Luego empezó a notar, cada vez que bebía, un sabor más fuerte, casi como de pescado.
Cuando el agua empezó a apestar, la mayor parte de los habitantes del pueblo estaban arrasados por una convulsión que los mantenía a todas horas en el retrete, débiles y boqueando por los terribles calambres.
Una cola continua de aldeanos empezó a pasar por la viña de Josep, siguiendo el sendero que llevaba al río Pedregós, con botellas y jarras para obtener agua potable del río, tal como habían hecho los fundadores de Santa Eulalia antes de cavar el pozo.
El alcalde y los dos concejales se turnaban para mirar hacia el fondo del pozo, pero el agua quedaba diez metros más abajo y no veían más que oscuridad. Josep ató una lámpara encendida a una cuerda, y los tres miraron mientras descendía.
—Hay algo que flota —dijo—. ¿Lo veis?
—No —contestó Eduardo, que tenía mala vista.
—Sí —dijo Ángel—. ¿Qué es?
No lo sabían.
Josep siguió mirando. No parecía más alarmante que el agujero de la colina.
—Me voy a meter en el pozo.
—No, será más fácil enviar a un chiquillo fuerte —propuso Ángel.
Escogió a Bernat, hermano menor de Briel Taulé, que tenía catorce años. Lo ataron por debajo de los brazos con una buena cuerda, lo colocaron dentro del pozo y empezaron a soltar cuerda lenta y cuidadosamente.
—Ya basta —les dijo al cabo de un rato.
Mantuvieron fija la cuerda a ese nivel. Bernat había bajado con un cubo y la cuerda se les empezó a mover y tironear en las manos como si sostuvieran un sedal en el que hubiera picado un pez, hasta que llegó un grito hueco:
—¡Lo tengo!
Mientras lo subían les llegó un fuerte hedor y luego, al enseñarles el cubo, vieron una masa móvil de gusanos en un amasijo de plumas blancas empapadas que en algún momento había sido una paloma.
Los dos se sentaron en el banco, delante de la tienda de comestibles.
—Tenemos que vaciar el pozo para sacar el agua podrida, cubo a cubo. Nos llevará mucho tiempo —dijo Ángel.
—Creo que no es una buena idea —respondió Josep. Los otros dos lo miraron—. Podría volver a pasar lo mismo. El pozo es nuestra única fuente de agua. No podemos depender del río para tener agua potable cuando haya sequía o alguna crecida. Creo que deberíamos tapar el pozo para proteger el agua, e instalar una bomba.
—Demasiado dinero —dijo Ángel de inmediato.
—¿Cuánto dinero tiene el pueblo? —preguntó Josep.
—...Un poco. Sólo para urgencias.
—Esto es una urgencia —insistió Josep.
Se quedaron los tres sentados en silencio.
Eduardo se aclaró la garganta.
—¿Cuánto tiene el pueblo exactamente, alcalde?
Ángel se lo dijo.
No era gran cosa, pero...
—Es probable que sobre. En ese caso, creo que deberíamos comprar una bomba —insistió Josep.
—Yo también —apoyó Eduardo.
Hablaba en voz baja, pero firme.
Ángel les lanzó una dura mirada a cada uno. Luchó contra el motín apenas un instante, pero luego se rindió.
—¿De dónde sacamos una bomba?
Josep se encogió de hombros.
—Tal vez de Sitges. O de Barcelona.
—Ve tú. La idea ha sido tuya —concluyó el alcalde, malhumorado.
A la mañana siguiente, el día más caluroso del año cayó sobre Santa Eulalia. En días así, el trabajo provocaba una gran sed, así que mientras trotaba a lomos de
Orejuda
por la carretera de Barcelona, Josep se concentró en el deseo de que el agua del río se mantuviera limpia.
En Sitges acudió sin perder tiempo a la tonelería, su infalible fuente de buenos consejos.
—En este pueblecito de pescadores no hay ningún lugar donde comprar una bomba —le explicó Emilio Rivera—. Tienes que ir a Barcelona. —Le contó que allí sí había bombas de agua—. Hay una empresa que trabaja justo detrás de la Boquería, pero no son buenos, no pierdas el tiempo con ellos. La mejor se llama Terradas, en la calle de la Fusteria.
De modo que Josep siguió camino hasta Barcelona en busca de la tienda que le había recomendado Emilio. Encontró la empresa Terradas en un taller abarrotado de maquinaria que desprendía olor a metal, aceite lubricante y pintura. Un hombre de mirada soñolienta escuchó su historia tras un alto escritorio, preguntó por la profundidad del pozo, hizo algunos cálculos en un papel y luego se lo pasó con una cifra rodeada por un círculo, tras cuya lectura Josep sintió alivio.
—¿Cuándo pueden instalarla en Santa Eulalia?
El hombre puso una mueca.
—Tenemos tres equipos, y los tres están ocupados.
—Tiene que entenderlo —insistió Josep—. Un pueblo entero se ha quedado sin agua. Con este tiempo...
El hombre asintió, cogió un dietario encuadernado en piel, lo abrió y pasó unas cuantas páginas.
—Mala situación. Lo entiendo. Puedo entregar la bomba e instalarla dentro de tres días.
Era lo máximo que podía hacer. Josep asintió y se estrecharon las manos para sellar el acuerdo.
Una vez cumplido el encargo podía volver a casa, pero mientras cruzaba el barrio se descubrió guiando a
Orejuda
hacia Sant Doménec del Cali y, una vez allí, recorrió lentamente la calle observando las tiendas.
Casi pasó de largo sin mirar el pequeño cartel pegado a un lado del edificio.
Reparación de calzado.
Montrés
Un taller minúsculo en el lado sombreado de la calle, con la puerta abierta por el calor.
Bueno. La tienda, al menos, existía de verdad.
Josep hizo seguir a
Orejuda
un par de puertas más, desmontó y la ató a un poste. Caminó hasta la panadería de enfrente, fingió observar los panes y cuando pudo lanzó un rápido vistazo por la puerta abierta del zapatero remendón.
Luis Montrés, si es que era él, estaba sentado en un banco, recortando esquirlas de cuero de la suela nueva de un zapato. Josep se fijó en su barba desaliñada y descuidada, los ojos medio cerrados, el tranquilo rostro bronceado y concentrado en la labor. No llevaba traje blanco, sino ropa de faena bajo un delantal azul harapiento, y una gorra marrón blanda. Bajo la mirada de Josep, se puso una fila de tachuelas entre los labios y las fue sacando de una en una con rapidez para clavarlas en la suela con un golpe seco y fuerte de martillo.
Incómodo ante la posibilidad de que lo descubrieran mirando, Josep se alejó.
Regresó hasta donde había dejado a
Orejuda
y, al darse la vuelta, vio a una mujer que doblaba una esquina cercana con una cesta. Bajó por la calle Sant Doménec en dirección al taller, y Josep tardó un instante en darse cuenta de que era Teresa Gallego.
Volvió a ocupar un lugar desde el que pudiera mirar hacia el taller, oyó el saludo de Teresa y vio que el marido contestaba con un golpe de cabeza. Josep la vio sacar de la cesta el almuerzo del zapatero.
Montrés dejó a un lado el trabajo y empezó a comer justo cuando entraba en el taller una mujer mayor. Josep vio que Teresa se colocaba tras el pequeño mostrador y recibía un par de zapatos. Habló brevemente con la clienta y luego, cuando ésta se hubo ido, enseñó los zapatos al hombre, que asintió mientras ella los dejaba en un estante.
Teresa parecía tranquila, muy distinta de la chiquilla que recordaba Josep. Mayor, por supuesto. Y más gruesa, como si el matrimonio la hubiera vuelto rolliza; o tal vez, pensó, estaría esperando... Decidió que parecía contenta. Recordó haber tocado sus rincones secretos y por alguna razón se sintió como un adúltero.
Para su sorpresa, se dio cuenta de que aquella mujer era una absoluta extraña para él. Sin duda, ya no era la sensual criatura de sus sueños.
Dentro del taller, el hombre terminó de comer enseguida. Josep vio que Teresa volvía a meterlo todo en la cesta y se disponía a salir; él regresó hacia
Orejuda
, presa del pánico. Montó en ella y se alejó al paso, huyendo sin prisas para no llamar la atención.
Una vez fuera de la ciudad, se detuvo varias veces para que el animal pudiera descansar y pastar. Josep estaba tranquilo y contento, pues ahora sabía que su imaginación le había engañado. Fuera lo que fuese lo que el futuro le deparaba a Teresa Gallego, había visto lo suficiente para saber que él no le había arruinado la vida, y al fin se sentía como si pudiera permitirse cerrar una puerta de la que siempre había dejado una rendija abierta.
Cuando llegó a Sitges ya anochecía. Tanto él como la mula estaban muy cansados, y Josep decidió que era razonable quedarse a dormir allí aquella noche y terminar el viaje al día siguiente. Con un crudo y acalorado impulso se le ocurrió que podía compartir el lecho de Juliana Lozano, aunque no había vuelto a entablar contacto con ella desde su única experiencia, y cabalgó hacia el café en el que trabajaba, donde ató a
Orejuda
a un poste.
Encontró una mesa disponible dentro del local abarrotado y ruidoso. Juliana lo vio desde el otro lado de la sala y se le acercó con una sonrisa.
—¿Cómo estás, Josep? Me alegro de verte.
—¿Y tú? ¿Qué tal tú, Juliana?
—Tenemos que hablar. Te quiero contar una cosa —dijo ella—. Pero déjame que te traiga algo antes.
—Un vino —pidió él.
Se quedó mirando sus anchas caderas mientras ella iba a buscarlo.
«¿Noticias que compartir?», pensó con cierta incomodidad.
Para cuando le trajo el vaso lleno había tenido tiempo ya de empezar a preocuparse.
—¿Qué es eso que me tienes que contar?
Ella se inclinó hacia delante y susurró:
—Me voy a casar.
—¿De verdad? —contestó, con la esperanza de que ella malinterpretara su alivio y lo interpretara como un lamento—. ¿Y quién es el afortunado?
—Ése —dijo Juliana, señalando hacia una mesa en la que tres hombres bien rollizos tomaban sus bebidas.
Uno de ellos, al ver que Juliana lo señalaba, exhibió una gran sonrisa y saludó con la mano.
—Se llama Víctor Barceló. Es arriero en la curtiduría.
—Ah —dijo Josep.
Miró hacia el hombre, al otro lado de la sala, y alzó la copa. Víctor Barceló mostró una amplia sonrisa y devolvió el gesto.
Cuando al fin salió del café, llevó a
Orejuda
hasta la orilla y siguió un estrecho sendero entre varias playas abiertas hasta que llegó a una cueva en la que los pescadores habían subido sus botes sobre la arena. Ató la mula a un amarre y extendió su manta entre dos barcas. Se durmió casi de inmediato y se despertó varias veces a lo largo de la noche para añadir al mar su propia agua salada. No salió la luna. Todo estaba en silencio, oscuro y cálido, y Josep se sintió a gusto en el mundo.
Cuando llegaron a Santa Eulalia los operarios de Barcelona, tres hombres que conocían bien su trabajo, se pusieron a la faena con rapidez y eficacia. Instalaron a toda prisa el cabestrante, la soga y la estructura de madera del pozo. Luego, uno de ellos bajó por el hueco y se aseguró de que el mecanismo quedara bien colocado bajo el agua. Después, instalaron la cañería por secciones y quedó un tubo que surgía de la tierra como si fuera a crecer.
Los mecánicos habían llevado una losa para tapar el puente. En el centro tenía un agujero del tamaño justo para que pasara por él la tubería. Algunos de los hombres fuertes que cargaban con la plataforma de la santa en las procesiones fueron escogidos ahora para ayudar en el momento más delicado de la instalación. Tenían que sostener la pesada losa sobre el puente, mientras otros pasaban el tubo por el agujero y lo encajaban en las cañerías del interior del pozo, para luego bajar la losa en torno al tubo sin dañarlo.
La caja protectora exterior y la larga manivela de hierro estaban pintadas de un azul denso. Una vez instalada, los mecánicos hicieron una demostración de cómo había que subir y bajar varias veces la manivela para que entrase agua en la cámara. El primer tirón provocaba un suspiro mecánico; el segundo, un chirrido indignado y, al fin, sonaba el chorro con suavidad.
Al principio, por supuesto, el agua apestaba. Primero hicieron turnos los concejales para purgar el pozo, y luego bombearon otros hombres. De vez en cuando, el alcalde ponía una mano bajo el chorro que salía del caño, olisqueaba y torcía el gesto.
Al fin, tras olerse la mano, se volvió hacia Josep y enarcó las cejas. Eduardo y Josep ahuecaron las manos, recogieron algo de agua y la olieron.
—Tal vez un poco más... —dijo Eduardo.
Josep asintió y ocupó su lugar junto a la bomba. Al poco cogió una taza, la sostuvo bajo el chorro y se la llevó a los labios para probarla con cuidado. Luego vació la taza de agua dulce y fresca, la aclaró y se la pasó al alcalde, quien bebió a su vez y asintió con el rostro iluminado por una sonrisa.
Cuando Eduardo se llevó la taza a los labios y empezó a beber, los aldeanos los rodearon, esperando cada uno su turno para conseguir agua y dando las gracias al alcalde.
—Decidí que esto no podía volver a pasar. Siempre cuidaré de vosotros —dijo Ángel Casals, con modestia—. Qué contento estoy de haber encontrado una solución duradera al problema.
Por encima del borde de la taza, Eduardo clavó sus ojos en los de Josep. Su cara permanecía insulsa y seria como siempre, pero para cuando paró de beber sus ojos mantenían ya una divertida camaradería con los de Josep.
La casa de Eduardo Montroig daba a la plaza y cada mañana, en cuanto se despertaba, salía corriendo a preparar la bomba. Josep fue entablando una cómoda amistad con él, aunque no pasaban demasiado tiempo juntos porque los dos dedicaban largas y duras jornadas al trabajo. Eduardo no era pomposo, pero había en su rostro una expresión de solemne responsabilidad que lo convertía en un líder natural. Era el
cap de colla
de los
castellers
del pueblo —el que capitaneaba y dirigía al grupo— y reclutó a su colega concejal para sus filas. La buena intención hacía más agradables sus rasgos, no muy agraciados y marcados por la extensión de la mandíbula. Parecía sorprenderle que Josep no aceptara la invitación a la primera.