La Bodega (21 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

BOOK: La Bodega
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Una mañana, Josep iba buscar agua al pozo y se encontró con Ángel Casals.

—Bueno, ¿qué opinas tú sobre la puerta de la iglesia?

Josep se frotó la nariz. En verdad, había dedicado poco tiempo a pensar en eso, pero la mera idea de que sus exiguos fondos sufrieran una derrama inesperada le asustaba. La gente decía que durante años Ángel había conservado unos pequeños ahorros del pueblo sin hacer pública la cantidad de dinero que atesoraba y sin querer gastar jamás un céntimo, porque ninguna urgencia le parecía suficientemente grave para disponer de ella.

—No creo que deba haber un impuesto para recoger fondos, alcalde.

—¡Nada de impuestos para financiar a la iglesia! —gruñó Ángel—. Nadie lo quiere pagar. Es como intentar sacar vino de una piedra.

—Creo que no necesitamos una puerta de catedral. Tenemos una bonita iglesia campestre. Necesita una puerta lisa de madera, robusta y de buen aspecto. Si dependiera de mí, gastaría algo de dinero para comprar madera. Deberíamos ser capaces de hacer una puerta adecuada y que la iglesia conserve una parte de sus ahorros.

El alcalde lo miró con interés.

—¡Tienes razón, Álvarez! ¡Mucha razón! ¿Sabes dónde comprar la madera?

—Creo que sí —respondió Josep—. Al menos, sé dónde preguntar.

—Pues pregunta, por favor —concluyó Ángel con satisfacción.

A última hora de la tarde siguiente, cuando el sol bajaba ya por el cielo y el cuerpo de Josep le advertía que pronto sería buen momento para poner fin a una larga jornada de trabajo, oyó el temido ruido.

Paró de podar de inmediato y se quedó totalmente quieto. Escuchó...

Escuchó y volvió a oír el mismo ruido, un crujido enérgico de la vegetación que le hizo salir corriendo al instante hacia la casa. Nadie había tocado el LeMat desde que lo dejara sobre la repisa de la chimenea. Llevó el revólver a la viña y empezó a recorrer aquella hilera tan silenciosamente como pudo. El ruido le llegaba ahora algo más quedo. Llevaba el revólver apuntando hacia abajo, listo para tirar, pero se dijo que tampoco debía disparar demasiado rápido, por si acaso era Francesc, o tal vez Quim, el responsable de aquel ruido.

Sin embargo, al instante siguiente vio al jabalí, más grande de lo que había imaginado por el atisbo de la última vez.

El jabalí tenía un pellejo grueso, de un negro amarronado, distinto del de los cerdos domésticos. El cuerpo era rollizo y denso, la cabeza aterradoramente desproporcionaba y las piernas cortas pero gruesas y de aspecto fuerte. El animal lo miró fijamente, sin miedo aparente pero atento, con sus ojos pequeños y oscuros, justo encima de la parte plana del hocico de piel negra.

«Sólo es un cerdo», se dijo Josep.

¡Colmillos!

Josep los vio con claridad, dos colmillos pequeños que apuntaban hacia abajo desde la mandíbula superior, y otros dos más largos que se alzaban desde la inferior, de unos doce o quince centímetros, curvados y rematados por puntas malvadas. El jabalí soltó un gruñido parecido a una tos y alzó la cabeza con un largo empujón. Josep sabía que solían luchar así, sirviéndose de los colmillos para destripar a sus víctimas.

El jabalí arrancó hacia un lado para salir huyendo, pero de repente Josep se comportó con una frialdad y una crueldad perfectas.

Apenas siguió al animal, con el brazo rígido y bajo control, y el dedo apenas acarició el gatillo. El estallido fue estridente. Vio que la bala agujereaba la piel justo detrás del hombro izquierdo antes de que el jabalí se detuviera para darse la vuelta y dar un paso en su dirección, momento en que Josep le disparó de frente otros dos tiros del revólver.

Tres disparos.

«Estallidos secos como ladridos. El hombre del carruaje asaltado, con la condena ya escrita en el rostro, retorciéndose y haciendo muecas de dolor mientras las balas encontraban el camino hacia su cuerpo. Corcoveo de caballos, el carruaje inclinado. El chillido estridente de Enric, como una mujer. Correr, todo el mundo a correr.»

Había olvidado el penacho de humo que salía después de cada disparo y el olor a quemado.

El cerdo salvaje se dio la vuelta y salió corriendo hacia la única cobertura disponible, un montón de maleza al pie de la colina. De pronto se hizo un gran silencio. Josep se quedó plantado, tembloroso, y miró fijamente hacia la zona de maleza por donde había desaparecido el animal.

El tiempo pasaba muy despacio, quizá llevara media hora con la mirada nerviosamente fija en la maleza y el arma lista. Pero el jabalí no salió.

Al poco apareció por allí Jaumet con su rifle.

—He oído los disparos. —Jaumet observó el rastro de sangre brillante que se dirigía hacia la maleza—. Será mejor que esperemos.

Josep asintió, aliviado por su presencia.

—Juntos —susurró al fin Jaumet, gesticulando con el rifle.

Con las dos armas apuntadas, ambos caminaron hacia la espesura.

A Josep le latía con fuerza el corazón. Se imaginó al jabalí a punto de cargar contra ellos en cuanto Jaumet abriera el follaje.

Pero allí no había nada.

Desde la maleza, el rastro de sangre llevaba a la base de la colina, donde vieron un hueco bajo un saledizo de rocas y tierra. Jaumet señaló el refugio.

—Una especie de madriguera. Está ahí dentro.

—¿Crees que estará vivo? —Jaumet se encogió de hombros—. Dentro de un par de horas será de noche.

Estaba preocupado. Si el jabalí herido seguía vivo y se les escapaba durante la noche, podía ser muy peligroso.

—Necesitamos una vara —dijo Jaumet.

Josep fue a su casa y cogió el hacha. Caminó hasta el río, taló un pimpollo y le dio forma.

Al ver la vara, Jaumet asintió. Dejó el rifle apoyado en una parra y gesticuló para que Josep lo siguiera hasta la madriguera.

—Estate listo —dijo antes de agacharse delante del hueco.

Metió la vara, empujó y pegó un salto hacia atrás. Luego se rió, retomó la posición y empujó una y otra vez con la vara.

—El gamberro ha muerto.

—¿Estás seguro?

Jaumet alargó un brazo dentro del agujero y se puso a tironear, gruñendo de tanto esfuerzo.

Josep mantenía el LeMat apuntado hacia el cuerpo que empezaba a asomar por el agujero; primero las pezuñas de las patas traseras y la cola, luego la grupa hirsuta.

Miraron las heridas ensangrentadas.

No cabía duda de que el jabalí estaba muerto, pero de algún modo parecía inconquistable y feroz, y Josep seguía temiéndolo. Sus dientes eran verdes y parecían muy afilados. Uno de los colmillos inferiores estaba rajado como la puerta de la iglesia, con una brecha que iba desde la punta afilada hasta hundirse en la carne.

—Ese colmillo debía de dolerle —dijo Josep.

Jaumet asintió.

—Su carne es buena, Josep.

—No es buena temporada para descuartizar. Todo el mundo está ocupado en las viñas. Yo mismo lo estoy. Y si mañana hace calor...

Jaumet asintió. Sacó su navaja grande de la vaina. Josep lo observó mientras practicaba un largo corte en diagonal por la espalda del jabalí, luego dos verticales; luego arrancó un buen retal del pellejo y una capa de grasa. Recortó de debajo dos generosos fragmentos cuadrados de carne rosada.

—El lomo, la mejor parte. Una pieza para ti, la otra para mí.

Los restos ensangrentados, con dos boquetes en la espalda, parecían maltratados. Sin embargo, cuando Josep entró en su casa para guardar la carne, Jaumet encontró dos palas entre sus utensilios y lo esperaba ya para que escogiera en qué parte de su propiedad se podía cavar.

 

Josep dio su trozo de carne a Maria del Mar, quien al principio no parecía encantada de recibirlo. También ella había tenido una dura jornada de trabajo y no le entusiasmaba la idea de cocinar el cerdo. Sin embargo, no dejaba de suponer un alivio que hubiera desaparecido la amenaza del jabalí, o sea que fue sincera en su agradecimiento.

—Ven mañana y te lo comes con nosotros —le propuso a regañadientes.

Así que a la mañana siguiente Josep se sentó a la mesa con Maria del Mar y Francesc. Ella había estofado el lomo con tubérculos y ciruelas pasas y Josep tuvo que admitir que el resultado era incluso mejor que el obtenido por él con el conejo.

34
Madera

Una tarde, caminando por Santa Eulalia, vio a un grupo de muchachos que reían, se intercambiaban insultos y se peleaban por el suelo como animales. Eran jóvenes que se adentraban a trompicones en el límite de la primera juventud, niños todavía en muchos aspectos; los que no fueran primogénitos se enfrentarían bien pronto al desempleo, a la dureza de la vida y a los problemas de afrontar el futuro.

Esa noche soñó que los muchachos del pueblo se desafiaban y armaban jaleo, pero eran «sus» muchachos. Esteve, con su sonrisa retorcida; el hosco Jordi; el serio Xavier, con su cara redonda; Manel se reía de Enric mientras lo aferraba contra el suelo; Guillem, tan espabilado, los miraba a todos en silencio. Cuando se despertó, se quedó tumbado en la cama y se preguntó por qué habían desaparecido todos, por qué habían quedado para siempre como muchachos, mientras que él había sobrevivido para pasar a preocuparse de las cosas cotidianas.

Aquella tarde estaba trabajando a la vista de la carretera y, para su sorpresa y gran placer, Emilio Rivera apareció con una pequeña carreta tirada por un solo caballo.

—Vaya, ¿o sea que tenías algo de trabajo por aquí? —dijo Josep, tras el intercambio de saludos.

Rivera negó con la cabeza.

—Ha sido por el bello tiempo de primavera —dijo con algo de vergüenza—. Tras olisquear la cálida brisa del mar, sabía que no me podía quedar dentro de la tonelería. Qué diablos, he pensado, me voy a pasear por esas hermosas colinas y arreglaré esa cuba que tanto preocupa al joven Álvarez.

Cuando Josep lo acompañó ante la cuba en cuestión, Rivera la examinó y asintió. Llevaba algunos tablones en el carro, partidos con los nudos enteros y ya laminados y hendidos. Poco después, mientras retomaba su trabajo en la viña, Josep escuchó los reconfortantes ruidos de sierras y martillos que le llegaban desde el cobertizo que quedaba detrás de su casa.

Rivera tuvo que trabajar varias horas antes de salir a la viña y dar la cuba por reparada, con garantías de que no iba a perder. Teniendo en cuenta el viaje y la cantidad de horas de trabajo de aquel hombre, Josep se preparó para recibir malas noticias cuando le preguntó qué le debía, pero la respuesta lo dejó agradecido y sintió que quedaba en deuda con Rivera. Hubiera deseado cocinarle algo al tonelero como muestra de gratitud, un conejo o un pollo, pero en su defecto le ofreció lo mejor que tenía disponible, de modo que al poco estaban los dos sentados a la mesita de Nivaldo, bebiendo vino agrio con el tendero y comiéndose un buen cuenco de su guiso.

—Hay algo que me gustaría enseñarle —dijo Josep al terminar.

Se llevó a Rivera a la puerta contigua para que examinara la destrozada entrada de la iglesia.

—¿Cuánto costaría la madera para reparar esa puerta?

Rivera gruñó:

—¡Álvarez, Álvarez! ¿Tienes alguna propuesta que me salga rentable?

Josep sonrió.

—Tal vez algún día. Tendría que haberle servido más vino antes de enseñarle esa puerta.

—¿Dices que sólo quieres la madera? ¿La mano de obra la ponéis vosotros?

—Sólo la madera.

—Bueno, tengo unas cuantas tablas de roble bueno. Son más caras que la plancha lisa que usamos para tu carro. Éstas hay que cepillarlas a fondo para poderlas lijar y teñir bien después, de manera que la puerta quede bonita... Pero, como se trata de una iglesia, os haré un buen precio por la madera.

—¿Y cómo lo hago para juntar las tablas?

—¿Que cómo las juntas? —Rivera lo miró fijamente y meneó la cabeza—. Bueno, por un poco más de dinero Juan podría cortar unos canales rectos en los costados de las planchas y hacer unas tiras de madera que se llaman espigas, del doble de anchura que los canales. Encolas un canal y le encajas la espiga. Luego, revistes el canal de otro tablón y lo encajas con la parte que aún queda libre de la espiga y lo golpeas con suavidad hasta que los bordes de los dos tablones queden bien unidos.

Josep apretó los labios y asintió.

—Luego les pones unos buenos sargentos, bien grandes, y las dejas así toda la noche, hasta que se seque la cola.

—¿Sargentos grandes?

—Sí, grandes y fuertes. ¿Hay alguien en el pueblo que tenga sargentos grandes?

—No.

Se miraron en silencio.

—...¿Usted sí los tiene?

—Los sargentos grandes son muy caros —dijo Rivera en tono adusto—. Nunca permito que los míos salgan de la tonelería. —Suspiró—. Bueno, maldita sea. Yo los necesito durante las próximas dos semanas. Pero si pasas por la tonelería a partir de entonces... Y ven solo, por el amor de Dios, no me traigas un comité de la iglesia a la tonelería. Esa semana no me harán falta y te dejaré trabajar sin molestar, tú sólito en un rincón. Allí podrás ensamblar las tablas y terminar la puerta tú mismo. Juan y yo estaremos atentos para que no te metas en un buen lío, pero, por lo demás, no nos vas a molestar. ¿De acuerdo?

—Vale, de acuerdo, señor —dijo Josep.

Durante las cuatro semanas siguientes trabajó en su viña con nuevas energías, pues tenía que terminar el grueso de su trabajo para luego poder dedicarle tiempo a la puerta.

El día en que habían quedado salió de los altiplanos montado en
Orejuda
y llegó a la fábrica de toneles a mediodía.

Rivera lo recibió de malas maneras, pero a esas alturas Josep ya se había acostumbrado a su personalidad. El tonelero había cortado unas cuerdas según las medidas de la vieja puerta de la iglesia antes de irse de Santa Eulalia, y tenía cinco tablones bien cepillados y con los canales laterales listos para él, así como cuatro espigas y un recibo para que Josep lo entregara en la iglesia. El precio de las tablas era razonable, pero cuando las tuvo apiladas sobre una mesa y en un rincón, tal como había prometido, las examinó con ansiedad y se dio cuenta de que si alguna se estropeaba por su impericia, sería responsable de su desperdicio.

De todas formas, Rivera le había dejado el material de tal manera que era difícil destrozarlo. Le sorprendió el poco tiempo que le había costado unir las dos primeras tablas según las precisas instrucciones del tonelero. Tanto al amartillar la espiga, como al unirle luego el segundo tablón, tomó la precaución de interponer un pedazo de madera abollada para que absorbiera los golpes del martillo sin estropear la madera de las tablas. Rivera no le hizo ni caso, pero Juan echó un vistazo a lo que había hecho y luego le enseñó a colocar los pesados sargentos, necesarios para que las dos tablas se mantuvieran unidas bajo presión mientras se secaba la cola. Cuando Josep abandonó la tonelería aún le quedaban unas cuantas horas a la tarde.

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