La Bodega (30 page)

Read La Bodega Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

BOOK: La Bodega
6.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era inevitable que se produjeran percances por algún descuido momentáneo, un segundo de falta de atención, un movimiento descuidado, una agitación desesperada y seguida de un desplome masivo.

—Las caídas se pueden evitar —dijo Eduardo a sus
castellers
— si todo el mundo sabe exactamente qué debe hacer y lo hace con precisión, cada vez de la misma manera. Escuchadme y sólo conseguiremos éxitos. Necesitamos fuerza, equilibrio, valor y sentido común. Quiero que subáis y bajéis en silencio, rápidamente, con ánimo, sin perder ni un segundo, y que cada uno se ocupe de sí mismo.

»Pero si vais a caer... —Hizo una pausa, pues quería que lo escucharan bien—. Si vais a caer, intentad no hacerlo lejos de la torre, porque así es como se producen las lesiones. Caed a la base del castillo, donde la piña y el
folre
atenuarán la caída.

En la parte baja del castillo, los hombres fuertes que soportaban la mayor parte del peso estaban rodeados por una muchedumbre que se apretujaba en torno a ellos para formar la piña. Sobre los hombros de ésta se instalaba otro grupo de gente que recibía el nombre de
folre
, y que también empujaba hacia delante para añadir más soporte al segundo y tercer nivel de trepadores.

A Josep, la piña y el
folre
le parecían como un enorme amasijo de raíces que prestaba su fuerza al tronco de un árbol para que se alzara hacia el cielo.

Se había aprendido los nombres enseguida. Una estructura formada por tres o más hombres en cada nivel era un castillo. Si eran dos hombres, se llamaba torre; si uno, pilar.

—Tenemos una invitación —les dijo Eduardo—. Los
castellers
de Sitges nos han desafiado para una competición, con castillos de tres hombres por nivel, que tendrá lugar en su mercado el primer viernes después del lunes de Pascua: los pescadores de Sitges contra los viticultores de Santa Eulalia.

Sonaron algunos murmullos de aprobación y un rápido aplauso, pero Eduardo sonrió y alzó una mano admonitoria.

—Los pescadores ofrecerán una dura competencia, porque desde niños no hacen más que balancearse en sus barcas agitadas por el mar.

Eduardo había dibujado ya los castillos en un papel y empezó a vociferar nombres; cuando sonaba el suyo, cada escalador ocupaba la posición asignada y se empezaba a levantar el castillo a ritmo lento e irregular.

A Josep le tocó una de las plazas del cuarto nivel y participó en el proceso de montar y desmontar tres veces el mismo castillo, mientras Eduardo estudiaba a los que iban trepando y hacía más de un cambio o sustitución.

Durante una pausa en el ensayo, Josep se dio cuenta de que Maria del Mar había acudido con Francesc. Se quedó al lado de Eduardo, hablando muy de cerca y con el rostro serio, hasta que él asintió.

—Súbete a mí —dijo a Francesc, mostrándole la espalda.

Francesc echó a correr con poco equilibrio y Josep notó que se le hacía un nudo en la garganta. El muchacho tenía mal aspecto, con sus trompicones de cangrejo. Sin embargo, fue cogiendo inercia, se lanzó sobre la espalda de Eduardo y trepó hasta sus hombros.

Eduardo quedó satisfecho. Se dio la vuelta, agarró a Francesc con firmeza y ordenó que se volvieran a armar las cuatro primeras capas para poder poner a prueba al muchacho.

Tras ocupar su posición, Josep ya no podía ver a Francesc. La gente charlaba con los demás miembros de su grupo relajadamente, pero los tambores y las grallas empezaron a sonar con brío, como si en vez de una prueba para evaluar a un escalador muy joven se tratara de una actuación ante la realeza.

Al poco, Josep sintió que unas manos pequeñas se agarraban a sus pantalones y se encontró al crío montado en él como si fuera un pequeño chimpancé. Francesc le rodeó el cuello con los brazos y Josep pudo oír su leve voz:

—¡Josep! —Sonó con alegría en su oído.

Luego Francesc descendió a toda prisa.

El sábado por la tarde, Josep estaba trasladando una carretilla llena de grava desde la excavación de la bodega para esparcirla por la carretera cuando observó que se acercaba un carruaje ligero tirado por un caballo gris y montado por un hombre y una mujer.

Cuando se acercaron vio que la mujer era Rosa Sert, su cuñada. El hombre era alguien a quien no había visto jamás. Rosa lo saludó con un leve movimiento de la mano mientras su acompañante dirigía el caballo hacia la viña.

—Hola —saludó Josep, y abandonó lo que estaba haciendo.

—Hola, Josep —respondió Rosa—. Éste es mi primo, Caries Sert. Están reparando las máquinas de la fábrica y me ha quedado algo de tiempo libre, y Carles quería pasar un día en el campo, así que...

Josep la miró y asintió sin más comentarios.

Su primo Carles. El abogado.

Los llevó al banco, sacó agua fresca y esperó a que se la hubieran bebido.

—Tú sigue con tu trabajo —dijo Rosa, agitando la mano en el aire—. No te preocupes por nosotros.

De modo que Josep cargó de nuevo la carretilla con grava y se fue de nuevo a esparcirla por la carretera. De vez en cuando echaba un vistazo para no perderlos de vista. Rosa le estaba enseñando la propiedad al abogado. El hombre no decía gran cosa, pero ella no paraba de hablar. Desaparecieron entre las vides y luego volvieron a aparecer y se fueron a la masía. Se detuvieron a evaluar la casa desde lejos y para terminar dieron una vuelta completa alrededor de ella, mirándola con atención.

—Qué diablos —gruñó Josep al ver que el abogado le daba un vaivén a la puerta para comprobar su solidez.

Esparció la grava y se fue a por ellos.

—Quiero que os larguéis de aquí. Ahora mismo.

—No hace falta ser desagradable —dijo el primo con frialdad.

—Estáis poniendo el carro delante de los bueyes. Tu prima puede esperar hasta que yo incumpla el tercer pago para tomar posesión. Mientras tanto, largo de mis tierras.

Se fueron sin volver a mirarle o a dirigirle la palabra. Rosa apretaba la boca en una mueca fría, como si pretendiera afearle a Josep que no supiera hablar con gente civilizada. El abogado dio un tirón de las riendas, el caballo gris arrancó y Josep se quedó junto a la casa viendo cómo desaparecían.

«¿Y ahora qué hago?», se preguntó.

49
Un viaje al mercado

Josep había heredado treinta y una botellas vacías, abandonadas por Quim, pero sólo catorce tenían la forma adecuada y una capacidad de tres cuartos de litro. Encontró otras cuatro botellas viejas guardadas entre sus herramientas y, cuando envió a Briel Taulé a recorrer el pueblo para ver cuántas conseguía recoger, el joven volvió con otras once. En total, podía usar veintinueve.

Las fregó y enjuagó hasta arrancarles brillo, las llenó con el vino oscuro y encajó los tapones de corcho con mucho cuidado. Marimar acudió en su ayuda para hacer las etiquetas. La visión de las botellas llenas tuvo el extraño efecto de ponerlos nerviosos a los dos.

—¿Dónde las vas a vender?

—Lo intentaré en Sitges. Mañana es día de mercado. Pensaba llevarme al crío, si te parece bien —propuso.

Ella accedió.

—Ah, le gustará... ¿Qué quieres que ponga en estas etiquetas?

—No sé... ¿Finca Álvarez? ¿Bodega Álvarez? No, suena demasiado pretencioso. ¿Tal vez Viña Álvarez?

Ella torció el gesto.

—No suenan del todo bien.

El plumín, con la punta recién mojada en la tinta, rasgó el papel mientras Marimar dibujaba unos círculos y un tallo.

Cuando sostuvo la etiqueta en alto, Josep la miró y se encogió de hombros. Pero estaba sonriendo.

Vides de Josep

1977

A primera hora de la mañana siguiente, Josep envolvió todas las botellas de una en una con varias hojas de periódico sacadas de ejemplares antiguos de
El Cascabel
de Nivaldo, y preparó un nido de mantas harapientas para acolchar el vino durante el viaje a Sitges. Metió pan y chorizo en un saco de tela y lo echó también al carromato, junto con un cubo y dos tazas.

Aún estaba oscuro cuando dirigió a
Orejuda
hacia la viña de los Valls, pero Francesc lo esperaba ya vestido. Llevándose la taza de café a los labios, Maria del Mar los vio partir; el chico iba sentado junto a Josep en el asiento del carro.

Francesc iba callado, pero nunca había salido de Santa Eulalia y su rostro delataba la emoción. Enseguida entraron en territorios nuevos para él y Josep vio que no paraba de mirarlo todo para registrar las masías que aparecían de vez en cuando, los campos desconocidos, las viñas y los olivares, tres toros negros detrás de una cerca y la visión lejana de Montserrat, alzándose hacia el cielo.

Cuando salió el sol, resultaba muy agradable ir sentado en el carro con el muchacho mientras
Orejuda
avanzaba hacia el norte, haciendo resonar los cascos.

—Tengo que mear —dijo Josep al rato—. ¿Quieres mear?

Francesc asintió y Josep se detuvo junto a unos pinos. Bajó a Francesc del carro y los dos se plantaron juntos en la cuneta, dos hombres regando las plantas. Tal vez fuera su imaginación, pero a Josep le pareció notar cierto orgullo en la cojera de Francesc cuando caminaba de vuelta hacia el carro.

El sol lucía ya en lo alto cuando llegaron a Sitges; el mercado estaba abarrotado de vendedores, de modo que Josep hubo de contentarse con un espacio al fondo de todo, junto a una caseta que emitía agradables olores a calamares, gambas asadas y guiso de pescado con mucho ajo.

Uno de los dos fornidos cocineros atendía a un cliente, pero el otro se acercó al carro con una sonrisa en el rostro.

—Hola —dijo, echando un vistazo a las botellas envueltas en hojas de periódico—. ¿Qué anda vendiendo?

—Vino.

—¡Vino! ¿Es bueno?

—Bueno es poco. Especial.

—Ahhh. ¿Ya cuánto sale ese vino tan especial? —preguntó, fingiendo una mueca de terror.

Cuando Josep le dijo el precio, cerró los ojos y estiró la boca hacia abajo.

—Es el doble de lo que se suele pagar por una botella de vino.

Josep sabía que eso era cierto, pero era el precio al que necesitaba venderlo, contando con que se deshiciera de todas las botellas, para poder pagar su deuda a Rosa y Donat.

—No, es el doble de lo que se suele pagar por el vino común de la región, que es meado de mula. Esto es vino de verdad.

—¿Y dónde se hace ese vino tan maravilloso?

—Santa Eulalia.

—¿Santa Eulalia? Yo soy de los
castellers
de Sitges. Pronto competiremos con los de Santa Eulalia.

Josep asintió.

—Lo sé. Yo soy
casteller
de Santa Eulalia.

—¿De verdad? —Le dedicó una sonrisa burlona—. Ah, les vamos a destrozar, señor.

Josep le devolvió la sonrisa.

—A lo mejor no, señor.

—Me llamo Frederic Fuxá y ese que está sirviendo la comida es mi hermano Efrén. Es el ayudante del jefe de nuestro equipo, y tanto él como yo participamos en el tercer nivel de nuestros castillos.

¿Tercer nivel? Josep se asombró. Aquel hombre y su hermano eran enormes. Si les colocaban en el tercer nivel, ¿qué aspecto tendrían los de los dos primeros?

—Yo estoy en el cuarto. Me llamo Josep Álvarez y éste es Francesc Valls, que se está preparando para ser nuestro
enxaneta
.

—¿El
enxaneta?
Ah, es un trabajo muy importante. Nadie puede ganar una competición de castillos sin un excelente
enxaneta
para llegar a la cumbre —dijo Fuxá a Francesc. Éste le contestó con una sonrisa—. Bueno, que tenga buena suerte hoy.

—Gracias, señor. ¿Le interesa comprar mi vino?

—Es demasiado caro. Soy un pescador que ha de trabajar mucho, señor Álvarez, no un rico viticultor de Santa Eulalia —respondió Fuxá con buen humor antes de regresar a su caseta.

 

Josep llenó el cubo con agua de la fuente pública y lo colocó en el fondo del carromato.

—Tu trabajo será aclarar las copas cuando alguien pruebe el vino —dijo.

Francesc asintió.

—¿Y ahora qué hacemos, Josep?

—¿Ahora? Esperar —contestó éste.

El chico volvió a asentir y se quedó sentado con expresión expectante, sujetando una taza en cada mano.

El tiempo pasaba muy despacio.

Había mucho ajetreo en los callejones interiores del mercado, pero poca gente caminaba hasta la última fila, en la que estaban aún vacíos la mayor parte de los espacios.

Josep miró hacia el puesto de comida, donde una mujer corpulenta compraba una ración de tortilla.

—¿Una botella de buen vino, señora? —la llamó, pero ella negó con la cabeza y se alejó.

Pocos minutos después, dos hombres compraron calamar y se lo comieron de pie ahí mismo.

—¿Una buena botella de vino? —exclamó Josep, y se acercaron caminando hasta su carro.

—¿Cuánto? —preguntó uno, sin dejar de masticar.

Cuando Josep le dijo el precio, el hombre tragó lo que mascaba y meneó la cabeza.

—Demasiado —dijo.

Su compañero se mostró de acuerdo y ambos se dieron la vuelta.

—Pruébenlo antes de irse.

Josep desenvolvió una botella y buscó su sacacorchos. Sirvió el vino cuidadosamente en las dos tazas, una cuarta parte de la dosis normal para una copa.

Los hombres aceptaron las tazas y bebieron en dos lentos tragos.

—Bueno —dijo uno de ellos a regañadientes.

Su amigo gruñó.

Se miraron.

—Si nos da un precio mejor, podríamos llevarnos una botella cada uno.

Josep sonrió, pero negó con la cabeza.

—No, no puedo.

—Entonces...

El hombre se encogió de hombros y su compañero meneó la cabeza mientras ambos devolvían las tazas.

Frederic Fuxá lo había visto todo desde su caseta y le guiñó un ojo con tristeza. «¿Lo ves? ¿No te lo había dicho?»

—Ya puedes hacer tu trabajo —dijo Josep a Francesc.

El muchacho abrió la boca en una gran sonrisa y enjuagó las tazas usadas en el cubo de agua.

Al cabo de una hora habían dado a probar otras cuatro muestras, pero no habían vendido nada y Josep empezaba a preguntarse si funcionaría el plan de vender el vino en el mercado.

Sin embargo, los dos primeros en probarlo volvieron del paseo.

—Estaba bueno, pero no estamos seguros —dijo uno de ellos—. Necesito otro traguito.

Su compañero estuvo de acuerdo.

—Ah, lo siento. Sólo puedo dar una muestra a cada cliente —contestó Josep.

Other books

The Gathering by Anne Enright
It Was the Nightingale by Henry Williamson
The Final Page of Baker Street by Daniel D. Victor
Brick House: Blue Collar Wolves #2 (Mating Season Collection) by Winters, Ronin, Collection, Mating Season
The Divide: Origins by Grace, Mitchel
No Longer Needed by Grate, Brenda
Winter at Cray by Lucy Gillen
The Passionate Mistake by Hart, Amelia
A Tiger for Malgudi by R. K. Narayan
Child's Play by Alison Taylor