La calle de los sueños (83 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—He decidido llamarme Zip, pa —dijo el chiquillo.

—¿Zip? ¿Qué clase de nombre es ese?

El hombre que estaba en la calle comenzó a tocar enloquecidamente el claxon. Bajó del coche y miró hacia arriba, agitando fogosamente los brazos hacia el edificio de enfrente del de Zip.

—¿A qué coño estáis esperando? ¡Vayamos por lo menos a dar una vuelta, me cago en la leche! —bramó.

—¿Sabes que tengo una banda propia, pa? —dijo Zip.

—¿Una banda? —El padre le dio un capón—.¿Cuándo dejarás de decir chorradas? —le espetó y levantó la vista hacia la ventana de enfrente—. ¿Ves a ese de allí? —y señaló a un hombre joven y elegante, en traje negro, que reía al lado de una mujer—. Es Christmas Luminita. Él ha conseguido salir de aquí. Es rico.

Zip reconoció al hombre que le había pedido que echara un vistazo al Cadillac. «Christmas es nombre de negro», pensó sonriendo, y acarició el billete de diez dólares que tenía en el bolsillo.

—¿Tú crees que ese se ha convertido en alguien importante contando chorradas? —dijo el padre de Zip y cerró la ventana.

El hombre que estaba en el Cadillac seguía tocando el claxon.

70

Manhattan, 1929

Christmas tiritó en la fría noche de enero. Se subió el cuello del abrigo de cachemira y le dio otra vuelta a la bufanda de seda blanca, para abrigarse mejor. Acarició los listones consumidos del banco de Central Park. Luego se levantó.

La limusina Lincoln lo esperaba aparcada en doble fila. Allí donde antaño Fred, el chófer del anciano Saul Isaacson, esperaba a Ruth.

Christmas entró en el coche.

—Vámonos —dijo.

El Lincoln empezó a moverse.

Christmas se desenrolló la bufanda y se colocó bien el cuello del abrigo. Miró por la ventanilla. Nueva York relucía de carteles. Pero el más luminoso de todos, en el 214 de la Cuarenta y dos Oeste, era el del teatro: «Diamond Dogs», brillaban las letras sobre la marquesina, formadas por más de mil bombillas.

La limusina se detuvo en medio de un mar de gente, que barreras y policías mantenían a distancia. Un figurante con una ametralladora al cuello abrió la puerta del Lincoln. Vestía ropa de colores chillones, como todo un gángster. Christmas, al bajar, le sonrió. El figurante apuntó la ametralladora a la multitud. Había sido una idea de Eugene Fontaine, el empresario. «El teatro empieza un camino», había dicho. La gente aplaudió. Los fotógrafos hicieron estallar los destellos de magnesio de sus flashes. Llegaron otros dos falsos gángsteres y escoltaron a Christmas entre dos columnas de gente. En la puerta del teatro, una chica vestida de prostituta recibió a Christmas con una larga mirada provocadora. Y después un chiquillo, pobremente vestido, con la cara sucia, fingió tropezar y chocó con Christmas. Al apartarse, el chiquillo mostró a la gente un reloj de bolsillo. La gente rió y volvió a aplaudir. Los fotógrafos siguieron iluminando la escena con sus flashes.

Christmas entró en el
foyer
. Estrechó docenas de manos, sonrió a todo el mundo y respondió a las preguntas de los periodistas. Luego se dirigió hacia el escenario. Salió por una puerta trasera y se quedó en el callejón de carga y descarga. Desde ahí también podía oír el bullicio de la gente que había en la calle y en el teatro.

—Marea, ¿verdad? —dijo alguien detrás de él.

Christmas se volvió. En la penumbra del callejón vio a un muchacho pobremente vestido, con las manos brillantes de cera, fumando un cigarrillo. Era flaco y tenía un maquillaje oscuro debajo de los ojos.

—Soy Irving Solomon —dijo el muchacho—. Interpreto a...

—... Joey «Mugre» Fein, sí —terminó Christmas.

—En realidad... —dijo el muchacho, apurado— interpreto a Phil Schultz, llamado Wax.

Christmas lo miró sonriendo.

—Sí, claro —dijo.

—No hay ningún... Joey «Mugre» Fein en su comedia —dijo el joven actor.

Christmas miró al suelo. Perdido en sus recuerdos. Luego alzó los ojos hacia el muchacho.

—Dale dignidad a Wax —añadió—. No era solamente un traidor.

—¿Era...? —preguntó el muchacho.

Christmas no respondió. Miró las manos embadurnadas de cera del joven actor, también sus ojeras. Sonrió.

—Cuando sales en el segundo acto, con tu traje de ciento cincuenta dólares, ponte a dar saltitos... así... como un púgil, como un bailarín... —dijo Christmas y balanceó los pies, ligero y nervioso como había sido Joey.

—Solomon, ¿qué haces allí fuera? —gritó el director escénico, apareciendo por la puerta de los camerinos—. Y deja de fumar.

El joven actor clavó en los ojos de Christmas una mirada intensa.

—¿Eran amigos de verdad? —preguntó.

—Ve... —le dijo Christmas, sonriendo—. Y mucha mierda.

Unos minutos después el director escénico apareció de nuevo en el callejón.

—Míster Luminita —le dijo—, si quiere entrar, ya falta poco.

Christmas le hizo un gesto con la cabeza. Se quedó solo, miró hacia lo alto, hacia el cielo sin estrellas de Nueva York y luego pasó al escenario. Al otro lado del telón se oía el murmullo atenuado del público.

—Mucha mierda —dijo a los actores.

El muchacho que interpretaba a Joey estaba en un rincón dando saltitos. Ligero. Como un púgil.

Christmas salió del telón y bajó a la sala de butacas. Hubo una ovación. Christmas sonrió, hundió la cabeza entre los hombros y fue al fondo de la sala. Se quedó de pie mirando a la gente.

En primera fila podía ver a su madre, con el pelo negro recogido y un traje azul, escotado. Y, a su lado, sudado y con las manos limpias, a Sal, embutido en un esmoquin recién estrenado. Y, un poco más allá, vio a Cyril, «el negro más rico de Harlem», como se hacía llamar, con su esposa Rachel. Christmas había tenido que discutir con el director del teatro, que no quería gente con la piel negra, como los había definido, en la sala de butacas. Cyril no sabía nada de eso. Christmas vio a la hermana Bessie, que mostraba orgullosa a todo el mundo una sortija con un dólar de oro engastado. Y luego le sonrió a Karl, que, tras acomodar en sendos asientos a su padre ferretero y a su madre, se puso enseguida a hablar con el directivo de la WNYC, seguramente sobre nuevos programas. Saludó con un gesto de la mano a los técnicos del equipo de la CKC que iban a grabar la función para transmitirla por la radio. Miró lleno de afecto a Santo, nuevo director de Macy’s, sentado al lado de Carmelina, con un barrigón por el inminente nacimiento de su primer hijo. Y le entró la risa al ver a Lepke, Gurrah y Greenie con sus trajes chillones, sentados en mitad de la sala de butacas. Y mezclados con ellos se encontraban todos los hombres importantes de Nueva York. Los más jóvenes, en esmoquin; los mayores, en frac. No había un solo asiento libre en ninguna zona del teatro. Y Eugene Fontaine le había dicho que se habían agotado las localidades de tres semanas, aun antes de saber lo que diría la crítica. Había artistas, periodistas, ricos. Estaba todo el mundo.

Pero ahí, de pie al fondo de la sala de butacas, Christmas no conseguía sentirse del todo feliz. Cerró los ojos. Toda su vida pasaba delante de él. Veloz. Incompleta.

—Media luz —ordenó el director de sala.

El tren llevaba retraso. Ruth miró el reloj, nerviosa. No podía estarse sentada en su asiento. Bajó la ventanilla y se asomó. El viento le alborotó el pelo. Cerró la ventanilla. La señora mayor que ocupaba el asiento de enfrente del suyo la miró y sonrió. Ruth le devolvió la sonrisa, con los labios crispados.

No tenía tiempo. De pronto ya no tenía tiempo. No iba a llegar.

—Llegaremos —le dijo la mujer mayor.

—Sí —respondió Ruth y se sentó. Permaneció con la cabeza gacha, tratando de dominar la respiración y de parar el temblor de sus piernas. Se llevó una mano al centro del pecho. Palpó bajo la blusa el borde del corazón rojo que Christmas le había regalado cinco años atrás. La pintura se había desteñido. Trató de apretarlo con las yemas de los dedos. Pero dio un respingo y de nuevo se puso de pie, volvió a bajar la ventanilla y se asomó. El aire le entraba con fuerza en los pulmones, sucio de hollín.

Cuando cerró la ventanilla la señora mayor rió y se llevó una mano enguantada a la boca.

—Ay, Dios santo, mire cómo se ha puesto —dijo. Hurgó en su bolso y extrajo un pañuelo de lino—. Acérquese, niña inquieta. —Se levantó con dificultad, se inclinó sobre Ruth y le limpió las mejillas. La miró, rió otra vez y añadió—: Debería maquillarse un poquito. Está hecha una pena.

Ruth la miró sin responder. Se fijó de nuevo en la hora. Luego se volvió hacia el portaequipajes, bajó su pequeña maleta de cocodrilo, la abrió y sacó el traje de seda que le había regalado Clarence y un estuche de piel clara. Salió a toda prisa del compartimento y fue al lavabo.

Se detuvo delante de la puerta. La última vez que había entrado en un lavabo así había sido cinco años antes, en un tren que hacía el trayecto inverso. En una mano tenía el corazón pintado de rojo y en la otra sujetaba un par de tijeras.

Bajó el pestillo y entró en el lavabo.

Se miró en el espejo. La última vez que se había mirado en un espejo así tenía largos rizos negros y acababa de leer en los labios de Christmas una promesa. «Te encontraré.» La última vez que se había encerrado en un lavabo así se había cortado los rizos negros y se había ceñido los pechos con un vendaje para no convertirse en mujer.

Se apoyó en el lavabo y se enjuagó la cara. Luego se miró. Las gotas de agua parecían lágrimas. Esta vez, sin embargo, no estaba llorando.

Se desabotonó la blusa y se quitó la falda de lana. Dejó caer ambas prendas al suelo. Estuvo mirándose reflejada en el espejo. Como aquella tarde en que decidió besar al duende del Lower East Side. Abrió el estuche de piel clara y, como aquel día, se puso maquillaje y polvos en la cara. Luego prolongó la línea de los ojos con un lápiz negro. Y, por último, se extendió por los labios un carmín denso y pastoso. Del mismo color que el corazón pintado. Se peinó. Y volvió a mirarse. Ahora sabía que era una mujer. Ya no necesitaba acariciarse la piel para saberlo.

Se puso el traje verde esmeralda, muy despacio, cuidadosamente.

Al volver al compartimento, la señora mayor la examinó sin hablar. Pero en su cara arrugada asomó una sonrisa, leve como el recuerdo remoto de algo que nunca había olvidado. Cuando el tren paró en Grand Central y vio a Ruth apresurarse hacia la puerta, murmuró: «Buena suerte».

Ruth estuvo a punto de tropezar cuando bajaba del tren todavía en marcha. Fue corriendo por el andén, adelantó a la multitud de pasajeros que atestaban la estación y subió a toda prisa a la parada de taxis.

—Al New Amsterdam —dijo mientras entraba jadeante en el coche—. Lo más rápido que pueda, por favor.

El taxista arrancó el motor y partió haciendo chirriar los neumáticos.

Mientras el coche avanzaba a toda velocidad por las calles, Ruth no miraba alrededor, como si no tuviera la cabeza para reconocer la ciudad en la que había nacido y se había criado, de la que había sido arrancada. La ciudad que había sido testigo de su violación y donde había nacido su único, gran y posible amor.

Lo único que vio, cuando el taxi se detuvo, fue el gran cartel luminoso:

DIAMOND DOGS

Y un montón de gente en la calle. Personas corrientes y otras vestidas de gángsteres o de prostitutas. Pagó, se apeó del coche y se quedó ahí, inmóvil, delante de la entrada del teatro. Como si de repente se hubiese quedado sin aliento. O como si tuviese que fijar en su mente cada detalle.

Luego dio el primer paso por la alfombra roja. Y no pensó que fuese como un largo reguero de sangre. Ya no había sangre en su vida. Era roja como su vida. Era roja como sus labios. Roja como un corazón pintado.

Entró en el
foyer. Los
acomodadores estaban corriendo las cortinas de terciopelo. Y se disponían a cerrar las puertas. Subió los escasos peldaños que conducían a la sala de butacas. Con el abrigo en una mano y en la otra la maleta de cocodrilo.

—Señorita... —dijo una voz detrás de ella.

Ruth no se detuvo.

—Señorita...

No sabía si lo iba a encontrar. No sabía si él la seguía esperando. No sabía cómo sería su futuro. Ni siquiera sabía si tendrían un futuro.

—Señorita, ¿adónde va?

Solamente sabía que debía intentarlo. Que no se iba a morir en la jaula. De miedo.

Uno de los acomodadores le cerró el paso.

Ruth solo sabía que le pertenecía. Desde siempre.

—Media luz —indicó el director de sala.

La sala de butacas quedó sumida en la penumbra. La gente que seguía de pie se sentó. Bajaron las voces, que se transformaron en un vago murmullo excitado.

Los acomodadores habían cerrado las cortinas de terciopelo de las entradas de la sala de butacas, a la derecha y a la izquierda de Christmas, que estaba apoyado contra la pared del fondo del teatro, de pie, con los ojos cerrados. Toda su vida pasaba delante de él. Veloz. Incompleta.

—No puede pasar —dijo una voz al otro lado de la entrada, a su izquierda.

Luego un forcejeo. Varios ruidos confusos.

Christmas abrió los ojos.

El frufrú de la cortina a su izquierda, que alguien abría con ímpetu. Christmas se volvió, con la cabeza gacha.

Vio un traje verde esmeralda. De seda.

—Señorita, no puede pasar —insistió la voz.

Christmas levantó la vista. Ruth estaba preciosa. Y radiante. Y lo miraba. Sus ojos verde esmeralda brillaban con una luz intensísima. En una mano llevaba un abrigo. En la otra sostenía una maleta.

Christmas abrió ligeramente la boca. Fue acometido por una emoción violenta e inesperada que lo paralizó. El estupor. La perfección. El sentido. Solamente pudo levantar un brazo hacia el acomodador que retenía a Ruth.

El acomodador dio un paso atrás.

Ruth miraba a Christmas y no se movía.

—Oscuridad —dijo el director de sala.

Se oyó el chasquido de los interruptores.

El teatro quedó a oscuras.

La sala de butacas enmudeció. Un silencio tenso, vibrante.

El acomodador apartó la cortina para salir. Y en el haz de luz Christmas vio que las dos manos de Ruth se abrían, casi simultáneamente. El abrigo y la maleta cayeron al suelo.

Alguien, en la última fila, se dio la vuelta.

—Silencio —dijo.

Christmas sonrió. Y, en el silencio, oyó los pasos de Ruth que se acercaban.

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