La canción de Aquiles (13 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

BOOK: La canción de Aquiles
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Permanecimos allí tendidos durante un momento, en ese silencio tenso y palpitante. Por las noches solíamos contarnos chistes o relatos y cualquier otra velada nos habríamos puesto a reconocer las estrellas pintadas en el techo en caso de habernos cansado de hablar.

—Orión —le hubiera dicho, siguiendo la dirección indicada por el dedo de Aquiles—. Las Pléyades.

Pero esta vez no ocurrió nada de eso. Cerré los ojos y aguardé durante unos minutos muy largos hasta que supuse que se había dormido antes de volverme hacia él y mirarle, pero él estaba tumbado de costado, observándome. No le había oído ladearse. «Nunca le oigo». Se hallaba extremadamente quieto, con esa inmovilidad tan suya. Al respirar tomé conciencia del pequeño trecho de almohada que mediaba entre los dos.

Se inclinó hacia delante.

Nuestras bocas se abrieron una sobre la otra y vertió en la mía la calidez de su dulce espiración. No fui capaz de pensar ni de hacer ninguna otra cosa, salvo beber cada respiración conforme llegaba y disfrutar del suave balanceo de sus caderas. Era un milagro.

Yo temblaba, temiendo espantarle. No sabía qué hacer ni qué podría gustarle. Le besé en el cuello y en el pecho, saboreando el sabor a sal. Él pareció henchirse y madurar ante mi contacto. Olía a almendras y tierra. Se apretó junto a mí y me aplastó los labios para saborearlos.

Se quedó quieto cuando le tomé de la mano, suave como el terciopelo delicado de los pétalos. Conocía la piel dorada de Aquiles, la curva de su cuello y el pliegue de sus codos. Sabía cuánto placer me daba contemplarle.

Nuestros cuerpos se acoplaron uno en torno al otro como si fueran manos.

Las mantas se habían doblado a mi alrededor, pero él las retiró de nosotros. Supuso una sorpresa recibir el aire sobre la piel y me estremecí. Las estrellas pintadas del techo aureolaban el cuerpo de Aquiles. La estrella polar descansaba sobre su hombro. Deslizó la mano sobre mi tripa, agitada por el frenético sube y baja de mi respiración. Me acarició con la misma suavidad que la más fina de las telas y mis caderas respondieron a su contacto. Le atraje hacia mí, tan tembloroso como él, que parecía haber corrido a toda velocidad hasta muy lejos.

Pronuncié su nombre, creo, y eso me traspasó: me quedé hueco como un bambú cortado para soplar por él. Nuestra respiración era el único indicio del transcurso del tiempo.

Enredé los dedos entre sus mechones mientras sentía en mi interior un impulso creciente, un latido acelerado al ritmo del movimiento de su mano. Aquiles tenía el rostro junto al mío, pero yo hice lo posible por acercarlo aún más.

—No te detengas —le dije.

Y no lo hizo. Cerró los ojos cuando mi mano extendida localizó el lugar de su placer. Encontré un ritmo de su agrado, lo supe gracias a la cadencia de su respiración y su jadeo. Mis dedos siguieron de forma incesante el ritmo desbocado de su respiración. Sus párpados cobraron el color del cielo al romper el alba. Aquiles olía como la tierra después de la lluvia. Abrió la boca al proferir un grito inarticulado y nos estrechamos uno tan cerca del otro que sentí sobre mi piel el flujo caliente de su pasión. Se estremeció y permanecimos tumbados juntos.

Lentamente, conforme se cerraba la noche, empecé a cobrar conciencia de mi sudor, la humedad de las mantas y la mojadura que impregnaba nuestros vientres. Nos separamos con los rostros hinchados y llenos de moratones por los besos. La gruta olía dulce y cálida, como la fruta bajo el influjo del sol. Nuestras miradas se encontraron, pero no despegamos los labios. Creció en mi interior un miedo súbito y punzante. Aquel era el momento de mayor peligro y yo me tensé, esperando un estallido de remordimiento por su parte.

—No pensé… —empezó, pero se detuvo. No había en el mundo palabras que yo quisiera oír más que las que él se callaba.

—¿Qué…? —le insté. «Si es algo malo, que acabe enseguida».

—No pensé que nosotros alguna vez… —Aquiles vacilaba al elegir cada palabra, y no podía culparle.

—Tampoco yo —admití.

—¿Te arrepientes? —Soltó esas palabras de sopetón.

—No —respondí.

—Tampoco yo.

Entonces se hizo un silencio sepulcral y no me preocupó ni la humedad del camastro ni lo sudado que yo estaba. No me quitaba de encima aquellos ojos suyos, verdes con algún toque dorado. Se alzó en mi interior una certeza que terminó alojándose en mi garganta: «Jamás voy a dejarle. Será así siempre, hasta que él me abandone».

Habría expresado esa idea en voz alta de haber habido palabras para expresar aquello, pero no parecía haber ninguna con capacidad suficiente para abarcar aquella verdad cada vez más grande.

Él alargó la mano en busca de la mía como si me hubiera oído. No tuve que mirar; tenía grabados en la memoria sus dedos delgados y cubiertos de venas delicadas como pétalos, dedos fuertes y raudos que jamás cometían un error.

—Patroclo —dijo. Siempre se le habían dado las palabras mejor que a mí.

A la mañana siguiente me desperté con la cabeza ligera y el cuerpo adormecido por el calor y la relajación. Después de la ternura había sobrevenido otro acceso de pasión, pero esa vez habíamos ido más despacio, con morosidad, como una noche de ensueño que se prolongaba más y más. Ahora, empero, me abrumó otro ataque de nervios cuando se estiró junto a mí, con la mano todavía descansando sobre mi estómago, húmeda y cerrada como un flor al alba. De golpe recordé cuanto habíamos dicho y hecho, así como los sonidos que yo había hecho. Me entró miedo de que el hechizo se hubiera roto y la luz del día que se filtraba por la entrada lo hubiera convertido todo en piedra, pero no, él estaba despierto, sus labios me silabearon un saludo soñoliento y mantuvo la mano al alcance de la mía. Permanecimos tumbados de esa guisa hasta que la cueva se vio colmada por la claridad de la mañana y nos llamó Quirón.

Salíamos corriendo al río a lavarnos nada más comer. Disfruté del milagro de poder contemplarle abiertamente y disfrutar del jugueteo de luz veteada sobre sus miembros y la curvatura de su espalda cuando se zambullía en las aguas. Luego, nos tendíamos en la orilla del río y recorríamos nuestros cuerpos otra vez, y otra, y otra más. Parecíamos dioses en el alba del mundo y nuestro gozo era tan deslumbrante que no éramos capaces de ver otra cosa que el uno al otro.

Si el centauro advirtió algún cambio, no lo mencionó, pero eso no me ahorró preocupación alguna.

—¿Tú crees que se enfadará?

Nos hallábamos en un olivar sito en la cara norte de la montaña, donde las brisas eran más frías y puras como una alfaguara.

—No lo creo —respondió, alargando la mano hacia mi clavícula, cuyo contorno tanto le gustaba recorrer con el dedo.

—Pero es posible. Seguramente ahora ya lo sabe. ¿Deberíamos decirle algo?

No era la primera vez que me lo preguntaba. A menudo habíamos hablado de ello con ansia y complicidad.

—Si eso te complace.

Eso es lo que había dicho con anterioridad.

—Pero ¿no crees que va a enfadarse?

Él se detuvo a considerarlo durante unos momentos. Eso me encantaba de él: no importaba cuántas veces lo hubiera preguntado antes, me contestaba como si fuera la primera vez.

—No lo sé. —Sus ojos y los míos se encontraron—. ¿Acaso importa? No voy a detenerme. —El deseo daba calidez a su voz y en respuesta a la misma sentí un sonrojo en la piel.

—Pero podría decírselo a tu padre. Quizás él sí se enoje —respondí casi a la desesperada. No tardaría en hervirme la sangre y sería incapaz de pensar.

—Pero y si se enfada, ¿qué…? —Me dejó estupefacto la primera vez que soltó algo así. No comprendía ni casi concebía que Peleo pudiera enfadarse y aun así Aquiles hiciera lo que le viniera en gana. Oírle decir aquello era como una droga para mí. Jamás me cansaba de escucharle.

—¿Y qué hay de tu madre?

He ahí la trinidad de mis temores: Quirón, Peleo, Tetis.

Aquiles se encogió de hombros.

—¿Y qué iba a hacer? ¿Raptarme?

«Podría matarme», pensé para mis adentros, pero no lo dije. La brisa era demasiado suave y el sol demasiado cálido como para pronunciar semejante idea.

Me estudió un momento con la mirada antes de preguntar:

—¿Te preocupa que se enfaden?

«Sí». La posibilidad de decepcionar al centauro me horrorizaba. La desaprobación siempre había calado hondo en mí. No era capaz de sacármela de encima como hacía Aquiles, pero, llegado el caso, no iba a dejar que eso nos separase.

—No —le dije.

—Bien —repuso él.

Alargué los dedos para acariciar los mechones de su pelo a la altura de las sienes. Cerró los ojos mientras alzaba el semblante para recibir de lleno la luz del sol. Sus rasgos eran de una delicadeza tan extrema que le hacían parecer más joven de lo que en realidad era. Tenía unos labios bermejos y carnosos.

Abrió los ojos y me desafió:

—Di el nombre de un héroe que fuera feliz.

Me detuve a considerarlo. Heracles se volvió loco y acabó matando a su familia. Teseo perdió al padre y a la novia. Los hijos de la nueva esposa de Jasón fueron asesinados por los de la primera. Belerofonte mató a la Quimera, sí, pero acabó tullido al caerse del lomo de Pegaso, el caballo alado.

—No eres capaz. —Se incorporó y se inclinó hacia delante.

—No.

—Lo sé. Nunca te dejan ser famoso y feliz. —Enarcó una ceja—. Voy a contarte un secreto.

—Dime. —Me encantaba cuando se comportaba así.

—Yo voy a ser el primero. —Me cogió por la palma de la mano y la sostuvo con la suya—. Júralo.

—¿Por qué yo?

—Porque tú eres la razón. Júralo.

—Lo juro —repliqué, perdido en el intenso arrebol de sus mejillas y el flamear de sus ojos.

—Lo juro —repitió él.

Permanecimos sentados durante unos instantes cogidos de la mano. Esbozó una ancha sonrisa.

—Tengo tanta hambre que me lo zamparía todo crudo.

Un cuerno sonó en algún lugar de las laderas por debajo de nuestra posición. Aquiles se puso de pie y sacó la daga guardada en la vaina sujeta a su muslo antes de que fuera capaz de moverme o decir ni pío. Era un sencillo cuchillo de caza, pero en sus manos resultaría suficiente. Permaneció inmóvil, preparado, a la escucha de cualquier cosa que pudieran percibir sus sentidos de semidiós.

Yo también llevaba un cuchillo. Eché mano al mismo y aguardé de pie. Aquiles se había interpuesto entre el sonido y mi persona. Yo no sabía si debía ir con él, ponerme junto a él con el arma preparada. Al final no lo hice. La llamada procedía del cuerno de un soldado, era un reclamo de batalla y, como Quirón había dicho con total claridad, ese era el don de Aquiles, no el mío.

El cuerno sonó de nuevo y enseguida escuchamos el frufrú del sotobosque bajo el empuje de un par de pies. «Un hombre». Tal vez se había perdido o estaba en peligro. Entonces una voz subió montaña arriba.

—¡Príncipe Aquiles!

Nos quedamos paralizados.

—Aquiles, he venido a por el príncipe Aquiles.

Los pájaros abandonaron en estampida las copas de los árboles, huyendo del griterío.

—Es un enviado de tu padre —susurré.

Solo un heraldo real hubiera sabido adónde debía venir a buscarnos. Aquiles asintió, pero, aunque pareciera extraño, se mostraba renuente a contestar. Supuse lo veloz que debía irle el pulso, pues unos instantes antes había estado preparado para matar.

Ahuequé las manos a modo de bocina y grité:

—¡Estamos aquí!

El estrépito cesó durante unos instantes.

—¿Dónde?

—¿Puedes seguir mi voz?

Pudo, pero a duras penas: transcurrió algún tiempo antes de que se adentrara en el calvero con el semblante lleno de rasguños y la túnica palatina empapada en sudor. Se arrodilló de mala gana, con resentimiento. Aquiles había bajado el cuchillo, pero no me pasó desapercibida la fuerza con que apretaba la empuñadura.

—¿Sí? —inquirió con frialdad.

—Tu padre te convoca. Hay un asunto urgente en casa.

Me quedé tan inmóvil como había estado mi amigo unos momentos antes. Quizá no tuviéramos que ir si me quedaba lo bastante quieto.

—¿Qué clase de asunto? —quiso saber Aquiles.

El hombre se recobró un tanto y recordó que se dirigía a un príncipe.

—Lo siento, mi señor, pero no lo sé. Micenas envió mensajeros a Peleo y vuestro padre tiene intención de dirigirse esta noche al pueblo, y desea contar con vuestra presencia. He traído caballos, os esperan ahí abajo.

Durante un momento solo hubo silencio y casi llegué a pensar que Aquiles iba a negarse, pero al final dijo:

—Patroclo y yo vamos a tener que empaquetar nuestras cosas.

Aquiles y yo anduvimos especulando durante el viaje de vuelta a la cueva acerca de las noticias. Micenas estaba demasiado lejos para nosotros y también su rey, Agamenón, a quien le gustaba llamarse señor de hombres y cuyo ejército, según se decía, era el mayor de todos los reinos de Grecia.

—Sea lo que sea, solo estaremos fuera un par de noches —me informó Aquiles. Asentí, agradecido de oírselo decir. «Solo van a ser un par de días».

Quirón estaba aguardándonos.

—He oído las voces —anunció el centauro con una nota de desaprobación en la voz. Aquiles y yo le conocíamos bien. No le gustaba que nada perturbara la paz de su montaña.

—Mi padre me reclama en casa —explicó Aquiles, aunque añadió—: Solo por esta noche. Espero estar de vuelta pronto.

—Entiendo —repuso Quirón.

Parecía mayor de lo habitual ahí plantado con los cascos gastados sobre la hierba brillante y los flancos de color castaño iluminados por el sol. «¿Se sentirá solo sin nosotros?», me pregunté. Jamás le había visto en compañía de otro centauro. Le habíamos preguntado a ese respecto en una ocasión y el rostro se le había crispado.

—Son unos bárbaros —nos había dicho.

Recogimos nuestras cosas. Yo apenas había traído nada: unas túnicas y una flauta. Aquiles tampoco tenía muchas posesiones más: la ropa, algunas puntas de lanza fabricadas por él y la estatua tallada por mí. Lo guardamos todo en unas bolsas de cuero y acudimos junto a Quirón para despedirnos. Aquiles, siempre más audaz, abrazó al centauro. Le rodeó con los brazos allí donde el pelaje equino daba paso a la carne humana. Detrás de mí, el mensajero de Peleo se removió intranquilo.

—Te pregunté qué harías cuando los hombres te pidieran que luchases con ellos. ¿Lo recuerdas, Aquiles?

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