—Es que te necesitamos. Te necesitamos, Josep.
Resultó que lo necesitaban en el cuarto nivel. Él recordaba de su juventud que era precisamente al cuarto nivel al que ascendía Eusebi Gallego, el padre de Teresa.
Tuvo sus dudas, pero acudió a los ensayos y descubrió que la construcción de un castillo humano empezaba con un ritual.
Los miembros del grupo iban uniformados: pies descalzos, pantalones blancos abolsados, camisas infladas, pañuelos atados con fuerza en torno a la cabeza para proteger las orejas. Se ayudaban mutuamente para ceñirse la faja. Los fajines eran largos, de unos tres metros; el ayudante lo mantenía estirado, bien tenso, mientras el otro pegaba el otro extremo a su cuerpo y luego giraba como una peonza, vuelta a vuelta, hasta quedar envuelto en un apretado corsé de tela que proporcionaba un rígido soporte para la columna vertebral, además de ofrecer un buen agarre a los otros escaladores.
Eduardo pasaba muchas horas planificando la torre sobre el papel, asignando las posiciones en función de las fortalezas y debilidades de cada escalador y analizando constantemente para hacer cambios. Insistía en que hubiera música en todos los ensayos, de modo que las grallas emitían su sonido estridente en cuanto él daba la orden de empezar la escalada.
Enseguida los llamó:
—Los del cuarto, venga.
Y Josep, Albert Flores y Marc Rubio ascendieron por las espaldas de los tres niveles anteriores.
Josep no daba crédito. Cuando ascendía para ocupar su lugar, el castillo había alcanzado sólo la mitad de su altura final, pero aun así él se sentía alto como un pájaro. Se tambaleó un instante, aterrorizado, pero los fuertes brazos de Marc lo sostuvieron y recuperó a la vez el equilibrio y la confianza.
Pasó un segundo y se agarraron todos con fuerza mientras los siguientes escaladores subían por sus espaldas y los pies y el peso de Briel Taulé se asentaban sobre los hombros de Josep.
El problema llegó con el quinto nivel, y Josep lo percibió al principio como una onda que le llegaba desde arriba, luego una sacudida que amenazaba con arrancar su mano del hombro de Marc y finalmente un tirón de las manos que hasta entonces lo habían equilibrado. Notó que las uñas de los pies de Briel le rascaban la mejilla y oyó el grito gutural de Albert:
—
Merda!
Cayeron todos juntos, cuerpo sobre cuerpo.
Josep quedó durante un momento desagradable con su cara bajo la axila de alguien, pero todo el mundo se desenredó deprisa, entre maldiciones y risas, cada uno según su personalidad. Había muchos rasguños, pero Eduardo tardó poco en comprobar que no había ninguna lesión seria.
«Qué extraño pasatiempo», pensó Josep. Sin embargo, incluso mientras lo pensaba, percibió una nueva certeza: acababa de descubrir algo que le iba a encantar.
Una cálida mañana de domingo, Donat llegó al pueblo y se sentaron los dos en el banco, cerca de la viña, a comerse un salchichón duro con un pan algo pasado.
Estaba claro que a Donat le parecía propio de un lunático cavar una bodega, pero le causó una impresión tremenda que Josep hubiera comprado las tierras de su vecino.
—Papá no se lo creería —dijo.
—Sí. Bueno, pero... no os voy a dar el pago de este cuatrimestre —dijo Josep en tono cuidadoso.
Donat lo miró alarmado.
—Tengo poco dinero, pero será como quedó arreglado en el contrato. Cuando haga el próximo pago, después de la cosecha, os daré también éste, más el diez por ciento.
—Rosa se va a enfadar —dijo Donat, con nervios.
—Tienes que explicarle que saldréis ganando con la espera, pues vais a recibir la penalización adicional.
Donat adoptó una actitud fría y distante.
—No lo entiendes. Tú no estás casado —dijo.
Josep no se lo discutió.
—¿Tienes más salchichón? —preguntó Donat, de mal humor.
—No, pero ven y pasaremos por la tienda de Nivaldo para que te quedes un buen pedazo de chorizo y te lo puedas comer de camino a casa —respondió Josep, al tiempo que daba una palmada en la espalda a su hermano.
Aquel verano el tiempo fue precisamente tal como lo hubiera encargado Josep si eso fuera posible: días de un calor tolerable y noches más frescas. Pasó muchas horas en la viña, deambulando entre las parras cuando terminaba el trabajo, rondando las cepas viejas cuyas yemas había seccionado, inspeccionándolo todo como si sus ojos pudieran asegurar que la uva crecería mejor en todas sus fases. Aquellas cepas daban unas uvas muy pequeñas. En cuanto empezó a oscurecerse, Josep fue tomando muestras y comprobando sabores inmaduros todavía, pero muy prometedores.
Concentrado en otros proyectos, trabajó poco en la bodega. En julio vació la cisterna de piedra que usara antaño su bisabuelo para pisar la uva, llevó a la casa de Quim todo lo que se había almacenado dentro —herramientas, cubos y bolsas de cal— y luego fregó la cisterna y la aclaró con agua del río, tras calentarla y mezclarla con sulfuro. La cisterna aún podía rendir buen servicio, pero la espita dispuesta para vaciar el mosto de las uvas pisadas se encontraba en mal estado y Josep entendió que debía cambiarla. Acudió varios viernes al mercado de Sitges en busca de una canilla usada, pero al final se rindió y compró una nueva, de bronce brillante.
Ya entrado el mes de agosto, aparecieron Emilio y Juan en la viña con el gran carromato de la tonelería, y Josep los ayudó a descargar las dos grandes cubas de madera de roble nuevas; olían tan bien que no podía creer que fueran suyas. Era la primera vez que veía cubas nuevas, y una vez colocadas en su lugar, junto a la casa de Quim, su aspecto era todavía mejor que su olor. Pagó una a Emilio, tal como habían acordado y, aunque eso suponía una severa disminución de sus ahorros y un aumento de su deuda, estaba tan emocionado que llamó a Maria del Mar para pedirle un favor. Ella fue corriendo a la granja de Ángel, compró huevos, patatas y cebollas y, mientras los toneleros se sentaban con Josep a beber su vino malo, encendió un fuego y preparó una enorme tortilla que al poco compartieron todos con deleite.
Josep estaba agradecido a Emilio y a Juan y lo pasaba bien en su compañía, pero estaba impaciente porque se fueran. Cuando al fin arrancaron con su carromato, regresó corriendo a la parcela de los Torras y se quedó un buen rato plantado ante sus cubas nuevas, sin más tarea que contemplarlas.
A medida que pasaban los días, Josep se ponía más ansioso e inquieto, con una conciencia aguda de los riesgos que había asumido. Estudiaba mucho el cielo, en espera de que la naturaleza lo torturara con granizo, chaparrones fuertes o cualquier otra calamidad, pero sólo en una ocasión cayó la lluvia, un gentil chubasco, y permaneció un tiempo de días calurosos y noches cada vez más frescas.
Maria del Mar disfrutaba de la tradición otoñal que habían establecido y tenía ganas de jugarse de nuevo a la carta más alta el orden en que vendimiarían las viñas, pero Josep le explicó que quería recoger antes las de ella porque en sus cepas más antiguas la uva no había madurado aún lo suficiente.
—Podríamos esperar hasta que maduren del todo, y entonces pasamos a mis tierras y cosechamos toda mi uva a la vez —propuso.
Ella lo aceptó.
Como siempre, Josep disfrutó trabajando con aquella mujer. Era una viticultora tremenda, con una energía increíble, y a veces él se tenía que esforzar para seguirle el ritmo a medida que avanzaban entre las hileras, recogiendo la uva a toda velocidad.
Descubrió que disfrutaba de su proximidad y la comparó con las demás mujeres que había conocido. Era más bella que Teresa y mucho más interesante. Tuvo que admitir que era más deseable que Juliana Lozano, Renata o Margit Fontaine, y que estar con ella le resultaba mucho más fácil que con cualquiera de las demás, siempre que no lo riñera por algo.
Cuando terminaron de prensar la uva, Josep y Maria del Mar pasaron a las tierras de él y cosecharon los racimos cuyo mosto iba destinado a hacer vinagre, cargándolos hasta la prensa como habían hecho siempre. Casi toda la cosecha correspondía a la tierra de los Álvarez y con ella llenó de mosto sus viejas cubas. Aunque muchas de las vides viejas de Garnacha y Cariñena a las que había recortado las yemas estaban en sus propias tierras, las Tempranillo, más antiguas todavía, estaban en la parcela de los Torras, y Josep deambulaba entre ellas, escogiendo alguna uva de aquí y de allá para mordisquearla con aires reflexivos.
—Ya están maduras —le decía Maria del Mar.
Pero él meneaba la cabeza.
—Todavía no —negaba.
Al día siguiente, el mismo veredicto.
—Estás esperando demasiado. Se te van a pasar, Josep —insistió Maria del Mar.
—Todavía no —repitió él con firmeza.
Maria del Mar miró al cielo. Estaba despejado y azul, pero ambos sabían que el tiempo podía cambiar y traer una terrible tormenta o un viento destructor.
—Es como si retaras a Dios —dijo la mujer con frustración en la voz.
Josep no supo qué contestar. Pensó que tal vez tuviera razón. Sin embargo, respondió:
—Creo que Dios lo entenderá.
Al día siguiente, cuando se llevó una Tempranillo a la boca y los dientes partieron la gruesa piel, el sabor del zumo de aquel único grano le invadió el paladar. Josep asintió:
—Ahora sí que las recogemos —dijo.
Josep, Maria del Mar y Briel Taulé empezaron a cosechar la uva con la primera luz grisácea del día para luego esparcir todas las cestas de racimos sobre una mesa, a la sombra, y escoger las uvas de una en una, en un trabajo lento y proceloso. Si hubieran estado más verdes, Josep les hubiera pedido que cortaran todos los tallos, pero como las vides estaban tan maduras les explicó que era conveniente dejar alguno de vez en cuando. Apartaron con mucho cuidado todos los granos estropeados y los trocitos de suciedad antes de verter aquel hermoso tesoro oscuro con delicadeza en la cisterna de piedra.
Habían empezado a vendimiar con el frescor del alba y luego continuaron a última hora de la tarde, trabajando rápido y duro hasta la hora del crepúsculo para ganarle la partida a la oscuridad. Cuando ya no quedaba luz, justo antes de las diez, Josep instaló lámparas y antorchas en torno a la cisterna de piedra, y Maria del Mar llevó en brazos a su hijo y lo dejó, dormido, en la manta que Josep había extendido para tenerlo a la vista.
Se sentaron al borde de la cisterna y se lavaron los pies y las piernas antes de meterse dentro. Josep había pasado la mayor parte de su vida en aquel viñedo, pero nunca había visto pisar la uva hasta que llegó a Francia. Ahora, la húmeda sensación de las uvas estallando bajo sus pies le resultaba deliciosamente familiar y sonrió al ver la expresión en el rostro de Maria del Mar.
—¿Qué hemos de hacer? —preguntó Briel.
—Caminar, nada más —respondió Josep.
Durante una hora, resultó un placer caminar por dentro de la cisterna, al fresco, seis pasos a lo largo, tres a lo ancho. Los dos hombres iban descamisados, con las perneras del pantalón enrolladas hasta arriba, y Maria del Mar llevaba los bajos de la falda sujetos a la cintura. Al cabo de un rato se volvió más difícil y se les fueron cansando las piernas, y cada paso quedaba marcado por el sonido de succión que emitía aquel mosto de olor dulce que casi parecía lamentarse cuando los pies lo abandonaban.
Caminaban en fila para no entorpecerse. Al rato, Briel empezó a cantar una canción sobre una urraca ladrona que le robaba uvas a la mujer de un campesino. El ritmo de la música los ayudaba a caminar y, cuando el joven terminó su canción, Maria del Mar se arrancó a cantar en tono poco melodioso una canción sobre el brillo de la luna reflejado en una mujer que añora a su amante. No entonaba bien, pero fue valiente y la cantó entera, con todos sus versos, y luego Briel retomó su turno con otra canción sobre amantes, aunque esta vez no se trataba de una letra romántica como la de ella. Hablaba de un muchacho regordete que se desmayaba de pura excitación cada vez que se disponía a hacer el amor. El principio de la canción era muy divertido y los tres se echaron a reír, pero a Josep le pareció que Briel le estaba faltando el respeto a Maria del Mar.
—Creo que ya está bien de cantar —dijo con sequedad. Briel guardó silencio.
Al llegar al límite de la cisterna y darse la vuelta, Josep vio que Maria del Mar lo miraba con una sonrisa burlona, como si le hubiera leído el pensamiento.
Ya amanecía cuando Josep consideró que las uvas estaban bien pisadas. Con las luces grises del alba, Maria del Mar tomó en brazos a su hijo dormido y se lo llevó a casa, pero a Josep y a Briel aún les quedaba trabajo. Llevando un balde en cada viaje, pasaron todo el mosto de las uvas pisadas a una de las cubas instaladas en lo alto. Luego engancharon la mula a la carreta, cargaron agua del río y enjuagaron cuidadosamente la cisterna de piedra.
Cuando Josep se desplomó en la cama, el sol lucía en lo alto y apenas le quedaban unas pocas horas para dormir antes de empezar a recoger la Garnacha.
El tercer día, cuando vendimiaron las cepas de Cariñena, estaban agotados y Briel tenía un doloroso rasguño en la planta del pie izquierdo; cuando empezaron a pisar uvas en la cisterna, el joven estaba dolorido y cojeaba mucho, de modo que Josep lo envió a su casa.
Aún peor, Francesc no podía dormir y correteaba en la oscuridad. Maria del Mar suspiró.
—Hoy, mi hijo tiene que dormir en casa.
Josep asintió de buena gana.
—Las uvas de Cariñena tienen menos de la mitad de volumen que las de Tempranillo o las de Garnacha —contestó—. Puedo pisarlas yo solo.
Sin embargo, cuando ella se fue con el crío a su casa, Josep no se enfrentó precisamente con placer a la larga noche que tenía por delante. No se veía la luna. Había mucho silencio; a lo lejos ladraba un perro. El día había sido más bien caluroso, pero la noche había traído una brisa fresca que Josep agradeció, pues le habían contado que los movimientos del aire aportaban a las cubas levaduras naturales que colaboraban en el proceso de fermentación para convertir el mosto en vino.
Se agachó, tomó un puñado del dulce amasijo y lo masticó mientras pisoteaba. Agotado, caminaba cansino y a solas en la suave oscuridad, con la mente tan obtusa que apenas estaba consciente, el mundo reducido a seis pasos a lo largo, tres a lo ancho; seis a lo largo, tres a lo ancho; seis a lo...
Pasó mucho tiempo.
Josep no se había dado ni cuenta de su llegada, pero Maria del Mar estaba allí, pisando el amasijo con cuidado.