La calle de los sueños (38 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Una vecina, de esas a las que les encanta transmitir malas noticias —y que probablemente visten siempre de luto con el fin de que jamás las pillen desprevenidas—, ya tenía un pie en las gradas del 320 de Monroe Street, de camino hacia el piso de la señora Luminita, para ser la primera en compadecerse del dolor de la madre del difunto, cuando el mismo Cadillac V-63 negro que había recogido a Christmas paró delante de sus narices. Y a la vecina se le puso a palpitar el corazón con fuerza en el instante en que se abrió la puerta y bajó tambaleándose, con el rostro tumefacto, nada menos que el recogido. Tal vez moriría allí, se dijo. En su presencia. Y en una fracción de segundo se imaginó cuán vívidamente le describiría a la señora Luminita los últimos momentos de la vida de su hijo, de qué manera podía sazonar su relato, con todas aquellas especias que años y años de maledicencia habían ido afinándole la labia. Y durante un instante tuvo la sensación de que volvía a ser joven, como si una nueva linfa circulase por sus piernas gordas repletas de varices. Y se dijo que había merecido la pena tener una vida tan miserable como la suya si el destino le había reservado, casi al final de su camino, semejante golpe escénico. Y a pesar de que nunca reía —y quizá no había reído en su vida—, su boca sin labios, de serpiente, se estiró formando una mueca que hizo que sus ojos brillaran.

—Eh, Rabbit, cuídate. Nos veremos por ahí —dijo sin embargo un hombre con cara de cocker, en tono confidencial, sin la menor sombra de dramatismo, asomándose por la ventanilla del automóvil.

—Es Lepke... —comentó desconcertado uno de los hampones que estaba en la calle. Y los que se encontraban con él se quedaron boquiabiertos, pasmados.

La vecina lo oyó y no solo se quedó boquiabierta, sino además rígida. Y enseguida vio que otro tipo, rubio, de ojos claros deslumbrados, nariz aplastada a puñetazos, bajaba del coche, daba un manotazo en el hombro del recogido —que no tenía pinta de caer exánime sobre la acera— y le decía: «Hasta la vista, amigo», y se echaba a reír. Se reía divertido mientras el recogido le respondía: «Que te den por culo, Gurrah», y desde el interior del coche Lepke se unía a las carcajadas. La vecina notó que le flaqueaban las piernas, y toda la juventud que había evocado su excitación desapareció en un santiamén. Percibió un sabor amargo en la boca, a bilis, y aborreció a aquel muchacho que le estaba arrebatando su golpe escénico. Y ya porque la asfixiara toda la animadversión que había albergado en su miserable vida, ya por el exceso de emociones, ya por la cólera, ya porque su corazón sencillamente estaba tan viejo y estropeado como ella, el hecho es que se desplomó en las gradas del 320 de Monroe Street. Y antes de morir pensó únicamente en dos cosas. Primero, en la envidia atroz que le daba una vecina enlutada que llegaba en ese preciso instante, porque podría comunicar a sus parientes la terrible noticia de su desaparición. Segundo, en lo mal que le caía aquel afortunado recogido que estaba pasando a su lado sin siquiera reparar en que ella se estaba muriendo.

—¡No pises a la vieja, Rabbit! —gritó Lepke al tiempo que el Cadillac partía a toda velocidad y el fragor de los ocho cilindros en forma de V acallaba su risotada y la de Gurrah Shapiro.

Christmas sonrió sin entender. El labio le dolía. Y también la frente. Y sabía que su aspecto era demasiado espantoso para presentarse en casa. Entonces cruzó el portal y llamó despacio a una puerta de la planta baja, donde esperaba encontrar a un viejo amigo dispuesto a echarle una mano.

—Coño, jefe, ¿quién te ha dejado así? —exclamó Santo Filesi al abrir la puerta del piso donde vivía con su madre y su padre.

—Si te lo digo, ¿te encargarás de liquidarlos? —trató de bromear Christmas.

Santo se sonrojó.

—Yo... no, quería decir...

—Bendito seas, Santo —dijo Christmas y se derrumbó en sus brazos.

Al cabo de dos semanas las heridas empezaron a cicatrizarse. Cetta le dijo que iban a quedarle cicatrices. La de la frente se la taparía el mechón rubio, pero la del labio se vería siempre. Un médico —cuyo aspecto era más el de un sastre ambulante, de los que recorrían las calles con una máquina de coser portátil y estaban especializados en remiendos rápidos— se la había cosido. Pero la costra, de casi tres centímetros, le bajaba hacia la barbilla. Cetta se la acarició con una mirada triste, como si le hubiesen roto un juguete perfecto. Y después le habló de Mikey, el hijo de sus abuelos adoptivos, Tonia y Vito Fraina. Era un muchacho que siempre reía, le contó, que no se tomaba la vida en serio, que se vestía con trajes chillones, que llevaba siempre un montón de dinero en el bolsillo. Y, mientras hablaba, la voz de Cetta era suave, cálida, amorosa. Apenada. Y explicó a Christmas que le habían clavado un punzón de hielo en el cuello, en el corazón y en el hígado. Y que después le habían disparado un tiro en la oreja, que le habían sacado medio cerebro por el otro lado, y, como aún se movía, lo habían estrangulado con un alambre. Al final lo habían metido en un coche robado —siguió Cetta, sin apartar en ningún momento los ojos de Christmas y sin permitirle que él bajase los suyos— y habían obligado a Sal, su mejor amigo, a conducir y abandonar a ambos, a Mikey y el coche robado, en una parcela en construcción en Red Hook, Brooklyn.

—Yo me acuerdo de la abuela Tonia —le dijo Cetta—. Siempre repasaba un dedo por la foto de su chico muerto. De tanto acariciarlo, le había desgastado el traje... —Entonces puso una mano en su pecho, abierta, muy despacio, sin hablar, y empezó a mover de arriba abajo el pulgar, acariciándolo. Con la mirada desenfocada. Y recordó a su madre y el día en que la había dejado tullida con el fin de que el amo no la violara. Habían pasado veinte años desde aquel día, no había vuelto a pensar en ello, era otra vida, otro mundo. Pero en ese instante, mientras seguía repasando el pulgar por el pecho de su hijo, comprendió lo que había experimentado su madre. Y, veinte años después, la perdonó.

—Escúchame, Christmas —dijo entonces Cetta, con la misma voz dura de su madre, usando sus mismas palabras—. Ya eres mayor y puedes comprender bien mis palabras, y si me miras a los ojos también comprenderás que soy capaz de cumplir lo que te voy a decir. Como no cambies de vida, te mataré con mis propias manos. —Detuvo el pulgar con el cual le estaba acariciando el pecho. Hizo una pausa—. Yo no soy como la abuela Tonia. Yo no voy a desgastar la foto de mi hijo.—Los ojos se le arrasaron en lágrimas, pero mantuvo la mirada dura y firme. Apretó lentamente los dedos de la mano que aún reposaba sobre Christmas y de repente, con toda la fuerza que tenía, le dio un violentísimo golpe en pleno pecho. Después salió de casa.

Cuando al cabo de diez minutos volvió, traía un paquete.

Christmas seguía sentado en el sofá, con la cabeza entre las manos y el pelo rubio, color de trigo, enredado entre los dedos.

—Ponte de pie —le dijo Cetta.

Christmas la miró. Se levantó.

—Desnúdate —dijo Cetta.

Christmas arrugó las cejas pero luego, al cruzarse con la mirada dura de su madre, empezó a quitarse la chaqueta, los pantalones y la camisa, hasta quedarse en camiseta de lana, calzoncillos largos y calcetines. Cetta recogió la ropa, la arrebujó, se acercó a la cocina económica, abrió la portezuela de la estufa, donde ardían brasas de carbón, y la echó dentro.

Christmas no pronunciaba palabra.

Entonces, mientras un humo negro comenzaba a salir de la rejilla del horno, Cetta se aproximó a su hijo y le arrojó el paquete.

—A partir de ahora no volverás a vestirte como un gángster —dijo en un tono que no se había ablandado un ápice, sino que era cada más firme.

Christmas desenvolvió el paquete. Contenía un traje marrón, de los que llevaba la gente convencional del barrio, y una camisa blanca. Como se vestía Santo.

—Y péinate —dijo Cetta dándole la espalda antes de marcharse a su dormitorio, que cerró de un portazo, pues el miedo ya la estaba venciendo.

Christmas permaneció inmóvil en medio del pequeño salón, semidesnudo, sujetando el traje marrón y la camisa blanca, a la vez que el espacio se llenaba de un humo denso y acre que hacía lagrimear los ojos. Como el humo que salía de la tienda de Pep. Tosió. Luego abrió de par en par la ventana. Miró la calle de abajo, oyó las voces de la gente, vio a unos chiquillos harapientos que rondaban a un borracho, esperando el momento oportuno para robarle. Lo hizo tiritar el aire frío que se mezclaba con el humo de su vieja ropa, que ardía.

Y muy despacio se puso la camisa blanca y el traje marrón.

—Eh, Diamond, ¿quién te reconoce con esa ropa? —se burló Joey—. Pareces un oficinista. ¿De dónde has sacado ese traje, del mercado de los pobres?

—Llevas dos semanas desaparecido.—Christmas lo cogió por el cuello y lo zarandeó—. ¿Dónde coño has estado?

Joey abrió los brazos, sonrió con malicia, inclinó la cabeza hacia un lado.

—Cálmate. Tenía que resolver unos asuntos...

Christmas lo empujó contra el muro, sin soltarlo.

—¿Qué asuntos?

—Cálmate... —Joey seguía sonriendo, pero en sus ojos, que trataban de rehuir la mirada de Christmas, podía leerse un disgusto creciente—. Los negocios habituales, Diamond —dijo, y se llevó la mano izquierda al bolsillo—. Aquí tengo tu parte, estate tranquilo, somos socios, ¿no? Yo no me olvido de mi socio...

—¿Por qué has desaparecido? —La voz de Christmas vibraba con hosquedad en el callejón—. ¿Me habías dado por muerto? ¿Te has cagado de miedo?

—¿Qué dices? —Joey rió, con estridencia, sin apartar la mano del bolsillo. Y volvió a esquivarle la mirada.

Christmas lo empujó con más fuerza contra el muro.

—¡Mírame! ¿Por qué has desaparecido? —gritó.

Los ojos de Joey se hundieron aún más en las negras ojeras que los cercaban. Se entornaron levemente. Luego sacó la mano del bolsillo, la navaja se abrió y Christmas notó que la punta de la hoja le apretaba un costado, a la altura del hígado.

—Quítame las manos de encima, Diamond —dijo débilmente Joey.

Christmas no lo soltó. Miró a Joey directamente a los ojos y, muy despacio, brotó una sonrisa a sus labios. Una sonrisa llena de desprecio.

—Sí, te has cagado de miedo —dijo en voz baja.

La hoja le presionó con más fuerza el costado.

—Suéltame —repitió Joey—. No lo liemos todo.

—Confiesa —continuó Christmas, con la mirada rebosante de desprecio—. Confiesa que te has cagado de miedo.

Los dos muchachos estaban encarados, en silencio. Sus ojos enfrentados. Los altivos de Christmas y los huidizos de Joey. Luego Joey, abrumado por el desprecio que leía en la mirada de Christmas, apartó lentamente el puñal.

—Eres un perdedor —le dijo—. Eres como Abe el Tonto, eres de la calaña de mi padre.

Christmas sonrió mientras lo soltaba y le daba la espalda, alejándose un paso.

—Tú no eres nada. Tú no eres nadie —prosiguió Joey, con voz llena de resentimiento—. Yo te he dado de comer estos años. Los Diamond Dogs son solo una trola. Tú eres una trola ambulante. El único que puede creer en tus trolas es el gilipollas de Santo. ¡Para ti es un juego... mírame! ¡Ahora mírame tú! —gritó de repente.

Christmas se volvió. Tenía el mechón rubio alborotado sobre la frente, tapando la herida en la sien. La costra, que le llegaba casi hasta la barbilla, era oscura y espesa.

—¡Yo te he dado de comer! —volvió a gritar Joey, golpeándose el pecho con una mano.

Christmas le sonrió meneando la cabeza.

—Vete —le dijo a media voz, sin emoción.

—¿Qué le has dicho a Rothstein para salvarte el culo? —preguntó Joey—. ¿Qué le has dicho? ¿Me has vendido?

—Ya lo sabe todo, no he necesitado contarle nada —dijo Christmas. Después lo miró largamente, en silencio. Y en vez de desprecio empezó a sentir pena—. Eres un gusano, Joey. Vete.

Joey se lanzó contra él. Con furia ciega. Christmas lo esquivó, lo asió de un brazo, lo hizo girar sobre sí, aprovechando su propio ímpetu, y lo estrelló contra el muro de ladrillos rojos. Joey cayó al suelo, en medio de la basura. Se levantó y de nuevo arremetió contra Christmas, con los ojos llenos de ira. Christmas lo esperaba. Le asestó un codazo en el cuello y luego un puñetazo en el vientre. Joey se encorvó, tosió, sin aliento, se le doblaron las piernas y vomitó una mancha amarillenta sobre el fondo cuarteado del callejón, de rodillas. Christmas se le echó encima enseguida, para pegarle más, ahora que estaba en el suelo. Con la misma rabia con que habría pegado a Bill, si lo hubiese encontrado. Como pegaba siempre a sus contrincantes, pensando en Bill, inevitablemente en Bill. Casi para matar. Pues si hubiese encontrado a Bill, lo habría matado. Por eso se había vuelto fuerte. Por Bill.

Christmas levantó un puño, listo para descargarlo sobre la nuca de Joey. Pero se detuvo.

—No tengo ganas de pegarte —dijo Christmas.

—¿Quién coño te crees que eres? —dijo Joey no bien consiguió respirar—.¿Quién coño te crees que eres? Tú no eres nadie...

—Ten cuidado con Rothstein.—Christmas lo señaló con un dedo—. Lo sabe todo. Y le repatea. Tienes razón, no es un juego. Mantente lejos de su droga...

—¿Qué droga?

—¡Lo sabe todo, me cago en la leche! —le gritó Christmas a la cara—. ¡Sabe lo que yo no sabía!

Joey rió y se levantó.

—Eres igualito a Abe el Tonto. ¿Y de dónde creías que salía todo ese dinero? Que te den por culo, Diamond. Guárdate tus sermones. ¿En qué te has convertido, en el lameculos de Rothstein?

—Haz lo que coño te parezca. Pero no vuelvas a decir a nadie que eres de los Diamond Dogs.—Christmas le dio la espalda y se dirigió hacia la salida del callejón.

Un tren de la BMT rechinó por Canal Street. Christmas se puso a andar entre la gente. Y se dio cuenta de que observaba a cada una de aquellas personas como si fuese a encontrar a Bill en cualquier momento. Con el fin de desahogar en el odio el dolor de su amor por Ruth. Cerró los ojos. Los volvió a abrir. No sabía adónde ir. No sabía qué hacer. Aunque ahora lo importante era no permanecer allí.

—¡Diamond! ¡Diamond! —oyó llamar detrás de él. Se dio la vuelta.

Joey estaba en la acera, a escasos metros de él.

Christmas se detuvo.

Joey, apenas vio que Christmas se detenía, empezó a caminar más despacio. Como si los últimos pasos le costaran más esfuerzo.

—Oye... Diamond —dijo trabándose con las palabras en cuanto llegó a su lado—, ¿por qué tenemos que estropearlo todo? Somos amigos... —Lo miró con ojos inseguros, débiles.

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