Ahora que ya sabía cuánto rato debía trabajar cada día en la puerta, podía dedicar cinco o seis horas a su viña antes de partir hacia Sitges. Eso implicaba que normalmente ya caía el crepúsculo cuando él salía de la tonelería y montaba en
Orejuda
para regresar hacia el sur, pero le compensaban aquellas horas de más entre sus vides y le gustaba el regreso al pueblo bajo la oscuridad y el frío aire de la noche.
La tercera noche, al salir de Sitges la ruta lo llevó por unas casitas que se alineaban ante el mar. La mayoría eran residencias de pescadores, pero delante de algunas había mujeres que invitaban a los hombres a entrar con dulces palabras.
Era fuerte la tentación, pero también el desprecio, pues la mayoría eran recias y nada atractivas y ni siquiera sus estridentes maquillajes podían disimular los maltratos que les había dispensado la vida. Sin embargo, después de pasar junto a una de aquellas mujeres, algo de sus rasgos le despertó un recuerdo y volteó a
Orejuda
para regresar hacia ella.
—¿Está solo, señor?
—¿Renata? ¿Eres tú?
Llevaba un vestido negro arrugado que se le pegaba al cuerpo y un pañuelo negro en la cabeza. Había adelgazado y su cuerpo parecía más seductor, aunque representaba más edad de la que tenía y parecía terriblemente cansada.
—Sí, soy Renata. —Lo miró con curiosidad—. ¿Y tú quién eres?
—Josep Álvarez. De Santa Eulalia.
—De Santa Eulalia. ¿Quiere mi compañía, Josep?
—Sí.
—Pues entre en mi habitación, mi amor.
Renata lo esperó mientras ataba a
Orejuda
a una baranda, delante de una casa contigua, y luego Josep la siguió por unas escaleras impregnadas de olor a orina. Sentado a una mesa, al final de la escalera, había un hombre de traje blanco que hizo un gesto a Renata cuando los vio pasar.
La habitación era pequeña y estaba descuidada: un catre, una lámpara de aceite, ropa sucia apilada en los rincones.
—He pasado algunos años fuera. Al volver, te fui a buscar, pero ya no estabas.
—Sí.
Renata estaba nerviosa. Hablaba rápido y le iba. diciendo lo que le iba a hacer para darle placer. Era obvio que no se acordaba de él.
—Fui a tu casa para estar contigo, con Nivaldo Machado, el tendero de Santa Eulalia.
—¡Con Nivaldo!
Josep había empezado a desnudarse y vio que Renata se acercaba a la lámpara.
—No, déjala encendida, por favor, así será igual que entonces —propuso.
Ella lo miró y se encogió de hombros. Se subió los bajos de la falda por encima de las caderas y se sentó a esperarlo en el catre.
—¿No vas a quitarte el pañuelo de la cabeza, por lo menos? —dijo.
Lo había preguntado medio en broma, pero en verdad le molestaba, así que alargó un brazo hacia ella y, como la mano con que Renata pretendía evitarlo llegó tarde, le arrancó el pañuelo.
La parte delantera del cuello cabelludo era totalmente calva, brillante de sudor, mientras que el cabello del resto estaba mortecino e irregular, como si fuera tierra seca.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé. Alguna enfermedad sin importancia que no se te va a contagiar por estar una sola vez conmigo —dijo en tono sombrío.
Se acercó para quitarle los pantalones, pero él se apartó.
En las piernas de Renata había una erupción sanguinolenta.
—Renata... Renata, voy a esperar.
Dio otro paso atrás y vio que a ella se le contorsionaba el rostro y se le empezaban a agitar los hombros, aunque no hizo el menor ruido.
—Por favor... —Renata miró hacia la puerta—. Es que él se enfada tanto...
Josep echó mano al bolsillo y sacó todas las monedas que llevaba, y ella cerró su mano sobre la de él.
—Señor —le dijo, secándose los ojos—, esto no durará mucho. No creo que sea el chancro, pero incluso si lo fuera, es algo que se cura al cabo de uno o dos meses y luego todo queda bien, perfecto. ¿Me vendrá a ver cuando se me haya curado?
—Claro, Renata. Claro que sí.
Salió de la habitación, bajó por la escalera y, tras montar de nuevo en
Orejuda
, le clavó los talones para que arrancara al trote y lo llevara bien lejos del pueblo.
Cuando las juntas de la puerta quedaron terminadas, Josep dedicó horas y horas de trabajo a lijar la madera hasta que quedó una superficie lisa e ininterrumpida. Luego la tiñó de un denso y opulento verde, el único color que Rivera pudo ofrecerle, y la terminó con tres capas de barniz, pulidas una a una con una lija fina hasta que la capa final relucía como si fuera de cristal.
Llevó al pueblo la puerta ya terminada dentro de su carro, sobre un lecho de mantas. Tras conseguir que llegara intacta, dejó que la gente de la iglesia asumiera la responsabilidad de colgarla, cosa que hicieron con presteza por medio de los mismos soportes de bronce que habían sostenido la puerta antigua.
Josep recuperó lo que había pagado por la madera y se celebró una pequeña ceremonia de inauguración. El padre Felipe aceptó la puerta y dio las gracias con una bendición, y el alcalde habló con calidez de la contribución de Josep en tiempo y energía, con unas palabras que lo avergonzaron.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó Maria del Mar al día siguiente, cuando se lo encontró por la calle—. ¡Ni siquiera vas a misa!
Josep meneó la cabeza y se encogió de hombros, incapaz de explicarle eso, como tantas otras cosas.
Para su propia sorpresa, la respuesta a aquella pregunta se le ocurrió de repente. No lo había hecho por la iglesia.
Lo había hecho por su pueblo.
Cinco días después de la inauguración de la puerta nueva, llegaron al pueblo dos clérigos de mediana edad en un carruaje tirado por un par de caballos. Entraron en la iglesia y pasaron medio día dentro con el padre Felipe López, tras lo cual salieron solos y se fueron a la tienda de comestibles con el cochero. Los tres comieron pan con butifarra y bebieron agua del pozo antes de meterse de nuevo en su carruaje y desaparecer.
Aquella tarde, Nivaldo le contó a Josep la visita de los sacerdotes, pero ninguno de los dos supo nada nuevo hasta que, al cabo de tres días, el padre Felipe se despidió de algunas personas y, tras doce años de servicios como cura de la iglesia del pueblo, abandonó Santa Eulalia para siempre.
El rumor corrió enseguida y asombró a todo el pueblo. Los visitantes eran monseñores de la Oficina de Vocaciones de la diócesis de Barcelona. Aquellos prelados habían acudido a decirle al padre Felipe que se lo transfería sumariamente, y se le daba una nueva asignación para convertirse en confesor de la congregación de religiosas del convento de las reales descalzas, en la diócesis de Madrid.
Durante cinco días no hubo sacerdote en la iglesia, hasta que una tarde cruzó el puente un carro de silla de alquiler, tirado por un viejo caballo cansado y cargado con un sacerdote flaco y taciturno tocado con sombrero negro de ala ancha. Cuando se bajó del carruaje, sus ojos, tras los gruesos cristales de sus anteojos, inspeccionaron lentamente la plaza antes de entrar con su bolsa en la iglesia.
El alcalde se apresuró a pasar por la casa de la parroquia para saludarlo en cuanto supo de su llegada; luego fue a la tienda de comestibles e informó a Nivaldo y a unos cuantos clientes allí presentes de que el nuevo sacerdote se llamaba Pío Domínguez, era nacido en Salamanca y llegaba a Santa Eulalia tras pasar un decenio en Girona como adjunto de una iglesia.
Aquel domingo, a los que fueron a misa les resultó extraño comprobar que la figura de negro que consagraba la eucaristía era un extraño alto y esbelto, en vez de la visión ya familiar del orondo padre Felipe. En lugar del estilo de éste, que iba de lo alegre a lo untuoso, el cura nuevo hablaba con sobriedad y contó en su homilía una historia desconcertante sobre cómo la virgen Maria había enviado en una ocasión un ángel de visita a una familia pobre para transmitir a todos el amor de Jesús por medio de una jarra de agua que se convertía en vino.
Fue una mañana de domingo como otra cualquiera, salvo por el hecho de que el cura que se plantó junto a la puerta mientras la gente abandonaba la iglesia no era el de siempre. Sorprendentemente, no pareció que eso importara a muchos habitantes de Santa Eulalia.
Durante la semana siguiente, el alcalde acompañó al padre Pío a todas las casas para visitar a las familias del pueblo de una en una. Llegaron a la de Josep el tercer día, cuando aún tenía a medias el trabajo de la tarde. Aun así, abandonó lo que estaba haciendo y los invitó a sentarse en el banco. Les sirvió vino y se fijó en el rostro del cura mientras éste bebía los primeros sorbos. El padre Pío bebía como un hombre, pero Josep comprobó con satisfacción que no intentaba halagar su terrible calado.
—Padre, creo que sería una bendición que la Madre del Señor convirtiera nuestra agua en vino de vez en cuando —le dijo.
El sacerdote no sonrió, pero sus ojos emitieron un brillo.
—Creo que usted no estaba en la iglesia el domingo, señor.
No era una acusación, sino la mera constatación de un hecho.
—No, padre, no estaba.
—Y sin embargo ¿te refieres a mi homilía?
—En este pueblo, cualquier noticia se comparte como el buen pan.
—Josep fue el que hizo la puerta nueva de nuestra iglesia __explicó Ángel—. Bonita puerta, ¿verdad, padre?
—Bonita, sí. Una puerta excelente. Y su trabajo, una generosa contribución. —Ahora sí que sonreía el sacerdote—. Espero que recuerde que esa puerta se abre de par en par. —Se terminó el vino como un valiente y se levantó—. Le vamos a dejar que retome su trabajo, señor Álvarez —dijo, como si le estuviera leyendo la mente.
Ángel movió la cabeza en dirección a las tierras de Quim.
—¿Sabes cuándo volverá? Hemos llamado a su casa, pero no ha contestado nadie.
Josep se encogió de hombros.
—No lo sé, alcalde.
—Bueno —dijo Ángel al sacerdote, en tono desagradable—, seguro que lo verá con frecuencia, padre, porque es un hombre muy religioso.
A Josep le gustaba recorrer a pie por la noche aquellas vides en las que pasaba los días trabajando. Por eso aquella noche se encontraba al borde de la viña de su familia en plena oscuridad cuando oyó aquel sonido extraño. Durante un momento le entró el pánico y creyó que se trataba de otro jabalí, pero pronto se dio cuenta de que era un sollozo amargo, un sonido humano, y salió de sus tierras para localizarlo.
Estuvo a punto de tropezar con el cuerpo entre las malas hierbas.
—Ahh, por Dios. —Las palabras sonaban heridas.
Josep conocía esa voz ronca.
—¿Quim? —El hombre siguió sollozando. Josep notó el olor a coñac y se arrodilló a su lado—. Ven, Quim. Vamos, viejo amigo, déjame llevarte a tu casa.
Josep alzó a Quim con dificultad. Medio arrastrándolo y medio cediéndole apoyo, logró trasladarlo hasta su casa pese a que las piernas de Quim, caídas como pesos muertos, no ayudaban nada. Una vez dentro, Josep tanteó en la oscuridad hasta que encontró una lámpara de aceite, pero no se le ocurrió subir a Quim al piso de arriba. Al contrario, subió él mismo a su fétida habitación, bajó con la estera de dormir y la estiró en el suelo de la cocina.
Quim había dejado de lloriquear. Se sentó con la espalda apoyada en la pared y observó con rostro inexpresivo mientras Josep armaba una pequeña hoguera, la encendía y colocaba la olla de café, acaso del día anterior, sobre una rejilla. En la panera había un mendrugo seco. Quim cogió el pan cuando se lo pasó Josep y lo sostuvo en la mano, pero no se lo comió. Cuando estuvo caliente el café, Josep sirvió una taza, sopló hasta que le pareció que ya estaba bebible y la acercó a la boca de aquel hombre.
Quim bebió un sorbo y gruñó.
Josep sabía que aquel café debía de ser horrendo, pero no apartó la taza.
—Sólo un trago más —dijo—. Y un mordisco de pan.
Pero Quim sollozaba de nuevo, ahora en silencio y con el rostro vuelto. Al cabo de un rato suspiró y se frotó los ojos con el puño que aún sostenía el pan.
—Ha sido el maldito Ángel Casals.
Josep estaba perplejo.
—¿El qué?
—Ángel Casals, ese pedazo de mierda. Fue él quien se encargó de que transfiriesen al padre Felipe.
—¡No! ¿Ángel?
—Sí, sí, el alcalde, ese ignorante, sucio, viejo cabrón que no soportaba vernos. Nosotros lo sabíamos.
—No puedes estar seguro —dijo Josep.
—¡Lo estoy! El alcalde quería que nos largáramos del pueblo. Conoce a alguien que conoce a alguien que es un pez gordo de la Iglesia en Barcelona. Con eso le bastó. Me lo han contado.
—Lo siento, Quim. —Josep se sentía incapaz de ofrecerle la curación de sus males o siquiera un consuelo—. Has de intentar hacerte fuerte, Quim. Mañana pasaré y te llamaré a la puerta. ¿Estarás bien si te dejo solo?
Quim no contestó. Luego miró a Josep y asintió con la cabeza.
Josep se dio la vuelta para irse. Le sobrevino una imagen en la que Quim tiraba la lámpara y derramaba el aceite hirviendo, y decidió recogerla. La apagó al llegar a la entrada y la dejó en un lugar seguro y apartado.
—Vale, buenas noches, Quim —se despidió antes de cerrar la puerta y salir a la silenciosa oscuridad.
Por la mañana fue a primera hora a la tienda de comestibles, compró pan, queso y olivas y dejó la comida y una jarra de agua fresca ante la puerta de Quim. De camino a casa pasó por el lugar en el que había encontrado a su vecino borracho, derramando sus penas entre las vides. Cerca de allí encontró los fragmentos de una botella vacía de coñac que se había roto al chocar con una piedra, y los recogió antes de permitirse el bendito alivio de ponerse a cumplir con su trabajo.
Josep le encantaba comprobar los efectos de la llegada del verano a sus viñas. En Languedoc había podado variedades de uvas que no eran tan robustas como las características de España. Las parras francesas tenían que sujetarse a un tutor en cada hilera, con un alambre que resultaba caro. En sus tierras, Josep podaba según se había hecho siempre en su familia con las uvas españolas, de tal modo que cada parra se aguantaba por sí misma y adquiría forma como si fueran grandes jarrones verdes llenos de ramas que se alzaban hacia el sol.
En contraste con su viñedo, atendido con tantos cuidados, el de Quim era una jungla, con las vides maltratadas a tajos, u olvidadas, y las malas hierbas crecían y campaban a sus anchas. Quim parecía evitar a Josep, quizá por vergüenza. Nivaldo le explicó que su vecino comía en su tienda con cierta regularidad. Josep se lo encontró dos veces por el camino y se detuvo como si fueran a hablar, pero Quim siguió andando con paso apresurado, los ojos rojos y la mirada esquiva; en ambos casos, Josep se percató de que sus andares no eran muy estables.