella, increíblemente consciente de todas sus sensaciones.
Por primera vez le examinó la cara de cerca y sin verse obligado a apartar la mirada a los dos segundos. Se dijo que nadie la tomaría por una de las famosas bellezas del mundo. Sin embargo, para él su cara era incluso algo mejor que eso.
Tenía los ojos de un tamaño corriente, de un marrón suave; las pestañas eran largas, las cejas amplias y oscuras. La nariz, pequeña y recta, con las fosas finas. Los labios eran gruesos; el superior, rasgado. Los dientes, fuertes y blancos, más bien grandes. Olió el ajo que Teresa había comido. Tenía una barbilla muy agradable. Bajo la mandíbula, en el lado izquierdo, había un lunar marrón casi redondo y Josep quiso tocarlo.
Quería tocar todo lo que veía.
Ella no pestañeó. Sus ojos se encadenaron. No había nada más que mirar.
Santa Eulalia ya había pasado. Josep dio un paso atrás. Sin decir palabra, la chica se escabulló y huyó calle abajo.
Josep se quedó quieto, sin saber adónde mirar, seguro de que todo el vecindario lo observaba fijamente por haber apretado su endurecida virilidad contra la pureza de aquella hembra. Pero cuando alzó los ojos avergonzados y miró en derredor, vio que nadie lo estaba mirando con ningún interés ni parecía haberse dado cuenta de nada, así que procedió a alejarse también de allí.
Durante las semanas siguientes evitó a la niña, incapaz de enfrentarse a su mirada. Pensó que era inevitable que ella no deseara tener nada que ver con él. Lamentó amargamente haber ido a la forja el día de la santa, hasta que una mañana Teresa Gallego y él se encontraron en el pozo de la plaza. Mientras iban sacando agua se pusieron a hablar.
Se miraron a los ojos y pasaron mucho rato hablando, en voz baja y con seriedad, como corresponde a dos personas unidas por santa Eulalia.
Exactamente una semana después del regreso de Josep, su hermano Donat acudió a la masía con su mujer, Rosa Sert. Llevaba en la cara una curiosa mezcla de bienvenida y recelo. Donat siempre había sido rollizo, pero ahora le colgaba la papada bajo la mandíbula y el abdomen se le había hinchado como si tuviera levadura. Josep se dio cuenta de que Donat sería pronto un hombre gordo de verdad.
Su hermano mayor, un semidesconocido que vivía en la ciudad.
Intercambió besos con ambos. Rosa era baja y rellena, una mujer de aspecto agradable. Lo miraba todo con atención, pero le dedicó una sonrisa tentativa.
—Papá dijo que te habías hecho soldado, probablemente en el País Vasco —dijo Donat—. ¿No era ése el propósito de aquel grupo de cazadores? ¿Formarte como soldado?
—Luego no salió así.
Josep no ofreció explicaciones, pero sí les habló de sus cuatro años de trabajo en el Languedoc. Sirvió un trago, lo último que le quedaba en la bota que se había llevado de Francia, y ellos devolvieron el cumplido con
vin ordinaire
, aunque ya hacía tiempo que estaba picado.
—¿Así que trabajas en una fábrica textil? ¿Te gusta el trabajo?
—Lo suficiente. Da dinero dos veces al mes, haya granizo o sequía, o cualquier otra calamidad.
Josep asintió.
—Es bueno tener ingresos fijos. ¿Y en qué consiste tu trabajo?
—Ayudo a un operario que se encarga de vigilar los carretes de los que obtienen el hilo los telares. Si se rompe el hilo, lo reanudamos con nudos de tejedor. Cambio los carretes antes de que se les acabe el hilo. Es una fábrica grande, con muchos telares que funcionan con vapor. Hay posibilidades de prosperar. Espero llegar a ser algún día mecánico de los telares o de las máquinas de vapor.
—¿Y tú, Rosa?
—¿Yo? Examino la ropa y remiendo los defectos. Me ocupo de las manchas, y cosas por el estilo. A veces hay una imperfección o un agujerillo, y entonces uso aguja e hilo para zurcirlo y que no se vea.
—Tiene mucha maña —dijo Donat con orgullo—, pero a las mujeres hábiles les pagan menos que a un hombre torpe.
Josep asintió. Hubo una tregua momentánea.
—Bueno, ¿y ahora qué vas a hacer tú? —preguntó Donat.
Josep sabía que debían de haberse dado cuenta de que el cartel de En venta había desaparecido.
—Cultivar uvas. Hacer vino para vinagre.
—¿Dónde?
—Aquí.
Los dos lo miraron horrorizados.
—Gano menos de dos pesetas al día —dijo Donat—. Durante dos años cobraré sólo media paga mientras aprenda el oficio, y necesitaré dinero. Voy a vender la tierra.
—Y yo la voy a comprar.
Donat tenía la boca abierta y Rosa los labios tan apretados que su boca se reducía a una línea de preocupación.
Josep dio explicaciones con toda la paciencia posible.
—Sólo hay una persona que quiera comprar esta tierra: Casals, que te daría un precio de pacotilla. Y de esa calderilla del alcalde, un tercio me corresponde a mí en tanto que hijo menor.
—Papá siempre lo dejó claro. ¡Todo el viñedo era para mí!
Era cierto que siempre lo había dejado claro.
—La tierra te correspondía sin reparto porque sólo una familia puede vivir de ella cultivando uvas para hacer vinagre. Pero padre no te dejó la tierra para que pudieras venderla, como sabes. Como sabes bien. Como sabes perfectamente y sin ninguna duda, Donat. —Se clavaron las miradas y fue su hermano quien la desvió primero—. De modo que debe aplicarse la regla: dos tercios para el primogénito, uno para el segundo. Te pagaré a un buen precio, mejor que Ángel Casals. A esa suma le restaremos un tercio, porque no te voy a pagar por lo que ya es mío.
—¿Y de dónde vas a sacar el dinero? —preguntó Donat, en voz demasiado baja.
—Venderé la uva, como siempre hizo padre. Te haré un pago cada tres meses hasta que haya cubierto el total.
Se quedaron los tres sentados en silencio, mirándose.
—Durante mis cuatro años de duro trabajo en Francia he ahorrado la mayor parte de mi salario. Te puedo dar el primer pago ahora mismo. Durante mucho tiempo, cada tres meses tendrás un ingreso extraordinario. Sumado a lo que podáis ganar entre los dos, las cosas os resultarán más fáciles. Y la tierra seguirá perteneciendo a la familia Álvarez.
Donat miró a Rosa y ésta se encogió de hombros.
—Tienes que firmar un papel —dijo a Josep.
—¿Un papel? ¿Por qué? Esto es un asunto entre hermanos.
—Aun así, hay que hacerlo de la manera adecuada —dijo, con tono decidido.
—¿Desde cuándo se necesita un papel entre hermanos? —preguntó Josep a Donat. Se dejó llevar por el enfado—. ¿Por qué razón tendrían que dar dinero dos hermanos a un leguleyo?
Donat guardó silencio.
—Estas cosas se hacen así —insistió Rosa—. Mi primo Carles es abogado y se encargará de los papeles por muy poco dinero.
Los dos se miraron con terquedad, y esta vez fue Josep quien desvió la mirada y se encogió de hombros.
—Muy bien. Pues traedme el maldito papel —respondió.
Volvieron al domingo siguiente. El documento era un papel blanco y terso, de aspecto importante. Donat lo sostuvo como si fuera una serpiente y se lo pasó, aliviado, a Josep.
Intentó leerlo, pero estaba demasiado nervioso e irritado: las palabras de aquellas dos páginas le flotaban ante los ojos y supo qué debía hacer.
—Esperadme aquí —dijo en tono cortante.
Los dejó sentados a la mesa que él todavía consideraba propiedad de su padre.
Nivaldo estaba en su piso, encima de la tienda, con el periódico
El Cascabel
abierto. Los domingos no abría el negocio hasta que terminaba la misa, cuando se acercaban los feligreses a comprar víveres para toda la semana. Tenía el ojo malo cerrado y achinaba ferozmente el otro ante el periódico, como hacía siempre que leía algo. A Josep le recordaba a un halcón.
Josep no había conocido a ningún hombre más listo que Nivaldo. Lo consideraba capaz de llegar a ser cualquier cosa que se propusiera. Una vez le había dicho que no recordaba haber ido a la escuela. La misma semana de 1812 en que los británicos forzaban a José Bonaparte a abandonar Madrid, Nivaldo había huido de los campos de azúcar de su Cuba natal. A sus doce años, se escondió en un bote que partía hacia Maracaibo. Fue gaucho en Argentina y soldado en el Ejército español, del cual —según había confesado a Josep su padre— había desertado. Había trabajado en barcos veleros. Por algún comentario enigmático que hacía de vez en cuando, Josep estaba seguro de que Nivaldo había sido corsario antes de instalarse como tendero en Cataluña. Josep no sabía dónde aquel hombre había aprendido a leer y escribir, pero ambas cosas se le daban tan bien que había podido enseñar a Josep y a Donat cuando eran pequeños; sentados a su mesita, les daba clases interrumpidas a veces por algún cliente que entraba en la tienda en busca de un pedazo de chorizo o unas tajadas de queso.
—¿Qué pasa, Nivaldo?
El hombre suspiró y plegó
El Cascabel
.
—Son malos tiempos para el Ejército del Gobierno, que ha sufrido una de sus peores derrotas. Tras una batalla en el norte, los carlistas han tomado dos mil prisioneros entre sus tropas. Y hay problemas en Cuba. Los americanos están regalando armas y provisiones a los rebeldes. Los americanos casi pueden mear en Cuba desde Florida, y no se contentarán hasta que la isla sea suya. No soportan que una joya como Cuba se dirija desde un país tan lejano como España. —Plegó
El Cascabel
—. Bueno, ¿qué te trae por aquí? —preguntó, malhumorado.
Josep adelantó la mano con el papel del abogado.
Nivaldo lo leyó en silencio.
—Ah, compras la viña. Está muy bien.
Volvió a leer el documento y lo estudió de nuevo desde el principio. Luego suspiró.
—¿Lo has leído?
—La verdad es que no.
—Jesús. —Se lo devolvió—. Léelo con cuidado. Y luego, lo vuelves a leer.
Esperó con paciencia hasta que Josep lo hubo terminado, y entonces cogió el papel.
—Aquí. —Su índice torcido señalaba un párrafo—. Su abogado dice que, si te saltas un solo pago, Donat recupera la tierra y la masía.
Josep gruñó.
—Tienes que decirle que hay que cambiar esa parte. Si te van a sacar el dinero, por lo menos diles que sólo perderás la tierra cuando te hayas saltado tres pagos seguidos.
—Que se vayan al diablo. Firmaré el maldito documento tal como está. Regatear y reñir con mi hermano por la tierra de la familia me hace sentir sucio.
Nivaldo se inclinó hacia delante, agarró a Josep con fuerza por la muñeca y lo miró a los ojos.
—Escúchame, Tigre —dijo con amabilidad—. Ya no eres un niño. No eres tonto. Tienes que protegerte.
Josep se sentía como un crío.
—¿Y si no aceptan el cambio? —preguntó en tono sombrío.
—Seguro que no lo aceptan. Ellos esperan que regatees. Diles... que si alguna vez te atrasas con algún pago, estás dispuesto a añadir el diez por ciento en el siguiente.
—¿Te parece que eso lo aceptarán?
Nivaldo asintió.
—Creo que sí.
Josep le dio las gracias y se levantó para salir.
—Tenéis que redactar ese cambio y luego Donat y tú tenéis que firmar con vuestro nombre junto a la corrección. Espera. —Nivaldo sacó el vino y dos vasos. Tomó la mano de Josep y la estrechó—. Te doy mi bendición. Ojalá tengas buena suerte, Josep.
Éste se lo agradeció. Se bebió el vino deprisa, como no debe beberse, y luego volvió a la masía.
Donat dio por hecho que Josep había ido a consultar a Nivaldo, a quien respetaba tanto como su hermano, y no era proclive a discutir por el cambio que le proponía. Pero, tal como esperaba Josep, Rosa objetó de inmediato:
—Es necesario que sepas que has de pagar sin falta —le dijo en tono severo.
—Y ya lo sé —gruñó él.
Cuando ofreció a cambio el pago de una penalización del diez por ciento, ella pensó un largo y doloroso rato antes de asentir.
Ellos lo miraron mientras anotaba trabajosamente los cambios y estampaba su firma dos veces en cada una de las dos copias.
—Mi primo Caries, el abogado, nos dijo que si había cambios, tenía que leerlos él antes de que firmase Donat —dijo Rosa—. Vendrás a Barcelona a recoger tu copia?
Josep sabía que quería decir: «A pagarnos nuestro dinero». No tenía ningunas ganas de ir a Barcelona.
—Acabo de venir andando desde Francia —contestó fríamente.
Donat parecía avergonzado. Estaba claro que deseaba aplacar a su hermano.
—Yo volveré al pueblo cada tres meses a recoger tus pagos. Pero... ¿por qué no vienes a visitarnos el próximo sábado por la noche? —propuso a Josep—. Puedes recoger tu copia firmada, darnos el primer pago y luego montamos una buena fiesta. Te enseñaremos cómo se celebran las cosas en Barcelona.
Josep estaba harto. Sólo quería perderlos de vista y accedió a visitarlos a finales de la semana.
Cuando se fueron, se quedó sentado a la mesa en la casa silenciosa, como aturdido.
Al fin se levantó, salió y se puso a trabajar en las viñas.
Era como si de repente se hubiera transformado en el hijo mayor. Sabía que debía sentir entusiasmo y alegría, pero las dudas le pesaban como un lastre.