Una palabra apenas pronunciada, un aliento, un suspiro, una mínima bocanada sonora, como el fantasma de un mundo sostenido por la brisa:
—Padre.
Aquella noche, cuando los tres se sentaron a la mesa de la cocina para cenar, Josep miró a Francesc.
—Me gustaría pedirte una cosa, Francesc. Un favor.
La mujer y el niño lo miraron con atención.
—Me gustaría mucho que en vez de llamarme Josep empezaras a llamarme padre. ¿Crees que será posible?
Francesc no miró a ninguno de los dos. Al contrario, miraba hacia delante y se le había subido el color a la cara. Tenía la boca llena de pan y, mientras asentía, se echó aún otro bocado.
Maria del Mar miró a su marido y sonrió.
Sus ratos de intimidad, los momentos más propios y preciados del día, llegaban cuando Francesc dormía profundamente. Una noche, Josep hizo salir a Maria del Mar a la oscuridad y se quedaron sentados juntos en el banco de la viña para charlar.
Le contó cosas de aquel grupo de jóvenes desempleados, a los que ella recordaba bien, pues se había criado con ellos. Los chicos del grupo de cazadores. Le habló de la llegada del sargento Peña al pueblo de Santa Eulalia.
Le recordó la formación militar y las promesas, y luego le contó cosas que ella ignoraba. Marimar escuchó la historia de cómo habían usado a los chicos del pueblo como peones; cómo, sin saberlo, habían ayudado a los asesinos de un político sin identificar, por razones que ni siquiera podían aspirar a comprender.
Le contó que él y Guillem habían presenciado cómo mataban al padre de su hijo.
—¿Estás seguro de que Jordi murió?
—Le cortaron el pescuezo.
No lloró; haría mucho ya que daba por muerto a Jordi. Sin embargo, se aferró a él con una mano.
Josep le contó los detalles de su vida de fugitivo.
—Soy el único que queda —afirmó.
—¿Corres peligro?
—No. Sólo había dos hombres que podían percibirme como una amenaza, y los dos han desaparecido. Murieron en combate —añadió, una cómoda mentira.
Sólo le contó eso. Sabía que nunca sería capaz de revelarle nada más.
—Me encanta que ya no haya más secretos entre nosotros —contestó su mujer, y le dio un beso fuerte en los labios.
Josep odiaba que hubiera zonas oscuras que nunca podría mostrarle.
Se juró a sí mismo que la compensaría tratándola siempre, sin excepción, con amor y ternura. Los secretos que aún conservaba le pesaban en la espalda como una joroba y anhelaba poder contárselos a alguien. Deshacerse de la carga.
Pero no tenía con quién.
Un sábado por la tarde, sin terminar de creerse lo que estaba haciendo, pero incapaz de resistirse, abrió la puerta de la iglesia y entró en ella.
Había ocho personas esperando, hombres y mujeres piadosos y fieles. Algunos iban a confesarse todos los sábados por la tarde para acudir a misa el domingo con el alma limpia antes de aceptar la eucaristía.
Aunque la gruesa cortina roja de terciopelo del confesionario tapaba los sonidos, con una sensibilidad dispuesta a asegurarse de que sus perversidades se mantendrían en privado, los que esperaban turno se sentaban en la última fila de bancos, tan lejos del confesionario como era posible. Josep encontró un sitio entre ellos.
Cuando le llegó el turno, se adentró en la penumbra e hincó las rodillas.
—Perdóneme, padre, porque he pecado.
—¿Cuándo te confesaste por última vez?
—Hace seis... No, siete semanas.
—¿De qué naturaleza son tus pecados?
—Alguien que me resultaba... cercano... mató a un hombre. Yo le ayudé.
—¿Le ayudaste a matarlo?
—No, padre. Pero me deshice del cadáver.
—¿Por qué lo mató?
La pregunta desconcertó a Josep; no parecía tener relación alguna con su confesión.
—Vino al pueblo a matar a mi amigo. Y a mí también me habría matado.
—Entonces, ¿tu amigo lo mató para salvar su propia vida?
—Sí.
—¿Y tal vez la tuya? ¿Acaso, incluso, para evitar que tuvieras que matarlo tú?
—...Tal vez.
—En ese caso, su asesinato podría ser considerado como un acto de amor, ¿no? ¿Un acto de amor hacia ti?
Josep se dio cuenta de que el cura lo sabía.
Tal vez el sacerdote supiera más sobre Peña que el propio Josep. El padre Pío había pasado casi un día entero con Nivaldo antes de su muerte, previa confesión.
—¿Enterraste el cadáver?
Enterrado en pie, pensó Josep con un punto de locura, pero sin duda enterrado.
—Sí, padre.
—Entonces, ¿cuál es tu pecado, hijo?
—Padre... Está enterrado en tierra non santa. Sin sacramentos.
—A estas alturas, ese hombre ya se ha encontrado con su Creador y ha sido juzgado. A ti no te corresponde asegurarte de que todo el mundo reciba los últimos sacramentos. Estoy seguro de que la policía contemplaría tus actos de un modo distinto, pero yo no trabajo para la policía, sino para Dios y la Iglesia católica. Y te digo que no cometiste ningún pecado. Hiciste un trabajo físico, fruto de la piedad. Enterrar a los muertos es una obligación sagrada, de modo que no hubo pecado alguno y, por lo tanto, no puedo escuchar tu confesión —concluyó el sacerdote—. Puedes irte en paz, hijo. Ve a casa y no te atormentes más.
Al otro lado de la fina celosía, con su miríada de agujeritos minúsculos, sonó un suave pero definitivo crujido que señalaba el fin de la conversación al cerrarse la partición interior. Allí se terminaba el intento de confesión de Josep.
A media mañana del tercer miércoles de agosto, Josep estaba sentado en una de las mesas exteriores de la tienda de comestibles leyendo el periódico, mientras su hermano limpiaba las otras mesas. Los dos alzaron la vista al oír el chacoloteo de tres jinetes que cruzaban el puente en dirección a la plaza. Los tres parecían haber viajado mucho bajo el sol cobrizo. Los dos primeros, que cabalgaban a la par, eran oficiales de la Guardia Civil. Josep había visto otros guardias en Barcelona, siempre de dos en dos y cargados con escopetas, con el aspecto aterrador que les daba el tricornio, las túnicas negras de cuello alto, los pantalones de un blanco níveo y las botas relucientes. Aquellos dos llevaban tricornio, pero iban vestidos con ropa de trabajo verde y polvorienta, llena de corros húmedos y oscuros en las axilas y en la mitad de la espalda, donde cada uno llevaba su arma sujeta por una correa de cuero.
Los seguía un hombre montado en una mula. Josep se dio cuenta de que lo conocía.
—¡Hola, Tonio! —saludó Donat.
El hijo mayor de Ángel Casals dirigió una rápida mirada a Josep, y saludó con un vaivén de cabeza a Donat, pero no contestó. Cabalgaba tieso y con la espalda recta, como si imitara a los dos hombres que lo precedían.
Josep los miró por encima del periódico. Donat se quedó plantado con la bayeta en la mano y los siguió con la mirada hasta que se detuvieron cerca de la prensa de vino y ataron sus animales al raíl. Fueron directos a la bomba del pozo. Los oficiales se turnaron para beber mientras el otro sostenía las dos armas y luego esperaron a que Tonio también bebiera y se echara agua a la cara y al pelo.
—Ya que estamos aquí, empecemos por aquí —dijo Tonio—. Es esa casa, la primera después de la iglesia —añadió, señalando—. A estas horas, puede estar en casa o en la viña. Si prefieren, podemos mirar primero en la viña.
Uno de los oficiales asintió, se descargó la escopeta de la espalda y agitó los hombros.
Mientras Donat limpiaba la mesa por cuarta vez, Josep vio que los tres cruzaban la plaza y desaparecían por detrás de la casa de Eduardo Montroig.
Dos horas después, Josep y Eduardo se encontraron con Maria del Mar y Francesc entre las hileras de vid y le contaron lo de los visitantes.
—Dos oficiales de la Guardia Civil, y traían de guía a Tonio Casals —explicó Eduardo—. Me han hecho las preguntas más extrañas. Han revisado toda la casa, aunque no sé qué buscaban. El maldito Tonio, mi camarada de infancia, ha cavado dos agujeros en mis tierras. En mi viña hay dos hoyos naturales y le han dicho que cavara ahí.
»Desde mis tierras, se han ido a la viña de Ángel, hará una media hora. Cuando hemos pasado Josep y yo, ahora mismo, estaban todos sentados mirando a Tonio, que rellenaba un hoyo que había cavado cerca del gallinero. ¿Te lo imaginas? ¿Cavar en las tierras de su propio padre? ¿Qué andarán buscando?
Maria del Mar estaba mirando hacia el camino y, de repente, desvió la mirada más allá de ellos.
—Oh. Ahí están. Vienen hacia aquí —dijo.
—¿Qué buscan? —volvió a preguntar Eduardo.
Josep se obligó a no darse la vuelta para mirarlos.
—No lo sé —contestó.
Uno de los guardias era más fornido que el otro, y un palmo más bajo. Aunque era visiblemente mayor, tenía una buena melena, mientras que el más joven lucía ya algo de calvicie en la coronilla. Ninguno de los dos uniformados sonreía, pero en ningún momento fueron rudos, cosa que los volvía más amenazadores si cabe.
—¿Señor Álvarez? ¿Señora? Soy el cabo Bagés y éste es el agente Manso. Creo que ya conocen al señor Casals.
Josep asintió y Tonio lo miró sin dirigirle la palabra.
—Hola, Maria del Mar.
—Hola, Tonio —respondió ella en voz baja.
—Nos gustaría echarle un vistazo a sus propiedades, señor. ¿Tiene alguna objeción?
Josep sabía que no era en verdad una pregunta. No podía negarles el permiso y, aunque hubiera podido, lo habrían tomado como señal de culpabilidad. Con la Guardia Civil no se jugaba. Tenían todo el poder legal y se contaban muchas historias sobre los daños, tanto físicos como económicos, que algunos de aquellos agentes habían provocado en su celo por mantener la paz.
—Por supuesto que no —contestó Josep.
Empezaron por las casas. El cabo envió al agente más joven a revisar la de los Valls con Maria del Mar, mientras él mismo inspeccionaba la de la familia Álvarez, acompañado por Josep.
En aquella casa pequeña no había demasiados lugares que se antojaran como posibles escondrijos. El cabo Bagés metió la cabeza en la chimenea para mirar por la campana, revisó debajo de la cama y movió de sitio la estera en que dormía Francesc. Hacía más frío dentro de la casa de piedra que fuera, pero en el desván hacía más calor y el guardia y Josep se pusieron a sudar mientras trasladaban sacos de grano para que el agente pudiera inspeccionar los rincones que quedaban debajo del alero.
—¿Cuánto hace que conoce al coronel Julián Carmora?
Josep lamentó oír el nombre, pues había mantenido la esperanza de no conocer nunca la verdadera identidad de Peña. No quería pensar en él.
Pero miró al cabo con perplejidad.
—¿Cuál era la naturaleza de su relación con el coronel Carmora? —preguntó el cabo Bagés.
—Lo siento. No conozco a nadie que se llame así.
El guardia le sostuvo la mirada.
—¿Está seguro, señor?
—Lo estoy. Nunca he conocido a ningún coronel.
—Ja. Entonces, puede considerarse afortunado —respondió el cabo.
Cuando regresaron a la viña, Maria del Mar y Francesc estaban sentados en el banco con Eduardo.
—¿Dónde está el agente Manso? —preguntó el cabo.
—Hemos revisado juntos la casa —explicó Maria del Mar—. La otra, la del medio, está llena de aperos, dos arados, viejos arneses de cuero..., toda clase de aperos. Lo he dejado allí, repasándolo todo cuidadosamente. Esa casa, la de allí —dijo, al tiempo que señalaba.
El guardia asintió y echó a andar.
Lo vieron alejarse.
—¿Te has enterado de algo? —preguntó Eduardo.
Josep movió la cabeza para responder que no.
Poco después apareció Tonio Casals entre las hileras de parras y se acercó a ellos. Se arrodilló delante del muchacho.
—Hola, Francesc. Soy Tonio Casals. ¿Te acuerdas de mí? ¿De Tonio?
Francesc estudió su rostro y luego negó con la cabeza.
—Bueno, ha pasado mucho tiempo, pero yo te conocí cuando eras muy pequeño.
—¿Y qué tal te va ahora, Tonio? —preguntó Maria del Mar con amabilidad.
—Me va... bien, Maria del Mar. Soy ayudante del alguacil de la cárcel regional que hay en las afueras de Las Granyas y me gusta ese trabajo.
—Tu padre dice que también trabajas en el negocio de la aceituna —dijo Eduardo.
—Sí, bueno, pero cultivar olivos no es más que otra forma de ser campesino. A mí no me gusta la agricultura y mi jefe es un hombre desagradable... En parte, la vida siempre es difícil, ¿no?
Eduardo se mostró de acuerdo en un susurro.
—¿Y trabajas a menudo con los guardias civiles? —preguntó a su viejo amigo.
—No, no. Pero los conozco a todos y ellos me conocen a mí, porque en algún momento han de traer algún prisionero a mi cárcel, o vienen a llevárselo para un interrogatorio. De hecho, me estoy planteando convertirme en guardia yo mismo. Es difícil porque hay muchas solicitudes y hay que tomar clases y pasar exámenes. Pero, como te iba diciendo, ahora conozco a muchos guardias, y su trabajo se parece a mi experiencia en la cárcel.
»Estos dos sabían que soy de Santa Eulalia. Cuando los enviaron aquí, me invitaron como guía y ayudante, así que puedo asegurar a todo el pueblo que no traen mala intención.
—Pero..., Tonio —dijo Marimar con ansiedad—, ¿por qué revisan nuestras tierras?
Tonio vaciló.
—No te preocupes —contestó.
Marimar abrió mucho los ojos.
—¿Por qué me han preguntado si conocía a no sé qué coronel? —susurró.
El rostro de Tonio reveló el orgullo que sentía al ejercer la autoridad. Echó un vistazo para asegurarse de que los dos guardias estaban fuera de la vista.
—Ha desaparecido un coronel con despacho en el Ministerio de Guerra. El cabo Bagés dice que es un oficial prometedor con rango temporal de brigadista y que algún día será general.
—Pero... ¿por qué lo buscan aquí? —preguntó Eduardo. Tonio hizo una mueca.
—Por razones poco sólidas. Entre los papeles que se encontraron en su escritorio había una lista del distrito de Cataluña con nombres de los concejales de pueblos y aldeas de la región. El nombre de Santa Eulalia, además del de los tres miembros del Ayuntamiento, estaba rodeado por un círculo.
«Concejal del Ayuntamiento. Así me encontró», pensó Josep.
—¿Sólo por eso? ¿Un círculo dibujado en una lista de pueblos? —preguntó Eduardo, incrédulo.