La calidad del sueño no varió durante las dos noches siguientes. Al alba de la tercera logró al fin alcanzar un sueño más profundo, pero al rato lo despertó una llamada a la puerta.
Consiguió ponerse los pantalones de trabajo y, sosteniendo el arma, bajó por la escalera de piedra mientras el reloj francés daba las cinco, su hora normal para despertarse. Intentó obligarse a pensar con claridad.
Se dijo que un asesino no llamaría a la puerta.
¿Era Marimar? ¿Y si el niño estaba enfermo otra vez?
Pero no conseguía atreverse a abrir la puerta.
—¿Quién es?
—¡Josep! ¡Josep! Soy Nivaldo.
Tal vez hubiera alguien detrás de él, con un arma en la mano.
Descorrió el cerrojo de la puerta, abrió apenas una rendija y miró hacia fuera, pero el cielo estaba nublado y aún era de noche, de modo que casi no se veía nada. Nivaldo metió una mano temblorosa por la rendija y le agarró la muñeca.
—Ven —le dijo.
Nivaldo meneaba la cabeza y se negaba a responder a sus preguntas mientras se apresuraban por el sendero y cruzaban la plaza. Apestaba a coñac. Antes de conseguir abrir la puerta de su tienda, chocó varias veces la llave con la cerradura.
Cuando Nivaldo rasgó una cerilla para encender la lámpara, Josep vio una botella vacía en el mostrador y luego descubrió de inmediato la causa del nerviosismo de su amigo.
El hombre estaba tumbado en el suelo, como si durmiera, pero era evidente que no se iba a despertar, por el forzado ángulo en que estaba doblado su cuello.
—Nivaldo —dijo Josep con suavidad.
Cogió la lámpara que sostenía el otro y se agachó sobre el cuerpo del suelo.
Peña estaba junto a la silla en que se había sentado, ahora caída por el suelo. No parecía el próspero hombre de negocios que Josep había creído ver en el mercado de Sitges; más bien, un soldado muerto, vestido tal como lo recordaba Josep, con su ropa de trabajo raída, botas militares de piel buena pero gastadas y una navaja enfundada en el cinto. Tenía los ojos cerrados. La cabeza colgaba en un ángulo imposible de noventa grados y un moratón enorme recubría todo un lado del cuello, de un color morado, casi negro, como el de las uvas Tempranillo, con una herida abierta en carne viva y llena de sangre coagulada.
—¿Quién se lo ha hecho?
—Yo —respondió Nivaldo.
—¿Tú? ¿Cómo?
—Con esto.
Nivaldo señaló una gruesa barra de hierro, apoyada en la pared. Siempre había formado parte de la tienda; el mismo Josep la había usado más de una vez para ayudar a Nivaldo a abrir un tonel de harina o una caja de café.
—Nada de preguntas ahora. Tienes que sacármelo de aquí.
—¿Adónde lo llevo? —preguntó Josep, como un estúpido.
—No lo sé. No lo quiero saber, no lo quiero saber —dijo Nivaldo, enloquecido. Estaba medio borracho—. Te lo tienes que llevar ahora mismo. Yo he de limpiar todo y dejar cada cosa en su sitio antes de que empiece a entrar gente por esa puerta.
Ofuscado, Josep se lo quedó mirando.
—¡Josep! ¡Te he dicho que lo saques de aquí!
El carro y la mula eran demasiado ruidosos. Se fue corriendo a casa. La carretilla estaba llena de arcilla en la bodega, pero la que había heredado de Quim, más grande, estaba vacía. Las ruedas oxidadas chirriaron en cuanto la movió, así que se vio obligado a perder un tiempo precioso en engrasarla antes de poderla empujar hasta la tienda entre la oscuridad.
Envolvieron a Peña en una manta sucia y luego Nivaldo lo agarró por los pies y Josep por los hombros. Como su cuerpo tenía ya la rigidez de la muerte, al soltarlo en la carretilla estaba tan tieso que quedó apoyado en el borde, de donde era fácil que se cayera. Josep le empujó por la cintura y, pese a la rigidez, encontró la flexibilidad suficiente para conseguir que las nalgas se encajaran en la cavidad de la carretilla.
Nivaldo entró en la tienda y cerró la puerta, y Josep se fue empujando su carga.
Todavía estaba bastante oscuro, pero los trabajadores de las viñas de todo el pueblo empezaban ya a abandonar la cama, y Josep agonizó de preocupación al pensar en la posibilidad de encontrarse con alguien que se hubiera levantado pronto y estuviera dispuesto a pasar cinco minutos de charla. En más de una ocasión había visto a Quim Torras empujar alegre y ruidosamente a su rollizo amor sacerdotal con aquella misma carretilla, dando vueltas y vueltas a la plaza. Pasó por delante de la casa de Eduardo tan rápido como pudo, muy consciente de cada ruido que producía. Las ruedas engrasadas ya no chirriaban, pero al ser de metal emitían un tintineo suave y rápido sobre los adoquines de la plaza y, una vez superada la zona pavimentada, hacían volar los guijarros del camino.
Cuando pasó por las tierras de Ángel, grajo un cuervo y el perro del alcalde, sucesor del que una vez fuera engañado por Josep, muerto tiempo ha, soltó sus alocados ladridos.
Cállate, cállate, cállate.
Avanzó aún más deprisa y al fin entró en su viña con gran alivio, pero de repente se detuvo.
¿Y ahora?
Aún faltaban horas para la primera luz grisácea del día, pero si Josep había de cumplir con la extraña responsabilidad que le había adjudicado Nivaldo, no podía enterrar el cuerpo en un lugar poco profundo o descuidado. Tampoco sabía cómo cavar una tumba si en cualquier momento podía acercarse alguien por el camino que llevaba al río o podía acudir Marimar en su busca.
Tenía que encontrar la manera de hacer que Peña desapareciera de la vista.
Llegó a la bodega, abrió la puerta y empujó la carretilla hasta dentro.
Cuando encontró la lámpara en la oscuridad y encendió una cerilla, ya sabía lo que había que hacer.
Metió las manos por debajo de los hombros de Peña y arrastró el cuerpo para sacarlo de la carretilla. El hueco curvo de la pared de piedra que en otro tiempo le había parecido como un armario brindado por la naturaleza ya no iba a contener estantes llenos de botellas de vino. Peña era un hombre alto y musculoso, de modo que Josep gruñó mientras lo encajaba de pie en aquel hueco, con la espalda apoyada en la suave pared de piedra, la cabeza suelta y la parte alta del pecho rozando una piedra nudosa que salía hacia la pared contraria, más burda. El cuerpo seguía algo doblado por la cintura, pero Josep no andaba buscando precisamente su mejor compostura.
La tarde anterior había añadido agua a la arcilla del río que había en su carreta, pero a la luz de la linterna vio que la superficie se había secado y estaba llena de grietas. Le echó el agua que conservaba para beber en un cántaro en la bodega y la amasó con la pala; mezcló la capa superficial con el interior, más húmedo. Luego llenó un cubo de arcilla, cogió un poco con la llana y lo extendió al borde del hueco. Buscó una buena piedra grande, la apretó contra la arcilla y la emparejó con otra, sirviéndose de la llana con pericia para retirar el exceso de barro en la junta, trabajando con la misma lentitud y el mismo cuidado que había aplicado para construir la pared de piedras en las demás partes de la bodega.
Después de levantar tres capas de piedras desde la parte baja del hueco, la más alta llegaba a la altura de las rodillas de Peña. Josep cogió la carretilla de Quim y salió de la bodega para recoger el montón de tierra excavada que había pensado en esparcir por el camino. Mientras llenaba la carretilla, las primeras luces del alba iluminaron el cielo.
Ya de vuelta en la bodega, echó a paladas la gravilla por detrás del cuerpo. Tiró de él para que no quedara apoyado en la pared y colocó el relleno, echándolo con cuidado por los lados de las piernas; luego lo apisonó con firmeza para que Peña permaneciera como un muerto en pie, algo torcido pero sostenido en alto como un árbol por la tierra que rodea las raíces.
Luego empezó a colocar piedras de nuevo.
La pared llegaba ya casi a la altura de la cintura de Peña cuando Josep oyó la clara y aguda voz que sonaba al otro lado de la puerta.
—Josep.
Francesc.
—Josep, Josep.
El niño lo buscaba a voces.
Dejó de trabajar en la pared, se incorporó y escuchó. Francesc seguía llamándolo, pero la voz menguó enseguida y luego desapareció. Unos instantes después, Josep volvía a colocar piedras.
A medida que iba creciendo la pared, más o menos a cada metro, Josep añadía grava de relleno hasta llegar a la última fila de piedras que hubiera colocado, y luego la presionaba. Cuando se vació la carretilla de grava, salió con mucha cautela pero no vio a nadie bajo el brillante sol del mediodía y pudo llenarla y regresar con ella a la fría oscuridad, iluminada apenas por su lámpara.
Trabajaba con metódica severidad para rellenar el espacio y levantar la pared, despreciando el hambre y la sed. Parecía que la tierra ascendiera en torno al cadáver como una lenta marea; costaba mucho llenar una tumba, por muy vertical que fuera. Josep intentaba no mirar al sargento Peña. Cuando no podía evitarlo, veía la cabeza apoyada en el hombro derecho, tapando así el horrendo moratón y la herida del cuello. No quería fijarse en el punto de calvicie propio de la mediana edad ni en los pocos cabellos plateados; eso hacía de Peña alguien demasiado humano, una víctima. Dadas las circunstancias, Josep prefería recordarlo como un cabrón asesino.
Para cuando llegó a la altura de los hombros trabajaba ya más despacio, subido a una escalerilla. Añadió una hilera más de piedras a la pared y luego echó con la pala algo de tierra mezclada con grava. Los guijarros y la arena taparon el cabello ralo y negro de Peña y escondieron para siempre la coronilla calva. Josep enterró la cabeza, añadió unos centímetros más de tierra y la apisonó.
La pared nueva llegaba sólo hasta un metro por debajo del techo de piedra cuando se le acabó la arcilla, pero ahora ya le parecía que podía salir a buscar más con una tranquilidad razonable, pues si alguien entraba en la bodega, no vería nada extraño.
Al salir vio por el sol que ya llegaba el fin de la tarde. Estaba sin comer ni beber desde el día anterior y, al bajar con la carretilla de Quim por el camino que llevaba hacia la viña de Marimar, se sintió aturdido y mareado.
Se arrodilló en la orilla del río y se lavó las manos. Se puso a beber agua fría sin parar y notó que las manos le sabían a arcilla, pero no le dio importancia. Se salpicó agua a la cara y luego echó una larga meada junto a un árbol.
La orilla de donde recogía el fango quedaba a cierta distancia del final del camino, corriente abajo, y una espesa maleza impedía el paso. Josep se quitó los zapatos, se enrolló las perneras del pantalón y empujó la carreta por el río, poco profundo. Tuvo que subirlo a pulso sobre algunas piedras, pero al poco rato lo estaba llenando de arcilla.
De vuelta, cuando pasaba por la viña de Marimar, salió ella desde detrás de su casa y lo vio empujar una carga más de barro o piedras del río, como tantas otras veces. Lo saludó con una sonrisa y Josep se la devolvió, pero no se detuvo.
Ya en sus tierras, cargó también grava para rellenar y luego volvió al trabajo, resuelto y con firmeza.
Sólo paró una vez. Siguiendo un impulso, bajó de la escalerilla y se acercó al LeMat, que descansaba en un tonel. Cogió el arma, la metió encima de la última capa de relleno y añadió varias paladas de grava.
Cuando el relleno de tierra llegó al fin hasta el techo, colocó las últimas piedras, remozó con finura el emplasto de arcilla con la llana y se bajó de la escalera.
La pared rocosa empezaba a la izquierda de la puerta y se extendía hasta el punto en que pasaba a ser un muro de piedras, donde antes había un hueco. El muro se alzaba unos tres metros hasta el techo, también rocoso, trazaba una curva hacia la derecha para tapar toda la extensión de la bodega y luego volvía a torcerse. Así, todo el lado derecho estaba alineado por piedras salvo por una estrecha sección cerca de la puerta, aún sin terminar.
Toda la mampostería parecía regular, de modo que la bodega exudaba inocencia cuando Josep la examinó a la luz de la lámpara.
—Todo tuyo —dijo en voz alta, tembloroso.
Cuando cerró la puerta al salir, no sabía si se lo había dicho a uno de los pequeñajos o a Dios.
—Tú también estás implicado —dijo Josep.
Nivaldo lo miró.
—¿Quieres un poco de guiso?
—No.
Josep había comido y dormido, se había despertado, se había lavado, había vuelto a comer. Y a dormir otra vez.
Si uno sabía dónde mirar, se podía ver el lugar en que el suelo de tierra estaba rascado para eliminar los restos de sangre derramada. Josep se preguntó qué habría hecho Nivaldo con aquella tierra. Quizá la hubiera enterrado. Pensó que sí él tenía que deshacerse alguna vez de arena manchada de sangre, la tiraría por el agujero del retrete.
Nivaldo tenía los ojos inyectados de sangre, pero le habían desaparecido los temblores. Parecía sobrio y controlado.
—¿Quieres café?
—Quiero información.
Nivaldo asintió.
—Siéntate.
Se sentaron los dos a la mesa pequeña y se miraron.
—Vino hacia la una de la noche, como solía hacer antaño. Yo estaba despierto todavía, leyendo el periódico. Se sentó donde estás tú ahora y dijo que tenía hambre, así que le abrí una botella de coñac y le dije que le iba a calentar el guiso. Sabía que había venido a matarme. —Nivaldo hablaba en tono bajo y sombrío—. Me daba miedo usar un cuchillo porque tenía que acercarme mucho. Estoy viejo y enfermo, y él era mucho más fuerte que yo. Pero aún me quedan fuerzas para usar la barra de hierro y me fui directo a buscarla. Me acerqué por detrás cuando estaba bebiendo y le di con todas mis fuerzas. Sabía que no me iba a conceder una segunda oportunidad. Luego me senté a la mesa y me terminé la botella de coñac. Estaba borracho y no sabía qué hacer, hasta que se me ocurrió ir a buscarte. Me alegro de habérmelo cargado.
—¿De qué sirve? Vendrá algún otro asesino a buscarnos y cumplirá con su trabajo —dijo Josep con amargura.
Nivaldo negó con la cabeza.
—No, no vendrá nadie más. Si hubiera implicado a más gente, si los hubiera enviado a matarnos, luego habría tenido que cargárselos a todos. Por eso vino solo. Éramos los dos últimos hombres que podíamos causarle problemas. Vino a Santa Eulalia para librarse de ti, pero entendió que yo lo relacionaría con tu muerte y, como yo sabía unas cuantas cosas de él, también le convenía mi desaparición. —Nivaldo suspiró—. De hecho, no sé tanto sobre él. Cuando lo conocí dijo que era un capitán, herido en el 69 cuando luchaba bajo el mando de Valeriano Weyler contra los criollos en Cuba. Una vez nos emborrachamos juntos y me contó que el general Weyler supervisaba su carrera militar de vez en cuando, pues los dos habían asistido a la Escuela Militar de Toledo. Es cierto que estuvo en Cuba, porque sabía muchas cosas de la isla. Cuando se enteró de que yo era de allí, nos pusimos a hablar de política. Al final, hablábamos bastante.