Aquel tipo le llevaría como unos quince años. Tenía una complexión jovial y rojiza y la nariz larga y gruesa.
Su cara no se parecía en nada a la de Peña.
Necesitó un buen rato para calmarse. Deambuló por el recinto de la feria, perdido y anónimo entre la multitud, y al fin recuperó el control de sí mismo.
Fue una suerte que le costara un largo rato y muchas preguntas localizar la pista de Eusebi Serrat.
Le maravilló que Serrat y Emilio Rivera tuvieran alguna relación, pues en contraste con el tonelero campechano y con pinta de trabajador, su primo parecía un aristócrata digno y seguro de sí mismo, con aquel traje gris, su sombrero elegante y su camisa nívea adornada por una corbata negra de lazo.
Aun así, Serrat escuchó a Josep con educación y enseguida aceptó guiarle en su compra, a cambio de una cantidad menor. Durante las siguientes horas fueron a ver a ocho vendedores de mulas. Aunque examinaron con atención trece animales, Serrat dijo que sólo tres de ellos merecían ser tenidos en cuenta por Josep.
—Pero antes de que decidas quiero que veas una más —le dijo.
Guió a Josep entre el amasijo de hombres, caballos y mulas hasta llegar a un animal marrón con tres medias y el morro pintados de blanco.
—Un poco más grande que las demás, ¿no? —dijo Josep.
—Las otras eran mulas en sentido estricto, hijas de yeguas fecundadas por mulos. Ésta es un burdégano, cruce de una asna con un semental árabe. La conozco desde que nació y sé que es amable y capaz de trabajar más que dos caballos. Cuesta un poco más que las otras que hemos visto, pero yo le recomiendo que la compre, señor Álvarez.
—También he de comprar un carro y mis ahorros son limitados —dijo Josep, lentamente.
—¿Cuánto dinero tiene? —Al oír la respuesta de Josep, Serrat frunció el ceño—. Creo que tiene sentido gastar la mayor parte en la mula. Vale lo que cuesta. A ver qué podemos hacer.
Josep observó a Serrat mientras éste entablaba una agradable conversación con el dueño de la mula. El primo del señor Rivera era amistoso y tranquilo. No hubo nada del estridente regateo que Josep había presenciado entre otros vendedores y sus clientes. Cuando el mulero mencionó una cantidad, el rostro de Serrat mostró un educado lamento y se renovó la conversación con calma.
Al fin Serrat se acercó a él y le comunicó el precio más bajo del vendedor: más de lo que había previsto Josep, pero tampoco exageradamente.
—Y le regalará el arnés —añadió Serrat, con una sonrisa al ver que Josep asentía.
Éste entregó el dinero y recibió a cambio un recibo firmado.
—Hay algo más que quiero enseñarle —dijo Serrat.
Llevó a Josep hasta la sección de equipamientos de la feria, en la que se exhibían carromatos, carros y arados. Cuando se detuvieron ante un objeto que quedaba detrás de una caseta, Josep creyó que se trataba de una broma. El lecho de madera quedaba liso sobre el suelo. En otro tiempo habría sido el tipo de carromato que buscaba, un carro de tiro resistente con los paneles bajos. Pero había un amplio espacio abierto en el fondo porque faltaba una plancha, y la contigua al agujero tenía dos amplias rajas.
—Sólo necesita un par de tablas —dijo Serrat.
—¡No tiene ejes ni ruedas!
Se quedó mirando mientras Serrat se abría paso hasta un vendedor y hablaba con él. El comerciante escuchó, asintió y despachó a dos ayudantes.
Al cabo de pocos minutos, Josep oyó un fuerte chirrido, como de animal dolorido, y reaparecieron los ayudantes, empujando cada uno un eje unido a dos ruedas de vagón, que emitían a cada vuelta una protesta estridente.
Cuando los dos hombres acercaron más las ruedas, Serrat metió una mano en el bolsillo y sacó una navajita. La abrió, rasgó el eje y asintió.
—Óxido superficial. El metal suena bien por debajo. Durará años.
El precio total se ajustaba al presupuesto de Josep. Ayudó a un grupo de hombres a cargar el destartalado fondo y a encajarle los ejes y luego miró mientras le engrasaban las ruedas. Al poco rato, la mula estaba ya en el arnés y Josep se sentó en el banco y tomó las riendas. Serrat montó y le estrechó la mano.
—Lléveselo a mi primo Emilio. Él lo arreglará.
El señor Rivera y Juan estaban trabajando en el almacén cuando Josep llegó a la tonelería. Se acercaron al carro y lo inspeccionaron.
—¿Hay algún objeto relacionado con su viña que no esté roto? —preguntó Rivera.
Josep le sonrió.
—Mi fe en la humanidad, señor. Y en usted, pues el señor Serrat ha dicho que me arreglaría el carro.
Rivera parecía molesto.
—Eso ha dicho, ¿eh?
Hizo señas a Juan para que lo siguiera y se alejaron los dos.
Josep creyó que lo habían abandonado, pero al poco rato regresaron cargados con dos gruesas planchas.
—Tenemos algunas tablas que no sirven para los toneles, pero sí para carros. Hago un precio especial a los clientes antiguos y valiosos.
Juan tomó medidas y fue cantando números, y Rivera cortó las planchas con rapidez. El ayudante perforó los agujeros y luego atornillaron bien las planchas.
Poco después Josep abandonaba la tonelería al mando de un robusto carromato que daba la sensación de poder con cualquier carga, con apenas un mínimo chirrido en las ruedas al girar y la mula sensible a sus órdenes y manteniendo la pista con dulzura y tranquilidad. Sintió crecer el ánimo. Entre ser un muchacho montado en el carro que alguien había prestado a su padre en acto de caridad y un hombre al mando de su propio carromato, había una diferencia. Le pareció que era similar a la que se produce entre ser un joven desempleado sin perspectivas o ser el dueño de un viñedo ocupado en trabajar su propia tierra.
Cuando estaba soltando el carromato y metiendo a la mula bajo el refugio de sombra que proporcionaba el alero del tejado de la parte trasera de la casa, apareció Francesc.
—¿Es tuya?
—Sí. ¿Te gusta?
Francesc asintió.
—Es como la nuestra. El color es distinto y tiene las orejas un poco más grandes, pero por lo demás es como la nuestra. ¿Puede ser padre?
—No, no puede ser padre.
—¿No? Mi mamá dice que la nuestra tampoco. ¿Cómo se llama?
—Bueno... No lo sé. ¿La tuya tiene nombre? —preguntó, pese a que había usado la mula de Marimar para arar durante meses.
—Sí, la nuestra se llama
Mula
.
—Ya. Bueno, y a ésta... ¿por qué no la llamamos
Orejuda?
—Es un buen nombre. ¿Tú puedes ser padre, Josep?
—Eh... Creo que sí.
—Eso está bien —respondió Francesc—. ¿Y qué hacemos ahora, Josep?
A primera hora de la mañana siguiente salió con el carromato al campo, en busca de la granja de cabras de los Llobet. Oyó y olió la granja mucho antes de verla y se dejó guiar por los abundantes balidos y por un leve y acre tufillo que fueron creciendo a medida que se acercaba. Tal como le habían dicho, había estiércol disponible y los dueños de la granja estaban encantados de que se lo llevara.
En el viñedo, descargó el estiércol con una carretilla y lo esparció a paladas entre las hileras de las vides. Era viejo ya y se desmenuzaba, un material fino que no quemaría sus viñas, pero pese a la abundancia de provisiones apenas esparció una capa mínima. Su padre le había enseñado que era bueno nutrir las plantas, pero bastaba el menor exceso de fertilizante para estropearlas. También había oído a Léon Mendes decir que las vides requerían «un poco de adversidad para reafirmar su personalidad».
Al fin de una sola jornada de trabajo había fertilizado ya todo su viñedo, de modo que al día siguiente ató el arado a la mula y mezcló bien el abono con la tierra. Luego ajustó la reja del arado para que levantara un caballón de tierra contra la parte baja de cada vid a medida que él iba arando; a veces en invierno había escarcha en Santa Eulalia, y así sus plantas estarían protegidas hasta que llegara el calor.
Sólo entonces, por fin, pudo dedicarse Josep a la poda que tanto amaba, y a medida que iba avanzando el invierno lo pasó animado y con la seguridad de que iba progresando.
Una noche, a mediados de febrero, una llamada a la puerta lo sacó del sopor en que dormía sin soñar y, tras bajar a trompicones en ropa interior por los escalones de piedra, se encontró a Maria del Mar al otro lado de la puerta con una mirada salvaje y el cabello enloquecido.
—Francesc.
Tres cuartos de luna convertían el mundo en una mezcla recortada de sombras y luz derramada. Josep corrió a casa de Marimar por el camino más corto, cruzando su viñedo y el de Quim. Dentro de la casa, subió una escalera de piedra similar a la suya y encontró al chiquillo en una habitación pequeña. Maria del Mar llegó tras él justo cuando se arrodillaba sobre el catre en que dormía Francesc. El muchacho tenía la cabeza muy caliente y se puso a temblar y a agitar las extremidades.
Maria del Mar emitió un sonido ahogado.
—Es una convulsión por la fiebre —explicó Josep.
—¿De dónde le viene? Parecía contento y se ha tomado su cena. Luego lo ha vomitado todo y se ha puesto enfermo de repente.
Josep observó al niño tembloroso. No tenía ni la menor idea de qué podía hacer para ayudarle. No había médico al que llamar. A media hora de distancia vivía un veterinario que a veces trataba a los humanos, pero era un triste recurso; la gente solía decir que bastaba que él tratara a un caballo para que se muriese.
—Dame vino y un trapo.
Cuando se lo llevó, Josep le quitó el camisón a Francesc. Empapó el trapo en vino y se puso a bañar al muchacho, que parecía un conejo recién despellejado. Se vertió un poco de vino en las manos y masajeó a Francesc, presionándole los brazos y las piernas. Su cuerpo pequeño y huesudo, con la cadera deformada, lo llenaba de tristeza e inquietud.
—¿Por qué haces eso?
—Recuerdo que mi madre me lo hacía cuando caía enfermo.
Masajeó con gentileza, pero con brío, el pecho y la espalda de Francesc con el vino y luego lo secó y volvió a ponerle el camisón. Francesc parecía dormir ahora con normalidad y Josep lo arrebujó con la manta.
—¿Le volverán a dar esos temblores?
—No lo sé. Creo que a veces se repiten. Recuerdo que Donat tuvo convulsiones cuando éramos pequeños. Los dos tuvimos fiebre varias veces.
Ella suspiró.
—Tengo café. Voy a prepararlo.
Él asintió y se instaló junto al catre. Francesc hizo algún ruidillo un par de veces; no eran gemidos, sino quedas protestas. Cuando regresó su madre, había empezado ya la segunda convulsión, algo más fuerte y larga que la anterior, y tuvo que dejar las tazas de café, coger al chiquillo, besarle la cabeza y la cara y abrazarlo y mecerlo con fuerza hasta que pasaron los temblores.
Luego Josep lo volvió a bañar con vino y lo masajeó, y esta vez Francesc se sumergió en el sueño, con la quietud total de los perros y los gatos que duermen junto al fuego, sin emitir ruido ni agitación alguna.
El café estaba frío, pero se lo bebieron igualmente y se sentaron a contemplar al muchacho un largo rato.
—Se va a quedar pegajoso e incómodo —dijo ella.
Se levantó, se marchó un momento y regresó con un balde de agua y más trapos. Josep la miró mientras bañaba a su hijo, lo secaba y le cambiaba el camisón. Tenía unos dedos largos y sensibles, con uñas oscuras, cortas y limpias.
—No puede dormir con estas sábanas —añadió.
Volvió a desaparecer y Josep la oyó en la habitación contigua, quitándole las sábanas a su propia cama. Cuando volvió, él levantó a Francesc sin que se despertara y ella puso la sábana limpia en el catre. Josep acostó de nuevo al niño y ella se arrodilló, lo tapó bien y luego se tumbó a su lado. Miró a Josep. Vocalizó la palabra «gracias» sin pronunciarla.
—De nada —susurró Josep.
Se los quedó mirando un momento y luego, entendiendo que a partir de aquel momento se convertía en un intruso, murmuró «buenas noches» y se fue a casa.
Al día siguiente esperó a que Francesc se le acercara en el viñedo, pero el niño no apareció.
Josep temió que hubiera empeorado y al caer la tarde se acercó a la casa de los Valls y llamó a la puerta.
Maria del Mar tardó un poco en responder a la llamada.
—Buenas noches. Quería saber cómo va el niño.
—Está mejor. Pasa, pasa. —Josep la siguió hasta la cocina—. La fiebre y los temblores han desaparecido. Lo he tenido cerca todo el día y ha echado varias cabezadas. Ahora duerme como siempre.
—Buena señal.
—Sí. —Maria del Mar vaciló—. Estaba a punto de preparar una cafetera. ¿Quieres un poco?
—Sí, por favor.
El café estaba en un bote de barro, en un estante alto. Se puso de puntillas para estirarse y alcanzarlo, pero él estaba tan sólo un paso detrás y alzó una mano para bajar el bote. Cuando se lo iba a pasar, ella se dio la vuelta; sin pensarlo siquiera, Josep le dio un beso.
No fue gran cosa, pues a ambos les llegó como una sorpresa. Josep esperaba que ella lo apartara de un empujón y lo echara de casa, pero se quedaron mirándose un largo rato. Luego, sabiendo ahora perfectamente lo que hacía, la volvió a besar.
Esta vez, ella le devolvió el beso.
A los pocos segundos se besaban ambos frenéticamente, al tiempo que se exploraban con las cuatro manos, entre sonoros jadeos.
Poco después se dejaron caer al suelo. Él debió de hacer algún ruido.
—No lo despiertes —susurró ella con fuerza.
Josep asintió y siguió con lo que estaba haciendo.
Se sentaron a la mesa y se tomaron el café, que sabía a chicoria.
—¿Por qué no volviste con Teresa Gallego?
Josep esperó un momento antes de contestar.
—No podía.
—Ah, ¿no? Ella pasó un infierno esperándote. Puedes creerme.
—Lamento haberle causado tanto dolor.
—¿De verdad? ¿Y qué le impidió volver, señor?
La voz sonaba débil, pero controlada.
—...Eso no te lo puedo contar, Maria del Mar.
—Pues deja que te lo cuente yo —respondió, como si se le hubieran escapado las palabras—. Estabas solo, conociste a una mujer, tal vez a muchas, y eran más guapas que ella, quizá tenían la cara más hermosa, o mejores... —Agitó los hombros—. O tal vez sólo fuera porque estaban más disponibles. Y te dijiste que Teresa Gallego estaba muy lejos, en Santa Eulalia, y que en realidad tampoco era para tanto. ¿Por qué ibas a volver?