La Bodega (24 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

BOOK: La Bodega
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Intentó decirse a sí mismo que se trataba de una oportunidad. Hacía tiempo que quería conocer a una mujer nueva.

Ella saludó a Juan con dos besos cálidos y lo trató de tío. Él los presentó con brusquedad.

—Juliana Lozano. Josep Álvarez.

Ella asintió, sonrió y dio una pequeña cabezada a modo de reverencia. Cuando le pidieron vino, se fue enseguida y volvió con él.

—¿Te gusta el potaje de alubias blancas? —preguntó a Josep.

Él asintió, aunque no tenía hambre. Pero ella no se refería al menú del café.

—Mañana por la noche. Te haré potaje de alubias blancas, ¿vale?

Le dedicó una sonrisa cálida y natural, y Josep se la devolvió.

—Sí.

—Bien. La casa de la acera de enfrente, segundo piso —dijo ella. Al ver que Josep asentía, añadió—: La puerta del medio.

A la noche siguiente, las nubes ocultaban la luna. La calle estaba apenas iluminada por una farola temblorosa y la escalera de la casa de Juliana resultó ser aún más oscura. Cargado con una gran hogaza de pan como contribución a la cena, subió las escaleras en penumbra hasta llegar a un pasillo estrecho, donde llamó a la puerta del medio.

Juliana le dio la bienvenida de buen humor, aceptó el pan, lo partió con un par de tirones y lo dejó en la mesa.

Le hizo sentar sin ceremonias y sirvió de inmediato la especiada sopa de alubias, que ambos comieron con entusiasmo. Josep alabó sus habilidades culinarias y ella sonrió.

—La he traído del café —aclaró, y se echaron a reír los dos.

Hablaron con moderación de su tío Juan, y Josep contó la amabilidad que le había demostrado en la tonelería.

Muy pronto, antes incluso de que él se acercara a besarla, Juliana lo llevó a la habitación con la misma naturalidad con que le había servido la sopa.

Antes de la medianoche iba ya de camino a casa, con el cuerpo ligero y aliviado, pero la mente curiosamente cargada. Le parecía que había sido algo parecido a comerse una pieza de fruta y comprobar que era comestible y sin defecto alguno, pero indiscutiblemente menos que dulce, así pues, cabalgó encorvado y pensativo a medida que se abría camino a lomos de
Orejuda
por la carretera que lo llevaba de vuelta al campo.

38
La cosecha

Josep entendía el desconcierto de algunos habitantes del pueblo. Se había ido de Santa Eulalia sin trabajo. Al volver, para sorpresa de todos, había obtenido el control del viñedo de su padre, y ahora sumaba también la propiedad del de los Torras.

—¿Serás capaz de cultivar las dos tierras tú solo? —le preguntó Maria del Mar, con la voz llena de dudas.

Él mismo lo había estado pensando.

—Si tú y yo seguimos trabajando juntos para cosechar, como hicimos el año pasado, contrataré a alguien para recoger las uvas de Quim. Debería bastar con un vendimiador, pues la cosecha de la tierra de Torras será mucho menor que las nuestras —propuso.

Marimar estuvo de acuerdo.

Podía escoger a cualquier hijo del pueblo que no fuera primogénito y se quedó con Gabriel Taulé, un muchacho de diecisiete años, tranquilo y equilibrado, que tenía tres hermanos mayores. El joven, conocido por todos como Briel, se quedó pasmado cuando Josep se le acercó con su oferta de trabajo, y la aceptó con entusiasmo.

Josep fregó sus cubas de vino y luego se dedicó a los depósitos situados bajo un alero del tejado de la casa de Quim. Lo que vio cuando empezaba a limpiarlos le preocupó, pues dos de ellos tenían zonas que le recordaban desagradablemente al trozo podrido que no había tenido más remedio que reparar con la ayuda de Emilio Rivera. Sin embargo, se dijo que no tenía sentido preocuparse por un problema sin estar siquiera seguro de que existía y limpió los depósitos con una solución de agua y sulfuro y los preparó para recibir el jugo de las uvas.

A medida que el verano cedía paso al invierno y los racimos de uvas se iban volviendo pesados y adquirían un tono amoratado en las vides, Josep caminaba entre sus hileras todos los días, tomando muestras y probándolas: aquí la cálida sazón de una uva pequeña de una cepa Garnacha; allá la afrutada y compleja promesa de una Tempranillo; también la ácida aspereza de una de las Sumoll.

Una mañana, Josep y Maria del Mar se pusieron de acuerdo en que, en general, las uvas habían llegado a un estado de madurez perfecta, así que convocó a Briel Taulé y le dio a
Orejuda
y la carreta para que trabajara en la tierra de los Torras.

Él, Maria del Mar y Quim habían trabajado juntos, pero Josep descubrió que era incluso mejor trabajar a solas con ella, pues tenían la misma opinión sobre las tareas que debían hacer, cosechaban bien en tándem y apenas hablaban. Habían enganchado la mula de Marimar a la carreta de Josep. Sólo se oía el
snic, snic, snic
de sus afiladas cuchillas a medida que iban cortando racimos de las vides para soltarlos en sus cestas. Laboraban bajo un sol radiante y pronto se les pegaba la ropa al cuerpo para revelar manchas oscuras e íntimas. Francesc rondaba por ahí y les llevaba de vez en cuando un vaso de agua del cántaro de barro que mantenían a la sombra de la carreta, o cojeaba tras ellos cuando llevaban la carreta a la prensa, o iba montado a lomos de la mula.

En algunos momentos, Briel, a solas y absorto en el trabajo, se permitía estallar con canto fuerte y desafinado, más cercano al grito y al alarido que a una canción. Al principio, cuando les llegó aquel sonido, Josep y Maria de Mar intercambiaron sonrisas sardónicas. El carro grande representaba un lujo; pese a que tanto Marimar como Josep cortaban más rápido que Briel, la carretilla del joven se llenaba muy deprisa. Cada vez que eso ocurría, daba una voz y Josep se veía obligado a soltar el cuchillo y a apresurarse a ayudarlo a llevar la carga hasta la prensa.

Josep era consciente de que, durante sus frecuentes viajes a la prensa con la uva de la parcela de los Torras, Marimar seguía trabajando sola en su viña, una contribución de tiempo y energía que superaba con mucho los términos del acuerdo que tenían. Le pareció que debía compensarla y, al fin del día, después de enviar a Briel a su casa, cuando Maria del Mar había soltado ya a la mula y le había dejado lista la cena a su hijo, Josep siguió trabajando impasiblemente y a solas en la viña de su vecina.

Al cabo de una hora, cuando ella salió de casa para echar a los pájaros las migas del mantel, vio a Josep inclinado sobre una vid y blandiendo el cuchillo. Caminó hasta él.

—¿Qué haces?

—Mi parte del trabajo.

Al mirarla comprobó que estaba rígida de la rabia.

—Me ofendes.

—¿En qué sentido?

—Cuando necesitaba ayuda para conseguir un precio justo por mi trabajo, tú lo conseguiste. Entonces dijiste que hacías lo que hubiera hecho cualquier hombre, ésas fueron tus palabras exactas. En cambio, no permites que una mujer te ofrezca ni la mínima ayuda.

—No, no es así.

—Es exactamente así. Me faltas al respeto de un modo que no harías con un hombre —insistió ella—. Quiero que salgas de mi viña y no vuelvas hasta mañana.

Josep también sintió rabia. Aquella maldita mujer, pensó, lo retorcía todo para confundirle, como siempre.

Estaba disgustado, pero también cansado y sucio y no le quedaban ánimos para discusiones estúpidas, así que maldijo en silencio, echó la cesta al carro y se fue a casa.

A la mañana siguiente, durante apenas un rato hubo cierta incomodidad entre ellos, pero los ritmos del trabajo compartido pronto disiparon las palabras irritadas que habían intercambiado la noche anterior. Josep siguió abandonando el trabajo cada vez que Briel le advertía que necesitaba ayuda, pero él y Maria del Mar funcionaban muy bien juntos y él estaba contento con la cosecha de uva que estaban obteniendo.

A media mañana, Briel caminó hasta la viña de Maria del Mar y, nada más verlo, Josep supo por su cara que ocurría algo malo.

—¿Qué?

—Es la cuba, señor —dijo Briel.

Cuando Josep vio la cuba, le dio un vuelco el corazón. No perdía a chorros, pero sí rezumaba una pérdida permanente de mosto que iba dejando su rastro por la cara exterior del contenedor. Había cinco cubas alineadas en el lado de sombra de la casa de Quim, y Josep las observó y luego señaló una que parecía menos sospechosa, aunque apenas se diferenciaban.

—Usa ésta —dijo.

A última hora de la tarde, mientras trabajaba, vio que Clemente Ramírez bajaba con su gran carromato por el sendero que llevaba al río para enjuagar sus barriles.

—Hola, Clemente —lo llamó.

Echó a correr para interceptar el carro y llevar a Clemente a que inspeccionara sus cubas estropeadas.

Ramírez examinó los contenedores de madera con atención y luego meneó la cabeza.

—Estas dos ya no sirven —señaló—. Repararlas sería como tirar el dinero. Creo que Quim Torras puede usar esta otra durante años. Puedo venir mañana y llevarme el mosto de aquí a primera hora para que fermente en la planta de vinagre. Por supuesto, eso significa que tendré que pagarle un poco menos a Quim, pero... —Se encogió de hombros.

—Quim se ha ido.

Clemente pareció visiblemente impresionado al saber que Josep era ahora el dueño de las tierras de los Torras, además de las de los Álvarez.

—Por Dios, tengo que tratarte bien, porque a este paso acabarás siendo un gran terrateniente y mandarás sobre nosotros.

Josep no se sentía como un terrateniente ni como un mandatario cuando regresó al trabajo. Acababa de descubrir que le iba a costar unas cuantas temporadas empezar a obtener rendimiento de las tierras de los Torras. Ahora, sus ingresos de la cosecha de aquel año serían incluso menores de lo que había calculado, y la información que Clemente le había dado acerca de las cubas era la peor posible.

Las cubas nuevas eran muy caras.

No tenía dinero para cubas nuevas.

Maldijo el día en que había prestado atención a las súplicas de Quim y había aceptado comprarle la viña. Era un idiota por haberse compadecido de un vecino que no era más que un borracho de toda la vida y un granjero pésimo y fracasado, se dijo con amargura, y ahora temía que Quim Torras lo hubiera arruinado antes incluso de tener ocasión de ser un verdadero agricultor de uva.

39
Problemas

Sumido en una bruma de apagada desesperanza, Josep terminó de cosechar en otros cuatro días, durante los cuales se obligó a no pensar en sus problemas. Sin embargo, al día siguiente de recolectar y prensar las últimas uvas se marchó a Sitges a lomos de
Orejuda
y encontró a Emilio Rivera comiendo en la tonelería, con una expresión de placer en el rudo rostro mientras se echaba a la barbuda boca cucharadas de una merluza a la sidra bien cargada de ajo. Emilio le señaló una silla y Josep se sentó y esperó, incómodo, a que el hombre terminara de comer.

—¿Y? —preguntó Emilio.

Josep le contó la historia entera. La marcha de Quim, su pacto y el desastroso descubrimiento de que las cubas de fermentación estaban podridas.

Emilio lo miró con gravedad.

—Ya. ¿Tan estropeadas que no merece la pena arreglarlas?

—Sí.

—¿Del mismo tamaño que la que te arreglé?

—El mismo... ¿Cuánto costarían dos cubas nuevas?

Cuando Emilio se lo dijo, cerró los ojos.

—Y es el mejor precio que puedo hacerte.

Josep meneó la cabeza.

—No tengo ese dinero. Si pudiera cambiarlas antes de la cosecha del año que viene, podría pagarle entonces —propuso.

«Creo que podría pagarle», corrigió mentalmente.

Emilio apartó el plato vacío.

—Hay algo que tienes que entender, Josep. Una cosa es que yo te eche una mano para arreglar un carro, o que te ayude a cambiar la puerta de la iglesia. Eso lo hice encantado porque vi que eras un buen tipo y me caíste bien. Pero... Yo no soy rico. Trabajo mucho para ganarme la vida, como tú. Ni aunque fueras hijo de mi hermana podría gastar mi madera de roble buena para hacer dos cubas sin recibir a cambio algo de dinero. Y —añadió con delicadeza— no eres el hijo de mi hermana.

Josep asintió.

Se quedaron sentados con la desgracia pintada en la cara. Emilio suspiró.

—Esto es lo mejor que puedo hacer por ti. Si me pagas ahora una de las cubas por adelantado, de modo que pueda usar el dinero para pagar la madera..., te haré las dos cubas y la segunda me la pagas después de la cosecha del próximo año.

Josep asintió en silencio un buen rato.

Cuando se levantó para irse, quiso dar las gracias a Emilio. El tonelero lo despidió con un gesto, pero luego salió tras él antes de que llegara a la puerta.

—Espera un momento. Ven conmigo —le dijo. Guio a Josep por la tonelería hasta un almacén abarrotado—. ¿Éstos te sirven de algo? —preguntó, señalando una pila de barriles de la mitad del tamaño habitual.

—Hombre, podría usarlos. Pero...

—Hay catorce, de cien litros cada uno. Los construí hace dos años para un hombre que los quería para conservar anchoas. Se murió y desde entonces los tengo aquí. Todo el mundo quiere barriles de 225 litros, nadie parece dispuesto a llevarse los de cien. Si te sirven de algo, sólo te cobraré un poco más.

—En realidad no los necesito. Y no me puedo permitir el gasto.

—Tampoco te puedes permitir rechazarlos, porque prácticamente te los voy a regalar. —Emilio cogió uno de los barriles pequeños y se lo puso en las manos—. He dicho un poco. Será muy poquito. Sácamelos de aquí de una maldita vez antes de irte —dijo con brusquedad, esforzándose por sonar como si estuviera acostumbrado al duro regateo.

 

Pasaron otras tres semanas antes de que Clemente Ramírez volviera para llevarse el resto del vino de Josep. Cuando le hubo pagado, Josep entregó su parte a Maria del Mar y viajó de inmediato a Sitges para pagar a Emilio el adelanto en metálico que habían acordado.

Tuvo una breve lucha con su conciencia a propósito del segundo pago a Quim Torras. Al fin y al cabo, era él quien le había metido en aquel problema financiero que ahora le impedía dormir por las noches. Sin embargo, le había dejado bien claro que necesitaba aquel dinero para lograr ciertos cambios en su vida, y Josep sabía que la responsabilidad derivada de no haber examinado las cubas y la casa antes de quedarse con la viña era suya.

Le preocupaba entregar el pago de manera tan confiada a Faustino Cadafalch, el amigo de Quim. Al fin y al cabo, el cochero era un desconocido para él: pero Quim había dicho que era su amigo; así pues, Josep, no viendo otra alternativa posible, fue a buscarlo a la estación.

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