La Bodega (38 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

BOOK: La Bodega
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Josep se interrumpió y la miró.

Tenía cierta aprehensión, porque sabía que ella temía los cambios y que se sentía segura en las rutinas familiares, por dolorosas que fueran.

—Tú quieres hacerlo, ¿verdad? —dijo ella al fin.

—Ah, sí. La verdad es que lo quiero hacer.

—Entonces, lo tenemos que hacer —contestó Marimar. Y siguió desvainando judías.

Fue una cena muy agradable. Cuando el visitante felicitó a Marimar y alabó con especial calidez las pastitas que había servido con el café, ella se echó a reír y le dijo con sequedad que eran de la panadería local, cuya dueña tenía mucho talento.

Cuando Francesc, adormilado, les dio las buenas noches y se fue a dormir a su catre, la conversación retomó el asunto del vino rápidamente.

—¿Corre peligro su viñedo? —preguntó Josep.

Mendes asintió.

—Tal vez nos alcance la filoxera el año que viene, o el otro.

—¿No se puede hacer nada? —quiso saber Maria del Mar.

—Sí. La plaga llegó a Europa en parras importadas de América, pero hay una cepa americana cuyas raíces los áfidos no comen. Tal vez contengan algún elemento que les resulta venenoso, o a lo mejor sencillamente no les gusta su sabor. Cuando injertamos nuestras vides condenadas con esas raíces americanas, los áfidos no las atacan.

»Durante los últimos tres años he sustituido cada año el 25 por ciento de mis viñas con cepas injertadas. Para conseguir una cosecha entera hacen falta cuatro años —explicó Mendes—. Tal vez te interese reconvertir tu propio viñedo.

—Pero, monsieur..., ¿para qué íbamos a hacerlo? —preguntó Maria del Mar lentamente—. La filoxera es un problema francés, ¿no?

—Ah, madame, pronto será medio español.

—Dudo que los áfidos sean capaces de cruzar los Pirineos —opinó Josep.

—La mayoría de los expertos creen que es inevitable —contestó Mendes—. Los áfidos no son águilas, pero con sus alitas minúsculas avanzan unas veinte leguas al año. Si hay vientos fuertes, los insectos pueden esparcirse a todo lo largo y ancho del territorio. Y el hombre los ayuda con sus viajes. Cada año, mucha gente cruza la frontera. Los áfidos se esconden en cualquier lugar, bajo el collar de un abrigo o en la crin de un caballo. Tal vez, quién sabe, haya algunos ya en algún rincón de España.

—Entonces, parece que no tenemos alternativa —dijo Josep, preocupado.

Mendes asintió con lástima.

—En cualquier caso, es algo que merece la pena pensar con atención —concluyó.

Aquella noche hicieron la cama de la casa de los Valls con sábanas limpias y Mendes durmió allí. A la mañana siguiente se levantó pronto y anunció que saldría pronto hacia Barcelona para de ahí partir hacia Francia. Mientras Maria del Mar preparaba una tortilla para desayunar, Mendes y Josep pasearon juntos por la viña bajo el fresco aire de la mañana.

Josep contó a Mendes que pensaba comprar barriles de 225 litros y guardarlos a ambos lados de la bodega, en amplios estantes.

Mendes asintió.

—Eso te servirá de momento, porque me puedes enviar los barriles cuando estén llenos, en relativamente poco tiempo. Pero el precio del vino seguirá alto durante unos cuantos años y llegará un día en que querrás embotellar hasta la última gota de vino tú mismo y venderlo embotellado. Cuando eso ocurra, necesitarás cavar otra bodega en la colina, al menos del mismo tamaño que la que tienes ahora.

Josep hizo una mueca.

—Tanto cavar...

Mendes dejó de caminar.

—Hay una cosa que tienes que aprender, quizá la lección más dura e importante. A veces has de confiar en los demás para encargarles lo que quieres hacer. Cuando la viña alcanza cierto tamaño, uno no se puede permitir el lujo de hacer todo el trabajo personalmente —concluyó.

 

Después de desayunar, Josep ensilló el caballo de alquiler y; los dos hombres se dieron un abrazo.

—¡Monsieur! —Marimar salió corriendo de la masía con una bolsa en la que había guardado una botella de vino bueno y una porción de tortilla para que se la comiera en el tren—. Le deseo un buen viaje de regreso, monsieur.

Léon Mendes hizo una reverencia.

—Gracias. Usted y su marido han creado una bodega maravillosa, señora.

62
La discrepancia

Tres semanas más adelante, Josep y Maria del Mar tuvieron la primera discusión seria de su vida de casados.

Ambos habían trabajado mucho y llevaban horas hablando de los problemas de la bodega y de sus planes para el futuro.

Habían decidido empezar a replantar la viña después de la cosecha del año siguiente. Iban a sustituir cada año, durante los cuatro siguientes, el 25 por ciento de las vides por cepas injertadas, tal como había hecho Mendes en Languedoc. A Josep le gustaba la idea de que, de esa manera, dispondrían de toda la cosecha de uva para la vendimia de aquel año y el siguiente. Luego, como las cepas injertadas tardarían cuatro años en ofrecer uva para la vendimia, la cosecha se reduciría en un 25 por ciento cada año. Al llegar el cuarto no habría nada que vendimiar, pero con aquellos precios tan altos habrían acumulado mucho capital para invertir. Se habían puesto de acuerdo en que dedicarían aquel cuarto año a hacer ciertas mejoras en el viñedo. Sería entonces cuando cavaran la nueva bodega en algún lugar del terreno de los Álvarez. Con tanto fregar y enjuagar, por no hablar del regadío cuando se volvía necesario, cargar agua del río representaba un malgasto constante de tiempo y esfuerzos. Una viña necesitaba tener un pozo.

Qué nuevo y extraño placer suponía tener dinero para hacer las cosas necesarias.

Una tarde, Marimar regresó de un paseo por el pueblo con un cotilleo.

—Rosa y Donat están buscando casa.

—Ah, ¿sí? —dijo Josep. Apenas la escuchaba a medias, pues estaba pensando cuándo le entregarían unas botellas que había encargado—. ¿Y para qué necesitan una casa?

—Rosa quiere poner mesas en las habitaciones del altillo de la tienda de comestibles e instalar un auténtico café en el que puedan servir comida de verdad. Es una maravillosa cocinera y pastelera. Ya viste cómo le encantaron sus pastas a monsieur Mendes.

Ausente, Josep asintió. Al fin y al cabo, iba pensando, durante muchas semanas no necesitaría aquellas botellas. Era más urgente decidir qué sección de la viña iba a cosechar antes. Para pisar tanta uva había que seguir un claro plan de vendimia. Tendría que discutirlo con Marimar.

Ella interrumpió sus meditaciones.

—Me gustaría darles la casa de los Valls.

—¿A quién?

—A Rosa y a Donat. Me gustaría darles la casa de los Valls.

—De ninguna manera —resopló Josep.

Ella lo miró fijamente.

—Donat es tu hermano.

—Y su mujer quería quedarse mis tierras. Y mi casa. Y mis vides. Y mi pastilla de jabón y mi taza. No lo olvidaré nunca.

—Rosa estaba desesperada. No tenía nada y pretendía proteger la herencia de su marido. Ahora nuestra situación es muy distinta. Creo —afirmó— que, si te tomas el esfuerzo de conocerla, te caerá bien. Es interesante. Una mujer muy trabajadora, con genio y muchas habilidades diferentes.

—Que se vaya al Infierno.

—También está embarazada —añadió Marimar. Esperó y se lo quedó mirando—. Escúchame, Josep. No tenemos más parientes. Quiero que mis hijos crezcan con una familia. La bodega tiene tres casas. Nosotros vivimos en ésta y necesitamos la de Quim para almacenar cosas. Pero mi vieja casa está vacía y se la quiero dar a ellos.

—Ya no es tu casa —dijo él con brusquedad—. La mitad me pertenece, igual que a ti te pertenece la mitad de ésta y de la de Quim. Y escúchame bien: no puedes regalar algo que me pertenece a mí.

Vio que la expresión de su mujer cambiaba. Su cara parecía amarga, reservada y hasta algo mayor, con el mismo aspecto que había tenido cuando Josep regresó a Santa Eulalia. Él ya había olvidado aquella expresión.

Al poco le oyó subir la escalera de piedra hacia su habitación.

Josep se quedó sentado, recapacitando.

Ella le importaba profundamente. Recordó que había hecho un voto, una promesa de no tratarla jamás con crueldad, ni con sus actos ni con sus palabras, como habían hecho otros antes que él. Se dio cuenta de que tenía poder para hacerle daño, tal vez más incluso que aquellos otros cabrones.

Mientras permanecía allí sentado, sintiéndose podrido, acusándose, repasó mentalmente las palabras de su esposa y estiró la espalda.

¿De verdad había dicho que Rosa estaba embarazada «también»?

Y, si así era, ¿se había equivocado? ¿O quería decir que, además, estaba embarazada?

Abandonó la silla y subió a saltos la escalera para reunirse con su esposa.

Unos días después, un jueves por la mañana, llegó un carro de carga tirado por dos pares de caballos. Josep guió al arriero hacia la casa de Quim y le ayudó a descargar 42 cajas de listones de madera llenas de botellas y a subirlas por la escalera. Apiladas en dos filas, ocupaban casi la mitad de lo que en otro tiempo fuera el pequeño dormitorio de Quim. Cuando se fue el conductor, Josep abrió una de las cajas y sacó una botella brillante y virginal, idéntica a las demás, todas a la espera de que él las llenara de vino.

Al abandonar la casa convertida en almacén, oyó voces. Atraído por su sonido, caminó hasta la casa de los Valls y se encontró a su hermano con Maria del Mar.

—Cuando te acuestes y cuando te despiertes —decía Maria del Mar— en esta masía, oirás el río.

—Hola —saludó Josep.

Incómodo, Donat devolvió el saludo.

—Esta mañana le estaba contando a Rosa —explicó Marimar— que quedaría precioso si plantáramos más rosales salvajes cerca de la casa. También estaría bien hacer lo mismo en la nuestra, Josep. ¿Te parece que ya has trasplantado demasiados rosales de la orilla del río?

—El río es largo —contestó Josep—. Tal vez tenga que andar un poco, pero hay muchos rosales.

—Iré contigo a arrancarlos —propuso enseguida Donat.

—A Rosa le encantan esas flores sencillas —explicó Maria del Mar—. Que se las quede todas. Yo prefiero las pequeñas, blancas, para nuestra casa.

Donat se rió.

—Tendremos que esperar a que florezcan en abril para saber cuál es cuál —dijo, pero Josep meneó la cabeza.

—Yo las distingo. La planta de las rosas es más grande. Las podemos coger en invierno, cuando tendremos más tiempo libre.

Donat asintió.

—Bueno, será mejor que vuelva a la tienda con Rosa. Sólo quería echar un vistazo a una hilera de piedras que hay que reparar en la parte trasera de la casa.

—¿Qué hilera de piedras? —preguntó Josep.

Fueron a la parte trasera y Josep vio y contó ocho piedras de buen tamaño esparcidas por el suelo.

—Yo sabía que había una piedra suelta en esa pared —dijo Maria del Mar—. Te lo pensaba contar, pero... ¿cómo ha pasado esto?

—Creo que fueron los guardias —dijo Josep—. Debieron de notar que había una piedra suelta y la sacaron, y luego arrancaron las otras para asegurarse de que no hubiera nada escondido. La verdad es que no pasan nada por alto.

—Ya lo repararé —se ofreció Donat.

Pero Josep meneó la cabeza.

—Lo haré yo esta tarde —dijo—. Me encanta la mampostería.

Donat asintió y se dio la vuelta para irse.

—Gracias, Josep —dijo.

Por primera vez, Josep le dedicó una buena mirada.

Vio a una persona corpulenta y afable. Donat tenía la mirada clara, el rostro tranquilo y, mientras se disponía a regresar a un trabajo que le gustaba, parecía lleno de determinación.

Su hermano.

Algo en el interior de Josep —algo pequeño, frío y pesado, un gélido pecado que había cargado en su corazón sin saberlo— se derritió y desapareció.

—De nada, Donat —contestó.

El frío llegó al pueblo desde muy lejos, de las montañas, del mar. ¿Traería el viento aullidos y destrozos? ¿Acarrearía granizo, o pequeñas motas aladas? Llovió tres veces en otoño, pero siempre era una lluvia gentil y piadosa. El sol lució la mayor parte de los días para alejar con su calor el frescor de la noche, y las uvas siguieron madurando.

Se dio cuenta de que la replantación sería una buena oportunidad para colocar las cepas en grandes grupos de la misma variedad, pues hasta entonces tenía que sufrir por el descuido de sus antepasados e ir de aquí para allá entre las hileras mezcladas para vendimiar según la variedad de cada parra.

Josep quería que toda la cosecha alcanzara la mayor madurez posible, pero no deseaba que se pasaran las uvas en la parra, de manera que planificó el orden de vendimia como si fuera un general a punto de entrar en la batalla.

Las plantas más antiguas, con las uvas más pequeñas, parecían madurar más tarde, acaso por el terreno en que estaban plantadas. Eran las mismas cepas de las que había hecho su vino mezclado y sentía un cariño especial por aquellas vides arrugadas y muy viejas, que no pensaba replantar mientras no dieran muestras de estar condenadas. De momento, les concedió unos días más de maduración.

Así fue que una mañana, a primera hora, empezó a cosechar recogiendo la fruta de las vides normales, las mismas que, hasta aquel año, habían ofrecido su uva cada año sólo para que se convirtiera en vinagre.

Tenía mucha ayuda. Donat había hecho saber a todo el pueblo que durante la semana de la vendimia la tienda de comestibles sólo estaría abierta desde el mediodía hasta las cuatro, y él y Rosa se habían sumado a los vendimiadores y pensaban pasar las noches pisando uva. Briel Taulé estaba allí, como siempre, y Marimar también había contratado a Ignasi Febrer y a Adrià Taulé, primo de Briel, para vendimiar y pisar.

A última hora de la tarde, Josep llegó al abrevadero lleno de uvas y se lavó los pies y las piernas.

Pronto se le sumarían otros y establecerían turnos de trabajos, unos para cosechar y seleccionar la uva, mientras los otros la pisaban. Pero de momento estaba solo y se regocijó en la escena. El depósito estaba abarrotado de uvas de un negro amoratado, brillantes. Cerca había una mesa llena de tortillas y pastas de Rosa, cubiertas con trapos, y vasos y cántaros de agua. Había leña en una ordinaria chimenea de piedra, esperando que alguien la encendiera, y lámparas y antorchas colocadas en torno a la cisterna de piedra para aportar su calor y su luz contra el oscuro frescor cuando llegara la noche.

Apareció Francesc, con su correr disparejo, y contempló cómo Josep metía un pie primero, y luego el otro, entre las uvas.

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