—Mierda —protestó en voz alta.
Durante un rato anduvo sin rumbo entre los árboles sin ver ningún camino. Aún peor, estaba totalmente desorientado. Al fin llegó al hilillo de agua de un arroyo y decidió seguirlo. Pensó que a menudo las casas se construían donde hubiera agua disponible; tal vez acabara topando con una.
Fue duro viajar entre los arbustos y la maleza. Tuvo que arrastrarse para pasar por debajo y por encima de troncos caídos, y rodear algún que otro risco. En más de una ocasión superó precipicios profundos y rocosos, todo tierra retorcida y piedras recortadas. Las zarzas le arañaban los brazos y al cabo de un rato iba jadeando para respirar, alternativamente malhumorado y asustado.
Sin embargo, por fin el arroyo se metió por una tubería de madera, hecha con un gran tronco hueco.
Y el tronco se metió bajo la carretera.
Era una buena carretera, desierta en aquel momento... ¡y llevaba a algún lugar! Sintiendo un gran alivio, Josep se plantó en medio de la calzada y se fijó en las señales de vida, los surcos que dejaban las ruedas de los carros, marcas de cascos de caballo en la arena. Después de pelear con tanta maleza y árboles, caminar sin impedimentos era todo un lujo. Apenas tuvo que andar un rato, tal vez diez minutos, antes de llegar a un cartel clavado en un árbol, prueba de que ya se encontraba en Francia:
Ville d'Elne
2 leguas
En la parte inferior, con letras pequeñas:
Province du Roussillon
Encontró de nuevo las vías del tren en Perpiñán. Era una ciudad de edificios imponentes, muchos de ellos medievales, coloreados de un rojo oscuro por los finos ladrillos que se usaban para su construcción. Había un barrio de casas elegantes junto a partes miserables de calles estrechas llenas de desperdicios y con coladas tendidas, madrigueras de gitanos y gente pobre. También tenía una catedral imponente, en uno de cuyos bancos pasó Josep la noche. Al día siguiente dedicó toda la mañana a entrar en tiendas y cafés para preguntar si había trabajo, siempre sin éxito.
A primera hora de la tarde salió de la ciudad siguiendo las vías del tren hasta que encontró un lugar adecuado, y allí se quedó esperando. Cuando apareció un tren de carga, el ritual ya le pareció de lo más natural. Escogió un vagón con la puerta parcialmente abierta y se subió a pulso.
Al ponerse en pie vio que ya había cuatro hombres en el vagón.
Tres de ellos se apiñaban en torno al cuarto, que yacía en el suelo.
Dos de los que permanecían de pie eran fuertes, con grandes cabezas redondas; el tercero era de estatura mediana, flaco, con un rostro ratonil.
El del suelo estaba postrado a cuatro patas. Uno de los gigantones, con los pantalones bajados, le agarraba la nuca con una mano, y con la otra, por debajo, le alzaba las nalgas desnudas.
En aquel primer instante, Josep los vio como si fueran un retablo. Los que estaban de pie lo miraron asombrados. El del suelo era más joven que los demás, acaso de la misma edad que él. Josep notó que tenía la boca abierta y el rostro contorsionado, como si gritara en silencio.
El que tenía agarrado al joven no lo soltó, pero los otros dos se volvieron hacia Josep, quien también se dio la vuelta.
Y saltó por la puerta.
No estaba preparado para aquel salto. Cuando sus pies tocaron el suelo había perdido ya el equilibrio y sintió como si la tierra lo golpeara con dureza. Cayó de rodillas y luego golpeó el suelo con el estómago y resbaló sobre las cenizas acumuladas junto a las vías. La caída lo había dejado sin aire hasta tal extremo que durante unos segundos aterradores tuvo que boquear en busca de oxígeno.
Luego no pudo más que permanecer tumbado en el suelo mientras los vagones pasaban con su traqueteo.
El tren entero fue pasando y se alejó mientras Josep maldecía en su interior a Guillem por haberlo dejado solo y vulnerable. Primero desapareció el ruido de la locomotora, y luego los chasquidos de los vagones se suavizaron y se desvanecieron en la lejanía.
A partir de entonces, ni se le ocurrió volver a montarse en un tren y empezó un gélido y soñoliento deambular tortuoso a pie hacia el norte, pidiendo trabajo cada vez que llegaba a algún lugar. La costumbre lo hizo inmune al rechazo y al final apenas oía las ya esperadas negativas. Dejó de centrar sus esperanzas en la idea de encontrar con qué mantenerse para construir un futuro sólido y pronto empezó a concentrarse en las necesidades diarias de encontrar comida y un lugar seguro donde dormir. Cada día se sentía más como un extraño. Al entrar en la provincia de Rosellón la gente hablaba un catalán parecido al de Santa Eulalia, pero a medida que avanzaba hacia el norte el lenguaje adoptaba cada vez más expresiones francesas. Ya en la provincia de Languedoc, todavía era capaz de entender a los demás y hacerse entender, pero su acento y los titubeos lo señalaban de inmediato como inmigrante.
Nadie tenía problema alguno en aceptar dinero español, pero a Josep le dominaba la clara comprensión de que debía alargar al máximo sus pocas pesetas, de modo que nunca pensó en pagar alojamiento. Buscaba las catedrales, que podían estar abiertas a los feligreses por la noche y ofrecían una penumbrosa iluminación y bancos en los que tumbarse. Durmió también en algunas iglesias grandes, aunque descubrió que la mayoría estaban cerradas por la noche. En una de ellas, el sacerdote lo llevó a la mañana siguiente a la casa de la parroquia y le dio de comer unas gachas, mientras que en otra un cura furioso lo despertó con grandes sacudidas de hombro y le mandó trasladarse a la parte oscura. Cuando no tenía más remedio, se envolvía en la manta y dormía en el suelo, bajo el cielo, pero intentaba evitarlo porque toda la vida había temido a las serpientes.
De entrada decidió comprar sólo pan y buscar panaderías en las que pudieran venderle a buen precio las baguetes de días anteriores. Aquellas barras enseguida se endurecían como si fuesen de madera y Josep se veía obligado a serrar trozos con su navaja y mordisquearlos por el camino como si fueran huesos.
En una calle de Béziers se detuvo ante la visión de un gran grupo de hombres de miradas apagadas, vestidos con la ropa de listas típica de los presos. Llevaban los tobillos encadenados, arrastraban los pies y emitían un tintineo al caminar. Iban cargados con palas, mazos y pesados martillos, y unos se dedicaban a golpear las piedras para partirlas en guijarros que los demás esparcían para formar el pavimento del camino.
Había unos guardias uniformados que llevaban armas de fuego de mayor alcance que cualquiera de las que Josep había disparado en el grupo de cazadores; pensó que un balazo de aquellas armas podía partir a un hombre por la mitad. Los guardias de mirada dura parecían aburridos, mientras que sus prisioneros, bajo su constante vigilancia, trabajaban a un ritmo constante, aunque con parsimonia, con el rostro inexpresivo y el tronco superior activo, pero sin mover apenas los pies por culpa de las gruesas cadenas.
Josep se los quedó mirando, paralizado. Sabía que si lo atrapaban, lo esperaba un destino parecido.
Fue esa noche, mientras dormía en la catedral de Saint Nazaire, en Béziers, cuando tuvo por primera vez aquel sueño. Ahí estaba el gran hombre entrando en el carruaje; Josep veía sus rasgos con claridad. Ahí, los miembros del grupo de cazadores siguiendo al carruaje por los paseos oscuros y nevados; cada vez que doblaban una esquina, Josep encendía una cerilla. Entonces uno de los tiradores se ponía a su lado, disparando sin parar, y Josep veía cómo impactaban las balas y se clavaban en la carne de aquel hombre, horrorizado.
Un hombre, cuyos rezos había interrumpido Josep con sus gruñidos, lo despertó de una sacudida.
Aquel día salió de Béziers y se adentró en el campo, entre las montañas. En las zonas rurales sólo se podía comprar comida en pequeñas tiendas que a menudo no tenían pan de ninguna clase, de modo que se veía obligado a adquirir queso o embutido y le parecía que se le estaba derritiendo el dinero. En una ocasión, en una sucia y pequeña posada le dieron permiso para lavar los platos y le pagaron con tres escuálidas salchichas y un plato de lentejas hervidas pero, por lo general, estaba siempre agotado y muerto de hambre.
Cada día se fundía con el siguiente, y Josep iba confuso, caminando en la dirección que sus pies quisieran tomar. Once días después de cruzar la frontera sólo le quedaba una peseta en el calcetín, un billete arrugado y con una esquina arrancada. Encontrar trabajo antes de verse obligado a gastarla se convirtió en lo más importante de su vida.
A veces se mareaba por falta de alimentación adecuada, y le entraba un miedo creciente a que al final el hambre le obligara a robar algo que no pudiera pagar, una baguete o un trozo de queso, un inevitable robo desesperado tras el que le caerían cadenas en los tobillos y listas en la ropa.
El cartel marcaba dos direcciones: una flecha señalaba hacia el este bajo el lema Béziers, 3 leguas, y la otra, hacia el oeste con la inscripción Roquebrun, 1 legua.
Le sonaba el nombre de aquel pueblo.
Recordó a los dos franceses que habían ido a Santa Eulalia a comprar vino a granel. Uno de ellos había dicho que era de Roquebrun. El mismo al que le había gustado su forma de trabajar. ¿Fontaine? No, así se llamaba el más alto. El otro era más bajo y fornido. ¿Cómo se llamaba?
No conseguía recordarlo.
Sin embargo, media hora después acudió a su mente y lo pronunció en voz alta:
—Mendes. Léon Mendes.
Vio Roquebrun antes de llegar, un pueblo cómodamente recostado en la ladera de una montaña pequeña. A medida que se acercaba, Josep observó que estaba rodeado por tres lados por el meandro de un río que terminó cruzando por la joroba de un puente de piedra. Corría un aire suave y el follaje era de un verde potente. Las orillas del río estaban flanqueadas por naranjos. El pueblo estaba limpio y bien cuidado, con mimosa florecida en invierno por todas partes: algunas de aquellas ligeras flores parecían aún como pájaros rosados, pero la mayoría habían adquirido ya su aspecto de blanca ventisca.
Un hombre ataviado con delantal de piel barría los adoquines delante de una zapatería, y Josep le preguntó si conocía a Léon Mendes.
—Por supuesto.
El zapatero le dijo que los viñedos de Mendes estaban en un llano del valle, a unas cuantas leguas de Roquebrun. Señaló el camino que debía tomar Josep.
La bodega, tan bien cuidada como el pueblo, estaba compuesta por una residencia y tres edificios anexos, todos ellos de piedra y cubiertos de tejas. La casa y uno de los anexos quedaban suavizados por la hiedra, y toda la tierra que se extendía desde allí —dos laderas empinadas y un valle liso— estaba sembrada de vides.
Llamó a la puerta, pero tal vez con demasiada timidez, pues nadie contestó. Mientras intentaba decidir si debía llamar de nuevo, una mujer de mediana edad, cabello blanco y rostro redondo y rojizo abrió la puerta.
—
Oui?
—Madame, por favor, quisiera ver a Léon Mendes.
—¿De parte de quién?
—Josep Álvarez.
Lo miró con frialdad.
—Espere, por favor.
Al cabo de un rato llegó aquel hombre a la puerta, exactamente como lo recordaba Josep, un tipo bajo y rollizo, vestido con elegancia —quizás incluso algo remilgado— y peinado a la perfección. Se quedó junto a la puerta y miró a Josep con gesto interrogatorio.
—Señor Mendes, soy Josep Álvarez. —Hubo un largo silencio—. ¿Puede ser que me recuerde, monsieur? Hijo de Marcel Álvarez, de Santa Eulalia.
—¿En España?
—Sí. Usted visitó nuestro viñedo en otoño. Me dijo que era un buen trabajador, excelente. Le pedí trabajo.
El hombre asintió lentamente. En vez de invitar a Josep a entrar en la casa, salió él y cerró la puerta firmemente. Se quedó plantado en la piedra grande y lisa que señalaba el umbral, con una mirada velada.
—Eso sí. Ahora te recuerdo. Te dije que no tenía trabajo para ti. ¿Has recorrido toda esa distancia con la esperanza de que tu aparición me haría cambiar de opinión?
—Ah, no, monsieur. Es que... Es que tenía que irme, la verdad. Le aseguro que estoy aquí por..., por casualidad.
—¿Tenías que irte? ¿O sea que has... cometido un error? ¿Has hecho algo que te haya forzado a huir?
—¡Ah, no, señor! No he hecho nada malo.
Otra larga pausa.
—¡No he hecho nada malo! —Cerró la mano en torno al brazo del hombre bajo, pero Léon Mendes no dio un paso atrás ni un respingo—. He sido testigo de algo malo hecho por otros. He visto algo muy malo, un asesinato, y quienes lo cometieron saben que lo he visto. Tuve que irme para salvar la vida.
—¿De verdad? —preguntó Mendes, en tono suave. Soltó de su brazo la mano de Josep y dio un paso hacia él. Sus ojos serios y oscuros parecían a punto de perforarlo—. Entonces, ¿eres una buena persona, Josep Álvarez?
—¡Lo soy! —exclamó Josep—. Lo soy, lo soy.
De pronto, con terror, con una enorme sensación abrumadora de vergüenza, rompió a llorar con un llanto ronco y salvaje, como un crío. Le pareció que duraba años, una eternidad. Apenas se daba cuenta de que Mendes le estaba palmeando un hombro.
—Me lo creo —le dijo con amabilidad. Esperó a que Josep recuperase el control de sí mismo—. Supongo que lo primero es que comas algo de inmediato. Luego podrás dormir. Y por último... —Arrugó la nariz y sonrió—. Te daré un trozo del jabón más fuerte que haya por ahí y en el río encontrarás una buena cantidad de agua para enjuagarte.
Al cabo de dos días, por la mañana, Josep estaba en la pronunciada ladera de una de las colinas. Tenía una nueva casera, una atractiva viuda a cuyo difunto marido pertenecía la ropa que llevaba, gastada ya, pero limpia, aunque le caía demasiado ancha en la cintura y muy corta, tanto de piernas como de mangas.
Llevaba en las manos un cuchillo de podar y una azada, y estaba estudiando las largas hileras de vides. La tierra era más rojiza que en los terrenos de su padre, pero igual de pedregosa. Léon Mendes le había contado que cabía esperar que aquellas cepas podadas echaran hojas y zarcillos antes que las de su padre, debido al clima atemperado del valle de Orb. Sabía que no conocía aquellas variedades de uva y estaba impaciente por comprobar las diferencias, tanto en las hojas como en el fruto.
Se sentía renovado.