—Pero luego... podríamos comprarte el vino.
—No. Lo siento, de verdad.
El hombre parecía molesto, pero su compañero intervino:
—No pasa nada. Me voy a quedar una botella.
El primero suspiró.
—Yo también me llevo una —dijo al fin.
Josep les pasó dos botellas envueltas en periódico y aceptó su dinero con manos temblorosas, sintiendo que le subía la sangre a la cara. Llevaba toda la vida acostumbrado a que su familia produjera un vino que luego recogía Clemente Ramírez, en una rutina constante y anodina. Pero aquélla era la primera ocasión en que alguien le compraba su vino por elección y le pagaba un dinero por haber conseguido una cosecha deseable.
—Gracias, señores. Espero que disfruten con mi vino —les dijo.
Frederic Fuxá lo había escuchado todo desde su caseta y se acercó al carro para felicitar a Josep.
—La primera venta del día. Pero... ¿te importa que te dé un consejo?
—Claro que no.
—Mi hermano y yo venimos desde hace diecinueve años. Somos pescadores y capturamos nosotros mismos todo lo que cocinamos en el mercado. Nos conoce todo el mundo y no necesitamos demostrar que nuestra comida es fresca y buena. En cambio, usted es nuevo en el mercado. Aquí la gente no lo conoce. ¿Qué pierde por regalar una segunda muestra de vino?
—Sólo puedo regalar dos botellas en total —explicó Josep—. Si no consigo vender todas las demás, tendré un problema terrible.
Fuxá apretó los labios y sonrió. Como hombre de negocios, podía entender la situación sin necesidad de más palabras.
—Me gustaría probar su vino, señor.
Josep vertió vino en las dos tazas.
—Llévele una a su hermano.
Frederic le compró dos botellas y luego Efrén Fuxá fue a por otra.
Media hora después llegaron dos hombres y una mujer a la caseta de comidas.
—Hola a los Bocabella. ¿Qué tal va hoy por vuestra zona? ¿Vendéis mucho? —preguntó Efrén.
—No va mal —contestó la mujer—. ¿Y vosotros?
Efrén apretó los labios y asintió.
—Nos han contado que alguien da muestras de vino —dijo uno de los hombres.
Frederic señaló hacia el carro de Josep.
—Bueno de verdad. Nosotros se lo acabamos de comprar para la Semana Santa.
Se acercaron y pidieron probarlo. La mujer chasqueó los labios.
—Muy bueno. Pero nuestro tío hace vino.
—Aaaarg. El vino que hace el tío no te lo beberías si no estuviera él delante —terció uno de los hombres, y se echaron a reír los tres.
Compraron una botella cada uno.
Frederic los miró alejarse.
—Ésa ha sido una venta afortunada. Son primos, agricultores de una familia importante de Sitges y les encanta hablar. En los días de mercado se turnan para hablar con otros vendedores e intercambiar cotilleos. Mencionarán su vino a mucha gente.
Durante la siguiente hora, media docena de personas probaron el vino sin comprar. Luego llegaron dos mercaderes a la vez, y un tercero se acercó mientras éstos probaban el vino. Josep se había dado cuenta de que los compradores del mercado tendían a detenerse donde veían que ya había gente, acaso por la necesidad humana de investigar aquello que parece agradable a los demás. En ese momento funcionó, porque se formó una corta hilera de clientes detrás de aquellos mercaderes, y la cola ya no se deshizo durante varias horas.
A media tarde, cuando Josep y Francesc consiguieron comerse el pan con chorizo, aquél había cambiado dos veces el agua en que aclaraban las tazas y al final había optado por vaciar el cubo. Pese a la norma de impedir que se repitieran las pruebas, había gastado ya las dos botellas que tenía previsto destinar a tal uso y aún le quedaban nueve por vender. Sin embargo, a esas alturas el rumor acerca de la presencia de un vendedor de vino en el mercado ya había circulado, y Josep vendió su última botella a última hora de la tarde, varias horas antes del cierre del mercado. Compró a Francesc un plato de calamares para celebrar la victoria y, mientras el muchacho se lo comía, él se fue a ver a un vendedor de objetos de segunda mano y le compró cuatro botellas de vino vacías.
De camino a casa, Francesc se sentó en el regazo de Josep y éste le enseñó a sostener las riendas. El niño se durmió mientras conducía. Durante media hora, Josep condujo el carro con aquella figurita huesuda pegada al pecho; luego, Francesc se despertó lo suficiente para que lo cambiara de sitio y durante el resto del viaje durmió entre mantas en la parte trasera del carro, junto a las botellas vacías.
El domingo volvió a entrar el abogado con el caballo gris en la viña, y esta vez iba con Donat.
El abogado se quedó sentado en el carro y no miró a Josep, quien notó que llevaba un maletín de cuero en el asiento. Pensó que sin duda contendría papeles que pensaban entregarle para tomar posesión de las tierras por impago.
El hermano lo saludó con nerviosismo.
—¿Tienes el dinero, Josep?
—Lo tengo —contestó en voz baja.
Tenía los billetes contados y listos para ellos, de modo que salió de casa con sus propios papeles, recibos aparte por cada uno de los dos pagos que se había saltado y un tercero para el que se cumplía ese mismo día. Se los dio a Donat y éste los pasó al abogado tras leerlos rápidamente.
—¿Carles?
El abogado los leyó, se encogió de hombros y asintió. Sin duda estaba decepcionado, pero se esforzó por mantener un rostro inexpresivo.
En cambio, el de Donat expresaba un inconfundible alivio mientras aceptaba y contaba el dinero. Josep sacó plumilla y tinta y Donat firmó los tres recibos.
—Lamento todo este follón, Josep —dijo, pero su hermano no respondió.
Donat se dio la vuelta y echó a andar hacia el carro, pero luego se detuvo y volvió atrás.
—No es una mala mujer. Ya sé que lo parece. Lo que pasa es que a veces nuestra situación la supera.
Josep se dio cuenta de que al primo de Rosa no le gustaban las disculpas; la desaprobación había sustituido a la inexpresividad en su rostro.
—Adiós, Donat —dijo, al tiempo que su hermano asentía y montaba en el asiento al lado de Carles Sert.
Josep se quedó junto a la casa, viéndolos partir. Le pareció extraño poder sentirse bien y mal al mismo tiempo.
Eduardo Montroig se tomaba muy en serio las competiciones de
castellers
y el ambiente en las sesiones de ensayo del grupo de Santa Eulalia empezaba a parecer más formal, con menos bromas y más esfuerzo por perfeccionar el equilibrio, el ritmo y la precisión de sus tareas.
Eduardo tenía mucha información sobre los
castellers
de Sitges, que eran muy expertos y consumados, y estaba convencido de que Santa Eulalia sólo podía ganar la competición si era capaz de añadir algo especial a su castillo. Diseñó un elemento nuevo para su estructura, que requería ensayos más frecuentes y vigorosos por parte del equipo, y advirtió a sus hombres que debían mantenerlo en secreto para que supusiera una verdadera sorpresa cuando al fin se desvelara en Sitges.
Maria del Mar llevó a su hijo a varios ensayos, hasta que Josep sugirió que podía encargarse él; como tenía que acudir de todos modos, ella aceptó encantada.
Para Josep, el momento álgido de cada ensayo llegaba cuando Francesc trepaba sobre los tres primeros niveles y terminaba montado en su espalda el tiempo suficiente para susurrarle su nombre al oído. Francesc soñaba con el día en que sería capaz de ascender muchas capas formadas por adultos y jóvenes y llegar a la cumbre de un castillo ya armado del todo para alzar el brazo en señal de victoria. Josep estaba preocupado por él, porque un crío tan pequeño y frágil resultaba especialmente vulnerable si el castillo se colapsaba. Pero Eduardo iba enseñando a Francesc poco a poco y Josep sabía que el líder era un hombre equilibrado y sensato, incapaz de correr riesgos innecesarios.
Un día, sin mayores comentarios ni aspavientos, Eduardo llegó al fin de su periodo de luto y se quitó los brazaletes negros que llevaba siempre en las mangas. Mantuvo su calmosa dignidad, pero la gente del pueblo percibió un cambio —una mayor ligereza de carácter, o al menos un alivio— y empezaron a comentar con ironía que pronto estaría buscando nueva esposa.
Varias tardes más adelante, Josep estaba podando las vides cuando vio que Eduardo se acercaba por la carretera. Dejó de trabajar encantado, pues le apetecía la idea de recibir una visita. Sin embargo, para su sorpresa, Eduardo se limitó a alzar una mano para saludarlo y siguió andando.
En el camino que iba más allá de las tierras de Josep no había nada, salvo la casa y la viña de Maria del Mar. Josep se mantuvo ocupado en sus parras, sin perder de vista la carretera.
Esperó mucho rato. Ya era oscuro cuando vio que Eduardo desandaba el camino. Josep observó que Francesc lo acompañaba mientras avanzaba por el sendero.
—¡Buenas tardes, Josep! —saludó Eduardo.
—¡Buenas tardes, Josep! —repitió Francesc.
—Buenas tardes, Eduardo; buenas tardes, Francesc —contestó efusivamente, mientras su cuchillo daba tajos demasiado rápidos, casi ciegos, y dañaba una vid perfectamente sana.
Pasó casi toda la noche despierto, contemplando la oscuridad.
Intentó convencerse de que debía alegrarse por Maria del Mar. En alguna ocasión, ella le había hablado sobre el tipo de hombre que deseaba ver aparecer en su vida. Alguien que fuera amable y la tratara con bondad. Un hombre equilibrado que no saliera huyendo. Alguien bueno para el trabajo, alguien que se convirtiera en un buen padre para su hijo.
En resumen, el serio Eduardo Montroig. Quizá no tuviera demasiado sentido del humor, pero era buena persona, un líder de la comunidad, un hombre con ascendente sobre el pueblo.
Por la mañana, Josep reemprendió la poda, pero la desesperación y la furia le iban creciendo por dentro, implacables como una marea, y a media mañana soltó el cuchillo y caminó a grandes zancadas hacia la viña de Maria del Mar.
Como no la veía por sus tierras, llamó a la puerta.
Cuando le abrió, Josep no contestó a su saludo.
—Quiero compartir tu vida. En todos los sentidos. Ella lo miró perpleja.
—Siento... Siento cosas muy fuertes por ti. ¡Las más fuertes!
Se dio cuenta de que ahora sí le entendía. Le temblaba la boca. ¿Estaría reprimiendo una carcajada?, pensó Josep con pánico. Entonces ella cerró los ojos.
Josep siguió hablando con la voz rota, tan incapaz de controlar sus emociones o sus palabras como un toro de frenar su torpe embestida contra la punta de la espada.
—Te admiro. Quiero trabajar contigo cada día y dormir contigo cada noche. Todas las noches. No quiero volver a follar como si nos estuviéramos haciendo un favor entre amigos. Quiero compartir a tu hijo, al que también amo. Te daré más hijos. Quiero llenarte el vientre de hijos. Te ofrezco la mitad de mis dos parcelas. Están cargadas de deudas, pero son valiosas, como ya sabes. Te necesito, Marimar. Te necesito y quiero que seas mi esposa.
Ella estaba muy pálida. Josep vio que reunía fuerzas y se preparaba para destrozarlo. Sus ojos estaban húmedos, pero le contestó con voz firme:
—Ay, Josep... Claro que sí.
Él se había preparado para el rechazo y al principio fue incapaz de aceptar sus palabras.
—Tienes que calmarte, Josep. Claro que te quiero. Seguro que ya lo sabes —le dijo.
Le sonrió con un temblor en la boca y durante el resto de su vida Josep no sería capaz de decidir si aquella sonrisa era de pura ternura o si contenía también el brillo de la victoria.
Sostuvo sus dos manos, incapaz de soltarlas, y le cubrió el rostro con la clase de besos de aprecio que una mujer suele recibir de su padre o de su hermano. Lo que esos besos le decían era nuevo, y por eso resultaba excitante, aunque cuando al fin se encontraron sus bocas, no quedó la menor duda de que se besaban como amantes.
—Hemos de ir a ver al cura —dijo ella con un hilillo de voz—. Quiero que quedes comprometido conmigo de algún modo antes de que recuperes el sentido y te dé por huir.
Su sonrisa, sin embargo, revelaba que no le preocupaba tal posibilidad.
El padre Pío asintió sorprendido cuando le dijeron que se querían casar.
—¿Habéis sido bautizados?
Volvió a asentir cuando ambos le dijeron habían recibido el bautismo en aquella misma iglesia.
—¿Corre prisa? —preguntó a Maria del Mar, sin bajar la mirada.
—No, padre.
—Bien. En la Iglesia hay quien cree que, cuando es posible, el compromiso entre católicos rigurosos ha de durar un año entero —explicó el sacerdote.
Maria del Mar guardó silencio. Josep gruñó y meneó la cabeza lentamente. Sostuvo la mirada del padre Pío sin retarlo, pero sin timidez. El cura se encogió de hombros.
—Cuando un matrimonio implica a un viudo, la necesidad de mantener un noviazgo largo no es tan importante —dijo con frialdad—. Pero ya llevamos dos tercios de la Cuaresma. El 2 de abril es Domingo de Pascua. Entre ahora y el final de la Semana Santa estaremos en el periodo más solemne de rezos y contemplaciones. No es una etapa en la que yo desee celebrar compromisos ni bodas.
—Entonces, ¿cuándo podrá casarnos?
—Puedo leer las amonestaciones después de Semana Santa... Supongamos que nos ponemos de acuerdo en que os casaréis el último sábado de abril —propuso el padre Pío.
Maria del Mar frunció el ceño.
—Ya estaremos metidos en la temporada en que hay más trabajo en la viña por la primavera. No quiero parar de trabajar para casarnos y luego tener que volver corriendo a las viñas.
—¿Cuándo preferirías? —preguntó el sacerdote.
—El primer sábado de junio —contestó ella.
—¿Entendéis que entre ahora y entonces no debéis habitar juntos ni mantener relaciones como hombre y mujer? —preguntó con severidad.
—Sí, padre —dijo Maria del Mar—. ¿Te parece bien la fecha? —preguntó a Josep.
—Si a ti te lo parece... —contestó él.
Estaba experimentando una sensación totalmente desconocida y le impresionó darse cuenta de que era felicidad.
Sin embargo, cuando estuvieron solos de nuevo se enfrentaron al hecho de que el tiempo de espera les iba a resultar difícil. Se dieron un casto abrazo.
—Faltan diez semanas para el 2 de junio. Es mucho tiempo.
—Ya lo sé.
Ella le lanzó una mirada mientras jugueteaba con dos piedras redondas que había a sus pies, sobre la arena, y se acercó para hablarle al oído.