La calle de los sueños (36 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Y mientras el Cadillac avanzaba hacia un destino desconocido, las palabras «gilipollas» y «Ruth» se superpusieron en su mente confundida por los golpes y se convirtieron en pensamiento único. «Sigues siendo el gilipollas que ama a Ruth», se dijo. Entonces cerró los ojos y tuvo ganas de sonreír. Y a la vez tuvo ganas de llorar por la tenaz constancia de su amor, que lo había encadenado a aquella noche en la Grand Central Station. Que le impedía vivir su propia vida, absorbiéndolo, como un torbellino sin esperanza, en aquel instante en que no había sabido dar un paso hacia Ruth, tocarle la mano a través del cristal frío de la ventanilla, gritar todo su dolor.

El Cadillac corría por las calles polvorientas del gueto. Christmas sentía que la cabeza le vibraba, que el labio se le hinchaba. El tipo con cara de cocker se pasaba un pañuelo por el hombro de la chaqueta, procurando limpiarla de la mancha de sangre.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó Christmas, con voz hueca.

El rubio se acercó un dedo a los labios para mandarle callar.

—¿Qué queréis? —insistió Christmas, sin un deseo auténtico de saber.

El rubio le dio un puñetazo en el vientre, violento y repentino. Christmas se quedó sin aliento y se dobló en dos. El conductor rió, esquivó a un peatón y el V-63 derrapó. Christmas fue a dar contra la pierna del rubio.

—¡Conque eres gilipollas de verdad! —imprecó el rubio y le golpeó en la espalda.

«Me importa una mierda», pensó por tercera vez Christmas, gimiendo de dolor.

En la semana siguiente a la marcha de Ruth, Christmas consiguió forzar, de noche y con la ayuda de Joey, la pequeña garita del portero de Park Avenue. Encontró una carta dirigida a los Isaacson que saldría con el correo de la mañana, con remite en un hotel de Los Ángeles, el Beverly Hills Hotel, en el 9641 de Sunset Boulevard. Christmas escribió una carta a Ruth, sin obtener respuesta. Entonces escribió otra, y luego otra más. Y no se resignó al silencio de Ruth, hasta que un día le devolvieron su última carta con una nota: «El destinatario ha cambiado de dirección», y nada más. Sin embargo, Christmas no se dio por vencido. Fue a la AT&T y llamó al Beverly Hills Hotel. Le preguntaron su nombre y, tras una espera interminable, que le costó dos dólares con noventa, le contestaron evasivamente que los señores Isaacson no habían dejado sus señas. Pero Christmas comprendió que lo habían incluido en una lista de personas no gratas. De modo que involucró a su madre, la llevó a la AT&T, le explicó que debía presentarse al conserje del Beverly Hills Hotel como la señora Berkowitz, de Park Lane, una vecina de casa a la que la señora Isaacson le había dejado por error un abrigo de visón, y, como por ensalmo, apareció la dirección de una mansión en Holmby Hills. Sin embargo, Ruth había seguido sin responder.

—Para delante de la entrada —le dijo al conductor el hombre con cara de cocker.

—¿No será mejor detrás? —preguntó el otro.

—Lepke, ¿a este quién coño le ha mandado hablar? —saltó el rubio, que masticaba las palabras a una velocidad de vértigo, y le dio una palmada en la nuca al conductor—. Conduces fatal y encima jodes. Cuando te manden algo, limítate a cumplir.

El conductor se encogió de hombros y lanzó una rápida ojeada a Christmas por el espejo retrovisor. Tenía más o menos veinte años, se dijo Christmas. Su edad. ¿Cuántos coches con ratas habría conducido? ¿Cuántos muertos habría visto? ¿Cuántos tiros habría oído? ¿Cuántas caras que al ser estranguladas con un alambre se tornan azules habría contemplado por aquel espejo retrovisor? Demasiados, pensó Christmas. Y ahora ya no podía dar marcha atrás. Tenía más o menos veinte años. Su edad.

—¿Qué queréis de mí? —insistió. Y en su voz oyó que surgía una inquietud nueva, dictada por los pensamientos acerca de aquel conductor que se le asemejaba.

—Gurrah, en este coche hay mucho pelmazo —dijo el hombre con cara de cocker, con voz calmada, al tiempo que arrojaba por la ventanilla el pañuelo manchado de sangre.

El rubio golpeó a Christmas. Un puñetazo en la boca, raudo, mecánico. Luego dio una palmada en el hombro del conductor.

—Aparca —ordenó.

El V-63 paró bruscamente en el centro de la calle. El rubio con nariz de púgil sacó del coche a Christmas y lo empujó hacia la acera, haciéndolo pasar entre un Pontiac marrón y un flamante berlina LaSalle. Christmas intentó huir. Pero el rubio lo tenía bien sujeto y se mantuvo firme. Le dio una patada en las piernas y Christmas cayó de bruces al suelo. Luego lo levantó, manteniéndolo agarrado por las solapas. Christmas vio que estaban frente al Lincoln Republican Club, en la esquina entre Allen y Forsythe. Y entonces supo de repente quién era el hombre con cara de cocker. Y el hombre que hablaba rápido. Y con quién estaba a punto de encontrarse.

Se dijo que él tampoco podría dar marcha atrás una vez que entrara allí. Como el conductor sin nombre. Como Pep. Como Ruth.

Y tuvo miedo.

—No os he hecho nada —dijo.

—Muévete, mamón —repuso el rubio dándole un empellón hacia la entrada del Lincoln.

—Lepke Buchalter y Gurrah Shapiro —murmuró Christmas, ahora sí estremecido de terror.

—Cierra el pico —ordenó el rubio y lo lanzó con violencia contra la puerta del Lincoln.

Dentro del club, Greenie —el gángster al que el viejo Saul Isaacson había encargado la protección de Ruth tras la carta de amenaza de Bill— estaba sentado en una silla, con un cigarrillo en la boca. Christmas, con el labio y la frente ensangrentados, lo miró. Greenie vestía un traje de doscientos dólares, tan chillón como un loro.

—Greenie —dijo en voz baja.

Greenie le devolvió la mirada, sin emoción, pero apenas frunció los labios, echó una bocanada de humo y meneó la cabeza.

—Avanza, memo.—El rubio volvió a empujarlo y lo hizo pasar a un salón donde un hombre, de espaldas, estaba jugando solo al billar.

«Aquí es donde he llegado», pensó Christmas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Y en un instante —mientras lo forzaban a sentarse en una silla— vio la calle. Aquel mundo que le había descubierto Joey y al cual se había dejado arrastrar sin oponer resistencia, sin pensar en las consecuencias. Pensó en su vida, en sus últimos y baldíos dos años. Vio la calle y comprendió que se hallaba en un callejón sin salida.

El hombre que le daba la espalda lanzó la ocho a una tronera de banda, con un golpe seco. La bola blanca, tocada en la parte baja, no bien chocó con la ocho se detuvo y luego, respondiendo al efecto, retrocedió lentamente y se situó a un palmo de la cinco, cerca de una de las troneras de los extremos.

—¡Un gran golpe, jefe! —exclamó un tipo bajo y rechoncho, cejas pobladas y morro chato, de entre mono e idiota, con una pistola enorme que asomaba de la funda de la axila.

El hombre no se dignó a mirarlo ni a responderle, y se volvió hacia Christmas. Lo observó en silencio, sujetando el taco.

Desde el primer día en que el Rolls del viejo Saul Isaacson se detuviera en Monroe Street, frente al edificio propiedad de Sal Tropea, todo el mundo había creído en la historia inventada por Christmas. Todos habían murmurado, durante nada menos que cuatro años, el nombre de aquel hombre, convencidos de que Christmas tenía negocios con él. El hombre conocido como Mr. Big, o The Fixer, o el Cerebro. El hombre que llevaba siempre en el bolsillo un gran fajo enrollado de billetes. El hombre que había trucado las Series Mundiales de béisbol de 1919. El jefazo que Christmas realmente nunca había conocido. El Hombre de Uptown. Christmas lo reconoció enseguida. Había oído hablar del alfiler de corbata de diamantes y del reloj de oro. Y de sus dedos largos y gráciles, y sus finas muñecas.

El hombre, sin dejar de mirarlo fijamente, se le acercó. Era delgado, de una apostura tenebrosa, frente alta y nariz aguileña, labios finos, ojos largos con las comisuras caídas y un lunar en la mejilla. Poseía una elegancia natural, no daba la impresión de ser un gángster como los otros. El traje de lana estaba hecho a medida, oscuro y nada chillón. Era de categoría. Parecía un hombre de negocios. Y Christmas sabía que lo era. Pero lo que más le impresionaba era la forma en que lo estaba observando, en silencio. Con garbo y violencia a la vez, como si en los ojos se le mezclaran fingimiento y arrogancia, elegancia y brutalidad.

El hombre regresó al billar, sin haber pronunciado palabra. Y cuando metió en la tronera del extremo la cinco y enseguida se puso a examinar la colocación de las otras bolas, como si en la habitación solo estuviese él y nadie más, Christmas sintió que ya no iba a poder dominar más el miedo.

—Míster Rothstein... —dijo con un hilo de voz.

Arnold Rothstein no se volvió. Dio a la blanca con un efecto lateral, la bola hizo una carambola y tocó a la trece, que entró en la tronera. Rothstein apuntó el taco hacia la tres, situada en el extremo opuesto. Entre la blanca y la tres estaba la nueve.

«Me importa una mierda», pensó entonces Christmas. Y el miedo que le había hecho un nudo en la garganta de pronto se esfumó. Y de repente supo que no estaba yendo hacia ninguna parte, que desde hacía dos años estaba echando al traste su vida. Y que, como esas bolas de billar, estaba destinado, tarde o temprano, a desaparecer en un agujero negro.

—Me importa una mierda —dijo entonces, con voz tan firme que se enderezó en la silla.

Rothstein pifió la tacada. El palo del taco vibró de forma desconcertante, la bola blanca siguió una trayectoria incierta, chocó con la nueve y se detuvo dando vueltas sobre sí en medio del paño. En la habitación se hizo un silencio sobrecogedor.

—¿Qué has dicho, chico? —inquirió Rothstein arrojando el taco sobre la mesa.

Christmas ya no tenía miedo. ¿Estaba al final de su callejón sin salida? Tal vez. Ahora bien, ¿acaso esos dos años no habían sido un único y largo callejón sin salida? Miró a Rothstein sin hablar.

—¿Le has explicado algo? —le preguntó Rothstein a Lepke.

Louis Lepke Buchalter hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No... —dijo Rothstein, luego añadio—: ¿Y tú tienes una idea de por qué estás aquí, chico?

Christmas movió la cabeza. Le dolían el labio y la frente. Y también la espalda y el vientre. Y la pierna, donde Gurrah le había dado la patada.

—No... —repitió Rothstein, tranquilo, sin dejar de mirarlo—. ¿Ha llegado Greenie? —preguntó a Lepke.

Lepke asintió.

—Greenie me conoce —dijo Christmas.

—Lo sé —contestó Rothstein—. Greenie es tu abogado. Si no, ya estarías muerto.

Christmas tragó la sangre que le llenaba la boca.

—Bien, chico, sigo esperando —dijo Rothstein—. ¿Qué has dicho antes?

Christmas se pasó la manga de la chaqueta por los ojos. Miró la tela roja de sangre.

—Me importa una mierda —respondió.

Rothstein rompió a reír. Pero en su carcajada no había alegría.

—Fuera —dijo entonces con una voz fría y tajante.

Lepke, Gurrah y el matón con cara de mono salieron. Rothstein cogió una silla y la puso delante de Christmas. Inspiró y espiró profundamente. Se limpió la yema de un dedo manchada del azul de la tiza.

—Me importa una mierda... —repitió en voz baja—. ¿Qué es lo que te importa una mierda?

—¿Quiere asustarme? —insinuó Christmas, poniéndose recto en la silla, en actitud retadora.

—¿Y tú quieres hacerme creer que no estás asustado? —respondió a su vez Rothstein, sonriente.

—No tengo miedo de usted —repuso Christmas. No estaba tan seguro. Sin embargo, algo en su fuero interno lo animaba a jugar aquel juego. A arriesgar. Pues se dio cuenta de que no tenía nada que perder.

Rothstein lo examinaba.

—El Lower East Side y Brooklyn están infestados de bandas de hamponcillos como tú, en todas las esquinas de las calles. A mí me da igual, sería como ponerse a contar cucarachas y ratones. Y Nueva York está repleta de esos bichos.

Christmas lo miró en silencio.

—La primera vez que oí hablar de ti y de los Diamond Dogs fue hace unos años —continuó Rothstein—, porque ibas contando por ahí que tenías negocios conmigo. Y no hay nada que me ataña que yo no sepa.

Christmas tenía los ojos clavados en los de Rothstein. No bajó la mirada. Sin embargo, sabía que debía tenerle miedo.«Qué coño estás haciendo —se preguntaba—. ¿Qué coño pretendes demostrar?» Sentía una especie de añoranza por ese miedo que acababa de sentir y que se le había pasado tan rápido. Porque al chiquillo que había sido antes le habría dado un miedo atroz estar allí, chorreando sangre, frente al jefe más poderoso de Nueva York. Porque recordaba las palabras de Pep, el día que lo había echado de su carnicería diciéndole que algo se le había nublado en la mirada. «Todavía estás a tiempo de ser un hombre y no un matón.» Porque se acordaba de que se había reflejado en las miradas de Joey y de todos los hampones del Lower East Side, y de que se había visto igual que ellos. Apagado como ellos.

—¿Por eso ha hecho que me peguen? —preguntó. Y de nuevo, en su tono insolente, advirtió que era como todos los chicos de la calle sin futuro. Solo alguien lleno de ira. Sin sueños.

Rothstein sonrió. Descubriendo sus dientes blancos, como si estuviese enseñándole unas cuchillas.

—No te hagas el duro conmigo, chico —dijo con voz sosegada—. No tienes la pasta del duro. Eres de mantequilla.

—¿Qué quiere de mí? —Christmas se puso aún más recto en la silla.

—Lepke es un duro —prosiguió Rothstein al tiempo que se ponía de pie—. Gurrah es un duro —dijo dándole la espalda a Christmas—. Tú no.

—¿Qué quiere de mí? —repitió Christmas. Y se levantó.

—Siéntate —le ordenó Rothstein, con voz calmada pero autoritaria, sin dejar de darle la espalda.

Christmas notó que sus piernas obedecían a la orden antes que el cerebro. Y se sentó.

Rothstein, en cuanto oyó crujir la silla, se volvió sonriendo. Cogió un pañuelo con sus iniciales bordadas en una esquina y se lo tendió.

—Límpiate.

Christmas se pasó el pañuelo por la frente, luego lo apretó contra el labio.

—Bien, ¿ya hemos terminado de jugar? —Rothstein sonrió de nuevo y le dio una palmada en el hombro.

Tras ese leve golpe, Christmas tuvo la sensación de desinflarse. Era como si depusiese las armas.

—¿Qué he hecho, señor? —dijo en voz baja, sin agresividad.

—Cuando te juntaste con el panolis de Joey «Mugre» Fein empezaste a darme un poco el coñazo —declaró Rothstein, que se había sentado de nuevo delante de Christmas, inclinado sobre él, con una mano sobre su rodilla, como si estuviese hablándole a un amigo—. Tu colega es una manzana podrida. Un traidor nato. Lo lleva escrito en la cara. Pero eso no es asunto mío. El hecho es que robáis algún dinero del alquiler de mis tragaperras, que cobráis alguna de mis cuotas de protección a los pequeños comerciantes y que además estáis empezando a traficar con mi mercancía...

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