—Creo que a Francesc le iría bien tener un hermano pequeño para que lo vigile mientras nosotros trabajamos, ¿no?
Él se mostró de acuerdo.
—Me encantaría tener otro hijo ya mismo.
Mientras se miraban a los ojos, Josep se permitió algunos pensamientos que no hubiera podido compartir con el sacerdote.
Tal vez ella estuviera pensando en lo mismo.
—Creo que por ahora no deberíamos pasar demasiado tiempo juntos —propuso—. Será mejor que pongamos límites a la tentación, o nos dejaremos llevar y tendremos que ir a confesarnos antes de la boda.
Él accedió, reacio, convencido de que Marimar tenía razón.
—¿Cómo se llama lo que hacen los ricos cuando ponen dinero en un negocio? —preguntó ella.
Josep estaba perplejo.
—¿Una inversión?
Ella asintió. Ésa era la palabra.
—La espera será nuestra inversión —dijo.
A Josep le caía bien Eduardo Montroig y quería tratarlo con respeto. Esa tarde se acercó a la viña de Eduardo y le dijo claramente y con tranquilidad que él y Maria del Mar habían ido a ver al cura y habían planificado su boda.
A Eduardo lo traicionó una brevísima mueca, pero luego se acarició el largo mentón y permitió que una extraña sonrisa aportara calidez a su rostro llano.
—Será una buena esposa. Os deseo buena suerte a los dos —dijo.
Josep sólo contó la novedad a otra persona, Nivaldo, que brindó con él por las buenas noticias. Su amigo estaba encantado.
El primer domingo después de la Semana Santa, Josep y Marimar se sentaron en la iglesia con Francesc entre los dos y escucharon al padre Pío.
—Doy por leídas las amonestaciones entre Josep Álvarez, miembro de esta parroquia, y Maria del Mar Orriols, viuda y asimismo miembro de la parroquia. Si alguien sabe de algún impedimento para que estas dos personas sean unidas en sagrado matrimonio, que hable ahora.
»Lo pregunto por primera vez.
Había publicado las amonestaciones en la puerta de la iglesia y las iba a leer de nuevo los dos domingos siguientes, tras lo cual quedarían comprometidos formalmente.
Después del servicio, mientras el sacerdote permanecía a la puerta de la iglesia para saludar a los feligreses, con Francesc sentado en el banco de delante de la tienda de comestibles para comerse una salchicha, Josep y Marimar se sentaron en la plaza y recibieron buenos deseos, abrazos y besos de los demás aldeanos.
Josep se entregó a una dosis regular de trabajo para llenar su vida durante los largos e impacientes días de compromiso. Terminó el trabajo en las vides y regresó a la bodega, donde completó tres cuartas partes de la pared de piedras antes del primero de abril, día de la competición de
castellers
. Había merodeado por los mercados para encontrar otras treinta botellas vacías de vino. Una vez limpias, llenas de vino oscuro y etiquetadas, las tenía envueltas en papeles de periódico y guardadas entre mantas en la parte trasera del carro, donde compartían espacio con Francesc. Marimar se sentó junto a él para acudir al mercado de Sitges.
Era el mismo viaje que Josep había hecho en otra ocasión con el niño, pero había diferencias notorias. Al llegar al pinar, Josep frenó a la mula, pero esta vez se llevó a Francesc hasta los árboles para poder orinar en privado. Cuando regresaron al carro le tocó a Marimar visitar el refugio de la intimidad de los pinos.
El viaje fue agradable. Marimar le aportaba una buena y tranquila compañía, con espíritu festivo. De alguna manera, su actitud hacía que Josep se sintiera como si ya perteneciera a una familia, y ese papel le deleitaba.
Cuando llegaron a Sitges, guió a
Orejuda
directamente al puesto cercano a la caseta de comidas de los hermanos Fuxá, que lo saludaron cálidamente, aunque con joviales descripciones de cómo pensaban aniquilar a los
castellers
de Santa Eulalia en la inminente competición.
—Te estábamos esperando —dijo Frederic—, porque hemos consumido el vino durante las fiestas.
Cada uno de ellos le compró dos botellas casi sin darle tiempo a situar su carromato, y esta vez no tuvo que esperar demasiado a que llegaran otros clientes, pues varios vendedores se acercaron a comprar su vino y atrajeron a un pequeño grupo de clientes. Maria del Mar ayudó a Josep a vender, tarea que cumplía con naturalidad, como si hubiera pasado la vida entera vendiendo desde un carromato.
Mucha gente de Santa Eulalia había acudido al mercado. Por supuesto, una gran cantidad de aldeanos eran miembros del grupo de
castellers
, o formaban parte de la piña y los bajos, de la multitud que aguantaba los dos niveles inferiores de los castillos. La mayor parte de los vecinos de Josep habían acudido a presenciar la competición, o incluso a participar en ella, y se acercaron a ver cómo vendía el vino hecho en su pueblo.
Tenía algunos conocidos en Sitges que habían acudido para apoyar a sus
castellers
, y algunos se acercaron al carromato para saludarlo y que les presentara a Maria del Mar y Francesc. Juliana Lozano y su marido le compraron una botella y Emilio Rivera se llevó tres.
Josep vendió la última botella de vino bastante antes de que todos los puestos quedaran cerrados durante una hora para la competición de
castellers
. Él, Marimar y Francesc se sentaron al borde de la zona de carga del carromato y se comieron el guiso de pescado de los Fuxá mientras contemplaban cómo los hermanos se ayudaban mutuamente a ponerse la faja.
Después de comer, Marimar sostuvo un extremo de la faja y Josep dio una vuelta tras otra hasta envolverse en un soporte tan apretado que apenas le dejaba espacio para respirar.
Mientras se abrían paso entre la muchedumbre, los músicos de Sitges empezaron a tocar y Francesc se cogió de la mano de Josep.
Enseguida sonó una melodía quejumbrosa para convocar la base del castillo de Sitges y, en cuanto estuvo montado, los escaladores empezaron a subir.
Josep vio enseguida que Eduardo había acertado con sus previsiones sobre cómo se desarrollaría la competición. Los
castellers
de Sitges ascendían sin perder un segundo y sin hacer ningún movimiento innecesario, y su castillo se alzó con una rápida eficacia hasta que el niño que hacía de
enxaneta
trepó para coronar la octava capa, alzó un brazo triunfante y descendió por el otro lado. A su paso, los
castellers
iban desarmando la estructura con la misma suavidad con que la habían alzado, en medio de vítores y ovaciones.
Los músicos de Santa Eulalia, ya listos en su sitio, empezaron a tocar. Las grallas llamaron a Josep, que se quitó los zapatos y se los dio a Francesc mientras Marimar le deseaba buena suerte.
La base se formó con rapidez y pronto le llegó el turno a Josep. Subió ágilmente y con facilidad, tal como había hecho tantas veces en los ensayos, y pronto se encontró montado sobre los hombros de Leopoldo Flaquer y rodeando con sus brazos a Albert Flores y Marc Rubió, en un intercambio mutuo de equilibrio.
Luego Briel Taulé se plantó sobre sus hombros.
El cuarto nivel no era demasiado alto, pero concedía a Josep una vista aventajada. No podía ver a Maria del Mar ni a Francesc, pero bajo el espacio que le concedía el brazo alzado de Marc vio rostros vueltos hacia ellos y, más allá, gente que se movía en torno al perímetro de la muchedumbre.
Vio a un par de monjas, una bajita y la otra más alta, con hábitos negros de griñón blanco.
Un chico con la melena alocada que tiraba de un reticente perro amarillo.
Un gordo con una barra larga de pan.
Un hombre con la espalda bien tiesa, traje gris, acaso un hombre de negocios, con un sombrero de ala ancha en la mano. Cojeaba un poco.
... Josep lo conocía.
También conocía el miedo repentino que le recorrió el cuerpo mientras miraba aquella cojera familiar.
Quería correr, pero ni siquiera podía moverse, cautivo y vulnerable por completo, prisionero en pleno aire. De pronto le flaquearon tanto las piernas que tuvo que cogerse con más fuerza a sus compañeros, provocando que Albert lo mirase:
—¿Estás bien, Josep? —le preguntó.
Pero Josep no respondió.
El hombre parecía conservar su pelo negro, aunque había un pequeño círculo de calvicie en la coronilla. Bueno, habían pasado siete anos.
Y desapareció.
Josep agachó la cabeza tanto como pudo sin soltarse del abrazo de los demás, mirando por debajo del brazo de Marc con la intención de no perder de vista a aquel hombre.
En vano.
—¿Pasa algo? —preguntó Marc con brusquedad.
Josep negó con la cabeza y se agarró fuerte.
Sonó un murmullo y la gente empezó a señalar hacia arriba, donde se desarrollaba la sorpresa de Eduardo —un nivel más de escaladores—, y luego el
enxaneta
trepó hacia el cielo sobre la espalda de Marc.
Josep supo que el muchacho había alzado el brazo al llegar al noveno nivel y había empezado a bajar porque se armó un murmullo entre la muchedumbre, seguido de aplausos.
Fue Bernat Taulé, el hermano de Briel, desde el séptimo nivel, quien puso demasiado afán en bajar. Al perder el equilibrio se agarró al compañero que le quedaba más cerca, Valentí Margal. Éste lo sostuvo y evitó que cayera, mientras el castillo se agitaba un instante y se cimbreaba. Eduardo les había enseñado bien. Mantuvieron el equilibrio, Bernat se recuperó y bajó algo más despacio de lo normal y el castillo se terminó de desarmar sin más incidentes.
Al tocar el suelo con los pies, en vez de echar a correr, Josep se metió descalzo entre la multitud, siguiendo la misma dirección que había tomado aquel hombre para intentar verlo de nuevo.
Buscó por todo el mercado durante media hora, pero no volvió a ver a Peña. Apenas se enteró de que los jueces habían discutido. El grupo de Sitges había ejecutado una maniobra impecable para levantar ocho niveles, pero el de Santa Eulalia había logrado armar y desarmar con éxito un castillo de nueve. Al fin, los jueces se pusieron de acuerdo para declarar un empate.
La mayoría de la gente parecía satisfecha con esa decisión.
De vuelta a casa, Francesc durmió en la parte trasera del carromato y Josep y Marimar hablaron poco. Josep guiaba la mula con aire aturdido. Marimar estaba feliz de viajar cómodamente con su hijo y su prometido, tras un día entretenido y satisfactorio. Cuando se dirigía a Josep, él daba respuestas breves. Se dio cuenta de que a ella no le parecía extraño, acaso porque daba por hecho que lo invadía la misma alegría que a ella.
Se le ocurrió que tal vez se estuviera volviendo loco.
Se sentó en el banco de la viña bajo el sol alimonado de principios de primavera con los ojos cerrados, obligando a su mente a trabajar, esforzándose por encontrar la salida de aquel pánico que le paralizaba el pensamiento.
Uno: ¿estaba seguro de que aquel hombre era Peña?
Lo estaba. Lo estaba.
Dos: ¿Peña lo había visto a él, y lo había reconocido?
Aunque con reticencias, Josep decidió que debía dar por hecho que Peña lo había visto. No podía permitirse el lujo de creer en la casualidad. Lo más probable era que Peña hubiera ido a la competición de Sitges con la esperanza de atisbarlo. Tal vez se hubiera enterado de algún modo de que Josep Álvarez había regresado a Santa Eulalia y necesitara determinar si se trataba del mismo Josep Álvarez al que había conocido y entrenado, al que llevaba tiempo buscando, el único de los muchachos del pueblo que se le había escapado.
«Escapado, de momento», se dijo Josep, desanimado.
De momento.
Tres: bueno. Alguien iría en su busca.
Cuatro: ¿qué opciones tenía?
Recordó lo terrible que había sido sentirse perseguido, sin hogar, deambulando.
Pensó que tal vez pudiera vender el vino, conseguir dinero en metálico y pagarse un billete en una diligencia de pasajeros en vez de tener que huir en el vagón de carga.
Pero sabía que no le iba a dar tiempo.
No podía pedir a Maria del Mar y Francesc que huyeran con él y compartieran su vida de fugitivo. Sin embargo, si los dejaba atrás, su vida sería un desconsuelo. Dio un respingo sólo de pensar en el dolor que provocaría a Marimar un nuevo abandono.
Sólo le quedaba una opción.
Recordó la lección que Peña había logrado enseñarle: cuando es necesario matar, cualquiera puede hacerlo. Cuando es en verdad necesario, matar se vuelve muy fácil.
El LeMat estaba tal como lo había dejado, detrás de un saco de grano bajo el alero del ático. Sólo cuatro de sus nueve cámaras estaban cargadas y Josep no tenía más pólvora. Así que tendría que arreglárselas con cuatro tiros y un cuchillo bien afilado.
Para sobrevivir al mitedo, se entregó ciegamente al trabajo, que siempre había sido su mejor remedio cuando se enfrentaba a algún problema. Trabajó sin cesar para levantar un trozo más del muro de piedras que recorría el lateral inacabado de la bodega, y a última hora de la tarde pasó a la poda de sus vides. Tenía siempre a mano el LeMat, aunque no esperaba que Peña desfilara por el pueblo y le atacara a plena luz del día.
Al llegar el crepúsculo, la penumbra reunida en torno a la casa contribuyó a magnificar su miedo, así que sacó el LeMat y subió al monte, hasta un lugar que, a la clara luz de la luna, le permitía ver el trozo del sendero que llegaba hasta su viña. Casi daba gusto estar sentado allí, hasta que se dio cuenta de que, si llegaba alguien, lo más probable era que no lo hiciera por el camino. Lo más fácil era que alguien formado por Peña rodeara el pueblo para acercarse desde la colina. Josep se dio la vuelta y miró ladera arriba, sintiéndose expuesto y desprotegido.
Al fin regresó a la casa en busca de mantas y se las llevó a la bodega, donde las extendió junto a los toneles de vino y cerca de la carretilla, llena de arcilla del río. Se tumbó con la cabeza entre los ejes de la carreta, pero al poco rato notó que las piedras del suelo se le clavaban en la espalda y que la bodega era un dormitorio gélido, adecuado para el vino, pero inhóspito para la carne humana. Además, se le ocurrió que, si se presentaba algún problema, no parecía sabio enfrentarse a él como un animal acobardado en un agujero en la tierra.
De modo que cogió sus mantas y el arma y regresó nervioso a casa, donde se metió en la cama en busca de un descanso limitado e inquieto.