La gente del pueblo estaba acostumbrada a verlos juntos siempre que no estaban trabajando en las viñas de sus respectivos padres. Era más fácil mantener el comportamiento apropiado durante el día, cuando todos los ojos del pueblo hacían de testigos. Por la noche, bajo el manto de la oscuridad, era más difícil porque la llamada de la carne se volvía más fuerte. Empezaron a tomarse de la mano mientras caminaban, un primer contacto erótico que les hizo querer más. La oscuridad era el cuarto privado que permitía a Josep abrazarla y darle torpes besos. Se apretujaban de tal manera que cada uno aprendía del otro por el rastro táctil del muslo, el pecho, la entrepierna, y se besaban largamente mientras pasaba el tiempo, hasta tal punto que se familiarizaron el uno con el otro.
Una noche de agosto, mientras el pueblo boqueaba bajo el aire caliente y pesado, fueron al río, se quitaron la ropa, se sentaron uniendo las cinturas en el fluir amable del agua y se exploraron mutuamente con un asombro excitado, tocándose por todas partes el vello, la desnudez, músculos y curvas, suaves pliegues de la piel, duras uñas de los pies, duricias y callos, fruto del penoso trabajo. Ella lo acunó como a un niño. Él descubrió y tocó suavemente el dique, que probaba su inocencia, como si una araña hubiera entrado allí para tejer una tela virginal de fina y cálida carne. Amantes nada mundanos, disfrutaron de aquella novedad prohibida, pero no sabían muy bien qué hacer con ella. Habían visto acoplarse a los animales, pero cuando intentaron emularlo Teresa se volvió categóricamente irritada y asustada.
—¡No! No, no sería capaz de mirar a Santa Eulalia —dijo en tono violento.
Josep movió la mano de ella hasta que brotaron de él suficientes semillas para repoblar una aldea entera y luego flotaron corriente abajo en el río Pedregós. No era el gran destino sensual que, según sabían por instinto, los esperaba en el horizonte. Pero reconocieron haber pasado un mojón en el camino y de momento les satisfizo aquella insatisfacción.
La quemazón disolvió bien pronto su complacencia en el futuro. Él sabía que la respuesta a su dilema era una boda urgente, pero para conseguirlo necesitaba encontrar trabajo. En una aldea rural de minúsculos terrenos agrícolas era imposible, pues prácticamente todos los campesinos tenían su propia mano de obra y los hijos jóvenes competirían salvajemente con Josep en el improbable caso de que apareciera alguna posibilidad de trabajar.
Anhelaba huir de aquel pueblo que lo mantenía prisionero sin esperanzas y soñaba encontrar algún lugar en el que se le permitiera trabajar con entusiasmo y aplicar todas sus fuerzas a ganarse la vida.
Mientras tanto, a Josep y a Teresa les costaba quitarse las manos de encima.
Josep se volvió irritable y tenía los ojos rojos. Tal vez su padre lo notó, porque habló con Nivaldo.
—Josep, quiero que vengas conmigo mañana por la noche —dijo Nivaldo a Josep.
Éste asintió.
—¿Adónde?
—Ya lo verás —respondió Nivaldo.
Al anochecer del día siguiente caminaron juntos cuatro leguas desde el pueblo hasta llegar a un camino desierto que llevaba a una pequeña estructura asimétrica de piedra enyesada.
—La casa de Nuria —dijo Nivaldo—. Hace años que vengo. Ahora que se ha retirado, visitamos a su hija.
Dentro, los recibió amablemente una mujer de más de mediana edad que detuvo la calceta el tiempo suficiente para aceptar de Nivaldo una botella de vino y un billete.
—Aquí está mi amigo Nivaldo, o sea que es el cuarto jueves del mes. Y... ¿dónde está Marcel Álvarez?
Nivaldo echó una mirada velada a Josep.
—No ha podido venir esta noche. Éste es su hijo, mi amigo Josep.
La mujer miró a Josep y asintió.
—¡Niña! —llamó.
Una mujer más joven abrió la tela que separaba las dos habitaciones de la casita. Al ver a Nivaldo junto a su madre, y a Josep solo y aparte, lo llamó con un dedo. Nivaldo le dio un empujón en la espalda.
La pequeña habitación que se abría tras la cortina tenía dos esterillas.
—Me llamo Renata —dijo la chica.
Tenía un cuerpo rechoncho, el cabello largo y negruzco, la cara redonda con una nariz larga.
—Yo, Josep.
Cuando la chica sonrió, Josep vio que tenía los dientes cuadrados y anchos, con algunos huecos. Pensó que tendría más o menos la misma edad que él. Se quedaron mirándose un rato, hasta que ella se quitó el vestido negro con un solo movimiento, como si fuera una segunda piel.
—Venga. Quítatelo todo. Es más divertido, ¿no?
Era una chica fea y amable. Sus pechos gruesos tenían grandes pezones. Consciente de que los otros podían oírlo todo desde el otro lado de la cortina, Josep se desnudó. Cuando ella se tumbó en el catre arrugado y abrió sus cortas piernas, él no fue capaz de mirar aquella mancha oscura. La chica lo guió con destreza para que entrase en ella y todo terminó casi de inmediato.
Luego Nivaldo aprovechó su turno en la pequeña habitación, bromeó con Renata y se rió a carcajadas mientras Josep, sentado, lo oía todo y miraba a la madre. Mientras hacía punto, Nuria tarareaba cantos religiosos, de los cuales Josep reconocía algunos.
Cuando volvían de camino a casa, Josep dio las gracias a Nivaldo.
—De nada —respondió éste—. Eres un buen muchacho, Josep. Sabemos que es duro ser el segundo hijo, con una dulce chiquilla que te vuelve loco y sin trabajo.
Guardaron silencio un rato. Josep sentía el cuerpo más relajado y aliviado, pero su mente seguía preocupada y confusa.
—Están empezando a pasar cosas importantes —explicó Nivaldo—. Habrá guerra civil, de las grandes. La reina Isabel ha huido a Francia y Carlos VII está reuniendo un ejército, una milicia que se dividirá en regimientos tocados de gorras rojas. El movimiento tiene el apoyo del pueblo por toda España y también de la Iglesia, así como de muchos soldados y oficiales del Ejército español.
Josep asintió. Apenas le interesaba la política. Nivaldo lo sabía, y lo miró atentamente.
—Esto te va a afectar —le dijo—. Afectará a toda Cataluña.
Hace ciento cincuenta años, Felipe V... —Hizo una pausa para escupir—. Felipe V prohibió el catalán, revocó la constitución catalana y se cargó el fuero, la carta que establecía los derechos y privilegios y la ley particular de Cataluña. Carlos VII ha prometido restaurar los fueros de Cataluña, Valencia y Aragón.
»El Ejército español está ocupado con los levantamientos de Cuba. Creo que Carlos tiene muchas opciones de imponerse. Si lo hace, la milicia se convertirá en ejército nacional en el futuro y ofrecerá buenas opciones para tu carrera.
»Tu padre y yo... —añadió Nivaldo con cuidado— hemos oído que va a venir un hombre a Santa Eulalia, un oficial herido al que envían al campo para que se recupere. Mientras esté aquí, buscará hombres jóvenes que puedan convertirse en buenos soldados carlistas.
El padre de Josep le había explicado que su futuro tendría que estar en la Iglesia o en el Ejército. Nunca había deseado ser soldado, pero por otro lado tampoco anhelaba ser sacerdote.
—¿Y cuándo viene este hombre? —preguntó con cautela.
Nivaldo se encogió de hombros.
—Si me convirtiera en soldado, abandonaría el pueblo. Iría a servir en algún otro lado, ¿no?
—Bueno, claro... He oído que los regimientos de milicianos se están formando en el País Vasco.
«Bien», se dijo Josep, taciturno. Odiaba aquel pueblo que no le ofrecía nada.
—...Pero no enseguida. Primero te han de aceptar. Ese hombre... trabajará con un grupo de jóvenes y sólo escogerá a los mejores del grupo para que se conviertan en soldados. Busca jóvenes a los que pueda formar para que luego enseñen a los demás lo que hayan aprendido. Estoy seguro de que podrías conseguirlo. Creo que es una buena oportunidad, porque si uno entra en un ejército cuando está empezando a existir y luego consta en su historial que fue escogido de ese modo, por sus propios méritos, asciende de rango con rapidez.
»Los carlistas no quieren llamar la atención con su reclutamiento —continuó Nivaldo—. Cuando los jóvenes se entrenen en Santa Eulalia, irán todos juntos como si acudieran a una reunión de amigos.
—¿Una reunión de amigos?
Nivaldo asintió.
—Dicen que es una organización social. Un grupo de cazadores.
Nada cambió durante unas cuantas semanas, y a Josep se le hicieron tan largas que al final no pudo evitar dirigirse a Nivaldo:
—¿Y el hombre que se suponía que iba a venir? ¿Ha pasado algo? ¿Ya no vendrá?
Nivaldo estaba abriendo un pequeño barril de bacalao.
—Creo que sí vendrá. Hay que tener paciencia. —El ojo bueno lanzó una mirada a Josep—. Entonces, ¿te has decidido? ¿Quieres ser soldado?
Josep se encogió de hombros y asintió. No tenía más perspectivas.
—Yo también lo fui durante unos cuantos años. Hay algunas cosas que tener en cuenta acerca de esa clase de vida, Tigre. A veces es un trabajo muy aburrido y los hombres se dan a la bebida, y así se condenan. Y en torno a ellos se congregan las mujeres sucias, de modo que conviene protegerse del chancro. No des un mordisco al bocado del placer hasta que estés seguro de que no lleva anzuelo. —Sonrió—. Eso lo dijo un sabio alemán... o inglés.
Partió un pedacito de bacalao y mordisqueó una punta para asegurarse de que no estaba malo.
—Otro aviso: no deberías revelar que sabes leer y escribir, porque probablemente te asignarán un trabajo de oficina, y a los oficinistas se les pega el rango bajo como a los cerdos el olor. Deja que el Ejército te enseñe a ser buen soldado, porque ésa es la manera de avanzar, y diles que sabes leer y escribir sólo cuando eso suponga una ventaja. Creo que algún día te harán oficial. ¿Por qué no? Después, todo te será posible en la vida.
A veces Josep soñaba despierto y se veía en formación con otros muchos hombres, armado con una espada y urgiendo a los demás a cargar. Intentaba no pensar en posibilidades menos agradables, como tener que luchar con otros seres humanos, herirlos, matarlos, acaso recibir alguna herida dolorosa o incluso perder la vida.
No podía entender por qué Nivaldo lo llamaba Tigre. Había tantas cosas que le daban miedo.
Había trabajo pendiente en la viña. Tenía que fregar todas las cubas grandes, así como el surtido de barriles, y una pequeña parte de la mampostería de la casa requería reparaciones. Como siempre que algún trabajo implicaba esfuerzos arduos o desagradables, Donat se había escaqueado.
Aquella tarde, él y su padre se sentaron con Nivaldo en la tienda.
—Ya está aquí —dijo Nivaldo—. El hombre.
Josep notó que se le abrían mucho los ojos.
—¿Dónde?
—Se quedará en casa de los Calderón. Dormirá en su vieja leñera.
—Como Nivaldo tiene algo de experiencia con el Ejército —explicó el padre de Josep—, le he pedido que se dirija a él en nuestro nombre.
Nivaldo asintió.
—Ya hemos hablado. Está dispuesto a permitirte probarlo —dijo a Josep—. Mañana por la mañana se reunirá con algunos jóvenes locales en un claro del bosque, detrás del viñedo de los Calderón. A la hora de la primera misa.
Al día siguiente, era aún oscuro cuando Josep llegó a la viña de los Calderón. Se abrió paso lentamente entre las hileras de parras hasta el final del campo. Como no tenía la menor idea de adónde ir desde allí, se quedó donde terminaban las vides y empezaba el límite del bosque, y esperó.
Sonó una voz en la oscuridad:
—¿Cómo te llamas?
—Josep Álvarez.
El hombre apareció a su lado.
—Sígueme. —Dirigió a Josep por un estrecho sendero que se adentraba en el bosque hasta llegar a un claro—. Eres el primero en llegar. Ahora, vuelve al lugar donde te he encontrado. Tú guiarás a los demás hasta aquí.
Enseguida empezaron a llegar:
Enric Vinyes y Esteve Montroig, casi a la vez.
Manel Calderón, tropezando desde la casa y frotándose los ojos.
Xavier Miró, precedido por su coro matinal de pedos.
Jordi Arnau, tan hosco en su duermevela que ni siquiera ofreció un saludo.
El torpe Pere Mas, que tropezó con una raíz al llegar al claro.
Guillem Parera, listo, silencioso y atento.
Miquel Figueres, con una sonrisa nerviosa.
Aquellos chicos se conocían de toda la vida. Se acuclillaron en el claro bajo la luz gris del alba y contemplaron al hombre, sentado tranquilamente en el suelo y sin sonreír, con la espalda recta.
Era de mediana altura y de piel oscura, tal vez del sur de España, con un rostro enjuto, pómulos altos y una nariz ganchuda y desafiante, como de águila. Llevaba el cabello negro muy corto y su cuerpo huesudo parecía duro y fuerte. Los jóvenes percibieron su mirada fría y observadora.
Cuando llegó Lluís Julivert —el noveno que se unía al grupo—, el hombre asintió con la cabeza. Era obvio que sabía a cuántos debía esperar. Se levantó y caminó hasta el centro del claro, y Josep vio entonces lo que no había detectado mientras lo seguía en la oscuridad: caminaba con una ligera cojera.
—Soy el sargento Peña —dijo.
Se dio la vuelta al ver que otro joven entraba en el claro. Era alto y flaco, con una mata de pelos tiesos y negros, y llevaba un mosquetón largo.
—¿Qué quieres?-preguntó en voz baja el tal Peña.
Mantuvo los ojos fijos en el arma.
—¿Esto es el grupo de cazadores? —preguntó el joven flaco.
Algunos de los jóvenes se echaron a reír al ver que se trataba de Jaumet Ferrer,
el Cortito
.
—¿Cómo has sabido que estábamos aquí?
—He salido a cazar, me he encontrado a Lluís y le he preguntado adónde iba. Me ha dicho que a reunirse con una partida de caza, así que he decidido seguirlo porque soy el mejor cazador de Santa Eulalia.
Se volvieron a reír de él, aunque cuanto había contado era cierto. Discapacitado desde la infancia, incapaz de comprender una serie de habilidades, Jaumet Ferrer se había concentrado en la caza con entusiasmo, con buenas maneras y desde muy pronto, y la gente se había acostumbrado a ver su figura de espantapájaros cuando regresaba de cazar con una brazada de pájaros, media docena de pichones o una liebre bien gorda. La carne era muy cara y las mujeres del pueblo siempre estaban felices de quedarse aquellas piezas a cambio de algo de calderilla.