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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (81 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Un fotógrafo disparó una foto, justo detrás de él. El magnesio estalló, rasgando el silencio en la cabeza de Bill, que se volvió de golpe, con los ojos fuera de las órbitas. Dio un puñetazo al fotógrafo. Ahora todos lo miraban. Y ya no reían.

Bill se dio la vuelta y miró a Ruth. Y Ruth lo seguía mirando. Y sonreía. Estaba seguro de que Ruth lo miraba con una sonrisa. Una mueca atroz. Como en sus pesadillas. Todo era como en sus pesadillas.

Bill vio que un tipo afeminado, con las cejas finas como las de una mujer y el pelo teñido de rubio platino, se le aproximaba. Levantó una mano, con el puño cerrado. El tipo afeminado pegó un grito y se protegió la cara con una mano. Bill le dio un empujón y lo tiró al suelo. Luego salio corriendo, abriéndose paso entre aquellos ricos de mierda.

Ruth lo reconoció enseguida.

Sintió que le flaqueaban las piernas. Se le cortó la respiración. La acometió el pánico.

Bill la estaba mirando. Y él también la había reconocido.

El encuentro tan temido. El hombre de sus pesadillas. El pasado que volvía a absorberla en su torbellino. Ruth sintió una punzada en el dedo amputado. Tuvo miedo de que volviese a sangrar.

Bill la estaba mirando, con una expresión feroz.

La víctima y el predador se habían reconocido. Y era como si en la sala abarrotada estuviesen solamente ellos dos.

Ruth sintió una presión que la asfixiaba. Las manos de Bill. Las manos que la habían metido en el fondo de la furgoneta, aquella noche. Las manos que habían hurgado en ella, que le habían pegado, hecho sangrar. Las manos que le habían partido la nariz, el labio, las costillas. Que le habían roto un tímpano. Las manos que habían empuñado las tijeras de podar y la habían mutilado. Que habían ensuciado y marcado su vida. Y las imágenes que evocaba, vívidas y brutales, la inmovilizaron como habían hecho las manos de Bill aquella noche, sin dejarle la posibilidad de huir, de sustraerse a la humillación ni a la violencia.

Entre un flash y otro Ruth miraba a Bill y no podía gritar, llorar, escapar. Lo único que era capaz de hacer era quedarse ahí, mirándolo a los ojos, petrificada por el horror. Y era como si respirase el aliento alcohólico de Bill, como si sintiese arder el cuerpo de él en el suyo, como si en sus oídos sonase solamente la voz de él. Y aquella terrible carcajada.

Bill la seguía mirando y en sus ojos Ruth leía toda su fuerza, el poder que tenía sobre ella.

Con exasperante lentitud se aferró a la manga de la chaqueta de Barrymore. Casi sin darse cuenta. Pero apenas establecido el contacto con la tela ligera y suave, los ojos se le anegaron de lágrimas. Podía moverse, pensó. Aún podía moverse. A lo mejor podía huir. A lo mejor podía darse la vuelta, sustraerse a la mirada inhumana de Bill, se dijo. Podría encontrar un poco de valor, o al menos un poco de rabia. Podría señalarlo a la gente. Hacer que lo arrestaran. Podría vengarse. Podría vencerlo. Podría aplastarlo. Con que solo pudiera sustraerse un segundo, un segundo solamente, a aquella mirada despiadada.

Pero cuanto era capaz de hacer era seguir aferrada a la manga de Barrymore, mientras los flashes disparaban sin parar, borrando durante un breve instante con sus destellos la cara de Bill. Pero él estaba ahí, se decía Ruth, y la miraba. La paralizaba. La tenía dominada. Como si fuera suya. Algo suyo. Privándola de voluntad, de la posibilidad de liberarse de su presión.

Hasta que, de repente, vio que Bill se daba la vuelta hacia un flash. Lo vio golpear a un fotógrafo, abalanzarse sobre Blyth cuando este acudía a ver qué pasaba, y luego huir. Perderse entre la multitud.

Estaba huyendo. Bill estaba huyendo.

Ruth sintió que las piernas se le estiraban y se encontró de puntillas, observando cómo Bill se abría paso entre los invitados. Vio que durante un segundo se daba la vuelta antes de salir de la sala. Y en sus ojos vio algo animal. Algo que se asemejaba a su propio miedo. Y en el miedo de Bill se diluyó el suyo. Como si en su historia pudiera haber un solo miedo. Y ahora el miedo ya no era suyo.

Se notó sudada. Una gélida, impalpable capa de sudor. Como un rocío de miedo. Pero su cuerpo volvía a caldearse. Soltó la manga de Barrymore. Y aquella sensación de calor, de sangre que circula otra vez por las venas, le provocó una sacudida, casi eléctrica. Respiró larga, violentamente. Como después de contener mucho rato el aliento. Como un nacimiento.

Bill había huido. Era él, ahora, quien tenía miedo. De ella.

Y entonces Ruth sonrió ligeramente. Como por un regalo inesperado, como por un tesoro muy valioso. Nada más que un fruncimiento de labios, que todavía temblaban por la reminiscencia del miedo. Una sonrisa que aún no tenía un pensamiento. Como una flor brotada antes de la salida del sol. Y mientras la sonrisa se le formaba en los labios y se le contagiaba a los ojos, ya no recordó tampoco el miedo. Como si jamás lo hubiera tenido. Como si Bill se lo hubiera llevado todo consigo. Y sintió que había llegado al final de su fuga. Sintió —hasta en los laberintos más recónditos de su alma— que ya era hora de que el tiempo avanzase de nuevo.

Y supo que había quedado apresada en un fotograma. Y que en aquel fotograma había apresado también a Bill. Condenando a los dos. Que su vida había quedado fijada en una noche de seis años atrás.

«Pero ahora yo ya no soy yo. Y ahora tú ya no eres tú», pensó, asombrada de la simplicidad de aquel pensamiento.

Con una especie de ligereza en el corazón, o tal vez tan solo con una promesa de ligereza, se volvió hacia Barrymore.

—Debo irme —le dijo al oído y luego se acercó a Clarence. Le pidió que la llevase a casa. Cogió del brazo del viejo agente y juntos se dirigieron hacia la salida.

El aire era fresco. Límpido. El cielo estaba estrellado.

—El coche está allí abajo —dijo Clarence señalando la larga alameda.

A Ruth le pareció ver que un hombre con un traje claro y una chillona camisa roja corría entre los vehículos aparcados, paraba en mitad de las filas, miraba alrededor y enseguida continuaba huyendo. Puede que también se cayera. Pero Ruth no le prestó atención. No conocía a aquel hombre. Ya no lo conocía. Era uno cualquiera.

Ruth sonrió y empezó a bajar los escalones.

«Ya no soy tuya —pensó. La sonrisa abría la jaula—. Adiós, Bill.»

Bill tropezó. Cayó. Se levantó.

Su LaSalle estaba bloqueado por docenas de otros coches.

—¿Se tiene que marchar? —preguntó uno de los mozos—. Si me da diez minutos, se lo saco.

Bill le dio un empujón.

—¡Que te den por culo! —rugió. No tenía diez minutos. No tenía ni un segundo.

Se volvió hacia la mansión. Ruth estaba en la entrada y miraba en su dirección. Lo había visto. Estaba con un hombre. Un policía, seguramente. El policía levantó un brazo y lo señaló. Y Ruth rió.

Bill se precipitó hacia la verja. Debía huir. No dejaría que lo prendieran. Mientras corría, chocando contra los coches aparcados, despotricando de la grava que se le metía en los zapatos, una vez más miró hacia atrás.

Ruth estaba bajando los escalones de la mansión con el policía. Avanzaban sin prisa. Jugaban con él. Había caído en una trampa. Y no tenía escapatoria. Bill sentía que el cerebro le estallaba. Veía fulgores cegadores, luego oscuridad, luego más fulgores. El alcohol le adormecía las piernas. Reanudó su carrera. La verja ya estaba cerca. Pero ¿qué haría una vez que estuviera en Sunset Boulevard? No podía escapar a pie. Lo detendrían. Miró hacia atrás. El policía estaba señalando de nuevo hacia él. Y el criado se volvía y también lo señalaba. Y Ruth reía. Reía. Se reía de él.

Bill se escondió detrás de un seto. Mientras recuperaba el aliento, miró alrededor. Si solo le quedara aún una raya de coca. Con otra raya no lo cogerían. Sería de nuevo invencible. Introdujo una mano en el bolsillo. Palpó algo. Sacó la mano. Un poco de polvo blanco en la yema del dedo. Seguramente uno de los frascos se había abierto. Se quitó la chaqueta, volvió del revés el bolsillo sobre la palma de la mano. No era mucha, pero sí suficiente. Rió. Luego se puso la mano en la nariz y aspiró, con toda la fuerza que tenía. Notó el amargor en la garganta. Aspiró la tela del bolsillo. Rió otra vez. Se mordió un labio, con fuerza. Notó la sangre. Pero no el dolor. «Coño, sigo siendo invencible», se dijo.

Miró por el seto. Unos hombres en traje oscuro estaban charlando y fumando en el prado. Tonteaban con una doncella. Sabía quiénes eran. Los guardaespaldas de un jodido senador. Soplapollas. Estaban a unos veinte pasos del coche negro. Uno se había quitado la chaqueta. Bill podía verle la pistola en la funda. Para cualquier otro, conseguirlo sería imposible. No para él. Él era invencible. Les sacaba veinte pasos de ventaja, pobres gilipollas. Se arrastró por el suelo, sobre la grava de la alameda, ocultándose detrás de los automóviles apiñados. Llegó a la puerta del coche del senador, el último de la fila. Abrió sigilosamente la puerta. Entró agachado. Solo tenía que encenderlo y meter la marcha atrás. A aquellos pobres gilipollas no les daría tiempo de pillarlo.

Se sentó, con la mano en la llave de encendido. Se detuvo.

Ruth avanzaba por la alameda. Miraba hacia él.

Y solo en ese instante Bill cayó en la cuenta de que esa noche no la había llamado «puta». De que no había pensado en ella como en una prostituta, desde el mismo instante en que la había visto. Y no sabía por qué ahora pensaba en eso. Solo sabía que algo le parecía raro. Y entonces sintió una especie de picor en la piel. Y aquel algo se convirtió en una emoción.

Ruth caminaba por la alameda. Estaba cerca, ahora. Llevaba un traje verde esmeralda. Como la sortija que Bill le había arrancado junto con el dedo. Como sus ojos. Andaba y sonreía. Estaba radiante. La mujer más hermosa que Bill había visto jamás.

La chiquilla por la que había perdido la cabeza.

Tenía los dedos inmóviles en la llave de encendido, vacilantes.

Bill sintió que la emoción invadía cada parte de su cuerpo. El tiempo se detuvo. Y de repente ya no tenía miedo. Hubiera podido bajar del coche e ir al encuentro de Ruth. Estaba tan cerca, ahora. Todo hubiera podido volver a comenzar desde el principio.

Se lo decía la emoción.

«Estás preciosa, Ruth», pensó.

Y con aquella desgarradora emoción en el corazón, giró la llave.

No oyó el estruendo. Solo un misterioso silencio. Y luego sintió un calor que lo devoraba vivo.

Cuando el coche estalló, Ruth fue arrojada al suelo por la onda expansiva. Y el estruendo de la bomba y de la metralla casi la ensordeció.

Mientras Clarence la ayudaba a levantarse, Ruth vio a los guardaespaldas correr empuñando las pistolas. Y a los criados correr y gritar. Y a la gente salir de la mansión y mirar y correr y gritar. Y, pasado un momento, empezaron a oírse también las sirenas de los coches patrulla aparcados en Sunset Boulevard.

—¿Dónde está el senador? —bramó un policía.

—El senador está vivo —gritó uno de los guardaespaldas.

—¡Preparad un coche! —profirió el capitán de la policía.

Y después los otros dos guardaespaldas se lanzaron hacia la mansión, empujando a los curiosos. Cogieron al senador y a su mujer y los escoltaron hasta la verja. Los metieron en un coche patrulla y este partió haciendo sonar la sirena.

Los cristales estaban diseminados por todas partes. Las puertas habían sido arrancadas de las bisagras. Los hierros chirriaban, retorciéndose. El calor era insoportable.

—Es el tercer atentado —dijo alguien detrás de Ruth.

—Más vale no invitarlo más —repuso otro.

Y un tercero rió.

La gente en traje de noche se aglomeraba en la alameda. Los fotógrafos disparaban. Los flashes iluminaban la noche como luciérnagas enloquecidas. El aire se llenaba de vapores nauseabundos, de gasolina y aceite, de hierro fundido y cuero.

Hasta que el fuego se apagó. Solo. De repente. Como si alguien se hubiese tirado encima un enorme, invisible cubo de agua. Únicamente quedaron pequeñas llamas aquí y allá. Y un ruido suave, crepitante.

«Como el de las brasas de una chimenea», pensó Ruth.

Dio un paso hacia el coche retorcido.

El cuerpo carbonizado aún se sujetaba al volante. La cabeza abrasada, reclinada.

—Tenga cuidado, señorita —le dijo un policía.

—Tenía que verlo —murmuró Ruth.

—¿Lo conocía? —le preguntó el policía.

«Ya soy libre», pensó Ruth.

—Señorita, ¿lo conocía? —volvió a preguntar el policía.

Ruth lo miró sin expresión.

—No —le dijo. Luego dio la espalda a Bill.

69

Manhattan, 1928

Cuando Christmas escribió la palabra «fin» en su comedia se sintió vacío. Y solo. Aturdido.

La escritura lo había absorbido completamente. Se había como perdido, olvidándose de su vida real. Se había sumergido en las teclas con ímpetu, viviendo lo que escribía, como si estuviera allí, con sus personajes. La amistad, la lucha por salir adelante o simplemente por sobrevivir, la vida del Lower East Side. Y el amor. El sueño. El mundo como debía ser. Perfecto hasta en el dolor, en la tragedia. El sentido. Eso era lo que había buscado. Dar un sentido a la vida. Volverla menos casual. Eso era la perfección, no el éxito, no el triunfo, no el coronamiento de un sueño o de una ambición, sino el sentido. Y así también los malos de su historia habían encontrado un sentido, su propio sentido. Y todas las vidas se habían engarzado entre sí, como hilos entrelazados que formaban la trama de una telaraña. Una trama real, no abstracta. Sin patetismos, con ironía. Con sentimiento.

«¿Y ahora?», se preguntó mirando la palabra «fin» en la página número doscientos diecisiete.

Entonces levantó la vista. El banco estaba allí, lo veía. Y no tenía sentido. No tenía sentido que Ruth y él no estuvieran sentados en aquel banco. En su comedia eso no hubiera pasado. Así no. En su comedia jamás habría malgastado tanto amor.

Juntó la hoja con la palabra «fin» al montón restante. Luego metió la comedia en un sobre en el que ya había escrito un nombre y una dirección. Y encargó a Neil, el portero de Central Park Oeste, que lo entregara.

Y ocurrió. Más rápido de lo que se hubiera imaginado. Al cabo de menos de quince días el viejo empresario Eugene Fontaine, un apasionado oyente de
Diamond Dogs
, lo citó en su despacho ubicado en la Broadway.

—Me dedico a esto desde hace cuarenta años y sé reconocer una comedia con gancho —dijo Eugene Fontaine, descargando su mano ajada contra la tapa del manuscrito. Miró a Christmas—. Hay gángsteres. Hay amor... y está Nueva York.

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