—Aún no he terminado con Quirón —respondió Aquiles, aguantando la mirada de su progenitor.
—Has estado junto a él más que yo, más que cualquier otro héroe.
—Eso no significa que yo deba acudir corriendo para ayudar a los hijos de Atreo cada vez que pierden a sus esposas.
Pensé que el rey podría sonreír ante esa ocurrencia, mas no lo hizo.
—Menelao está que echa chispas por la pérdida de su esposa, eso no lo dudo, pero es Agamenón quien envía el mensajero. Durante años ha visto enriquecerse y prosperar a Troya, y ahora tiene intención de saquearla. La toma de esa ciudad es una tarea digna de nuestros mayores héroes. Quizás haya mucha gloria a ganar si se navega con él.
—Habrá otras guerras —contestó Aquiles con los labios tensos.
Peleo no asintió, no del todo, pero su rostro asumió la verdad de esa respuesta.
—¿Y qué me dices de Patroclo? Le han llamado a filas.
—Como no es hijo de Menecio, ya no está obligado por ese juramento.
—Eso me parece un tanto forzado —objetó el piadoso Peleo, enarcando una ceja.
—No lo veo yo así —refutó Aquiles, levantando el mentón—. El juramento quedó sin efecto cuando su padre le repudió.
—No deseo ir —apostillé en voz baja.
Peleo nos contempló a ambos durante unos instantes antes de responder:
—No me corresponde a mí decidir algo así. Lo dejaré en vuestras manos.
Noté cómo se aflojaba la presión sobre mí: no tenía intención de revelar mi identidad.
—Aquiles, van a venir a hablar contigo reyes enviados por Agamenón.
En el exterior, más allá de la ventana, resonaba el firme susurro de las olas chapaleando sobre la arena. Percibía el olor a sal.
—Me pedirán que luche —dijo Aquiles. No era una pregunta.
—Sí.
—Y tú deseas que les reciba en audiencia.
—Sí.
Se produjo otro silencio, al término del cual contestó Aquiles.
—No voy a faltarles al respeto ni a ellos ni a ti. Oiré sus razones, pero ya te advierto que no creo que me convenzan.
Advertí que la seguridad de Aquiles sorprendía un poco a Peleo, pero no le disgustaba.
—Eso es algo que no me corresponde decidir a mí —repuso el monarca con voz suave.
El fuego volvió a crepitar, desparramando la savia de la leña.
Aquiles se arrodilló y Peleo puso una mano sobre la cabeza de su hijo. Estaba acostumbrado a ese gesto, pero hecho por Quirón; en comparación con el centauro, la mano de Peleo parecía marchita, surcada por venas trémulas. En ocasiones resultaba difícil recordar que ese hombre había sido un guerrero y había caminado junto a los dioses.
El dormitorio de Aquiles se hallaba tal cual estaba cuando nos fuimos, a excepción hecha del catre; se lo habían llevado en nuestra ausencia, lo cual me alegraba, pues era una excusa de lo más socorrida en caso de que alguien preguntara por qué compartíamos una misma cama. Nos abrazamos mientras pensaba en cuántas noches había permanecido tendido despierto en aquella estancia, amándole en silencio.
Más tarde, Aquiles se acercó a mí y susurró con soñolencia:
—Si tienes que ir, sabes que iré contigo.
Nos dormimos.
L
a luz del sol me despertó al traspasar la piel de mis párpados. Estaba helado. Tenía destapado el hombro derecho, el más próximo al mar, expuesto a la brisa que se colaba por la ventana.
Me había pasado tantas mañanas solo en aquella habitación mientras Aquiles visitaba a su madre que su ausencia no me resultó anómala. Cerré los ojos y me zambullí de nuevo en el batiburrillo de sueños. Transcurrió el tiempo y el sol empezó a calentar con fuerza el alféizar de la ventana. Se habían despertado las aves, los criados e incluso los hombres, cuyas voces, traqueteos y trabajos podía oír procedentes de la playa y el patio de entrenamiento. Me incorporé. Las sandalias de Aquiles descansaban junto a la cama vueltas del revés. Se las había olvidado, lo cual no era raro, ya que solía ir descalzo a casi todas partes.
«Se ha ido a desayunar y me ha dejado dormir», supuse. Una mitad de mí quería quedarse en el dormitorio hasta su regreso, pero eso era cobardía. Ahora tenía derecho a sentarme junto a él y no iba a dejar que las miradas de la servidumbre me lo arrebataran. Me puse una túnica y me marché en su busca.
No se hallaba en el gran salón, atestado de criados dedicados a retirar cuencos y fuentes de sus lugares habituales. Tampoco estaba en la cámara del consejo de Peleo, cuyas paredes estaban adornadas por tapices púrpuras y las armas de los antiguos reyes ftíos. Y tampoco le encontré en la estancia donde solíamos tocar la lira. El arcón donde antaño guardábamos los instrumentos descansaba solitario en el centro de la habitación.
Tampoco estaba fuera de palacio, en los árboles a los que él y yo solíamos trepar. Ni junto al mar, en los salientes rocosos donde esperaba a su madre. Ni en los campos de entrenamiento, donde hombres bañados en sudor a causa del ejercicio entrechocaban sus espadas de madera.
Parece innecesario decir que mi pánico iba en aumento hasta convertirse en algo vivo, poco fiable y sordo a cualquier razonamiento. Empecé a caminar mucho más deprisa y pasé por la cocina, los sótanos y los almacenes llenos de ánforas de vino y aceite. Y aun así, seguía sin encontrarle.
A mediodía me dirigí a los aposentos de Peleo y eso era un buen indicio de mi desasosiego: jamás había hablado con el anciano a solas. Los guardias de las puertas me detuvieron cuando hice ademán de entrar.
—El rey está descansando —me dijeron—. Está solo y no recibe a nadie.
—Pero se trata de Aquiles —repliqué, tragando saliva, en un intento de montar un número que alimentara la curiosidad que advertía en sus ojos—. ¿Le acompaña el príncipe?
—Está solo —repitió uno de ellos.
A renglón seguido fui a ver a Fénix, el viejo consejero que había cuidado de Aquiles cuando era niño. El miedo casi me impedía respirar cuando entre en las dependencias del anciano, una modesta cámara cuadrada ubicada en el corazón de palacio. Sostenía delante de él unas tablillas de arcilla sobre las cuales los guerreros habían garabateado su firma la noche anterior, comprometiéndose a tomar las armas en la guerra contra Troya.
—El príncipe Aquiles… —farfullé. Hablé con voz entrecortada y pastosa por culpa del pánico—. No le encuentro.
Me observó con cierta sorpresa, pues no me había oído entrar en la habitación; su audición no era buena y, cuando nuestras miradas se encontraron, pude advertir que sus ojos legañosos estaban opacos a causa de las cataratas.
—Entonces, Peleo no te lo ha dicho —observó con voz suave.
—No. —Sentí la lengua con una piedra en la boca, tan grande que apenas podía esquivarla y hablar.
—Lo siento —repuso con amabilidad—. Está con su madre. Se lo llevó la noche pasada mientras dormía. Se han ido, pero nadie sabe adónde.
Más tarde advertiría las marcas rojas que yo mismo me había hecho en las palmas de las manos de tanto apretar los dedos. «Nadie sabe adónde». Tal vez al Olimpo, adonde jamás podría seguirle. A África o a la India. O a algún lugar donde no se me ocurriría mirar.
Fénix tuvo la gentileza de guiarme de vuelta a nuestra habitación. Mi mente iba de un pensamiento descabellado a otro con desesperación. Regresaría con Quirón en busca de consuelo. Iría campo traviesa gritando su nombre. Tetis debía de haberle drogado o engañado. Él jamás se habría marchado por voluntad propia.
Una vez que me hube acurrucado en el dormitorio, me lo imaginé todo: Tetis se inclinó fría y blanca sobre nuestros cálidos cuerpos dormidos. Sus uñas rasguñaron la piel de su hijo cuando le alzó en vilo. El cuello de la nereida refulgió plateado a la luz de la luna que se colaba por la ventana. El cuerpo de Aquiles, dormido o hechizado, se balanceó sobre el hombro de Tetis. La diosa le alejó de mí como un soldado arrastra un cadáver. Ella era fuerte, únicamente necesitaba una mano para evitar que cayera.
No necesitaba preguntarme por qué se lo había llevado. Lo sabía. Ella quería separarnos a la primera oportunidad que se le presentara en cuanto hubiéramos bajado de la montaña. Me enojé al comprender lo estúpidos que habíamos sido. Ella lo había hecho, claro que sí, ¿cómo se me había ocurrido que estábamos a salvo y que la protección de Quirón iba a extenderse hasta Ftía, donde nunca había llegado?
La diosa le había llevado a las grutas marinas, donde le enseñaría a despreciar a los mortales, le alimentaría con comida de los dioses y le quemaría la sangre humana hasta que no corriera ni una sola gota por sus venas. Tetis le modelaría hasta convertirle en una de las figuras que se pintan en las cráteras y se loan en las canciones. Lucharía contra Troya. Le imaginé vestido con armadura negra, con un casco oscuro que no dejara ver otra cosa que sus ojos y unas cnémidas o grebas para cubrirle desde debajo de las rodillas hasta la articulación del tobillo. Empuñaba una lanza en cada mano y no me conocía.
El tiempo se plegó sobre sí mismo y se me echó encima hasta enterrarme. Fuera, en el firmamento, la luna fue cambiando de silueta y acabó por recobrar toda su redondez. Dormí poco y comí menos. La culpa me inmovilizaba en la cama como si se tratara de un ancla. Solo me hizo mover el recuerdo hiriente de Quirón. «No renuncies a las cosas con tanta facilidad como hiciste una vez».
Me presenté ante el rey y me arrodillé ante él sobre una alfombra de lana teñida de púrpura. Él hizo ademán de hablar, pero yo era demasiado rápido para él. Le agarré las rodillas con una mano mientras alzaba la otra con la palma abierta para sostenerle el mentón. Era la pose del suplicante. La había visto en numerosas ocasiones, pero jamás la había llevado a cabo. Ahora me hallaba bajo su protección y, de acuerdo con la ley de los dioses, él estaba obligado a tratarme con justicia.
—Dime dónde se encuentra —le imploré.
No se movió. Pude escuchar el ahogado martilleo de su corazón contra las paredes de su pecho. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo íntima que era la suplicación ni lo cerca que estábamos el uno del otro. Sus costillas aguzadas se clavaban contra mi mejilla y también entraba en contacto con sus piernas, cuya piel se había vuelto fina y suave con la edad.
—No lo sé —respondió.
Sus palabras resonaron por toda la cámara e hicieron que los guardias se removieran. Noté el peso de su mirada en la espalda. Los suplicantes eran poco frecuentes en Ftía. Peleo era un rey demasiado benévolo como para tener que apelar a medidas tan desesperadas.
—No te creo —respondí.
—Fuera —dijo al cabo de un momento. La orden iba destinada a los guardias, que se marcharon arrastrando los pies, pero obedecieron y nos dejaron a solas. Entonces, se inclinó hacia delante y me susurró al oído—: Esciro.
Un lugar. Una isla. Aquiles.
Cuando me puse de pie, las rodillas me dolían como si hubiera estado arrodillado mucho tiempo, y tal vez fuera así. Nunca supe cuánto tiempo habíamos pasado a solas en aquel gran salón de los reyes de Ftía. Me puse de pie y pudimos mirarnos el uno al otro, pero él rehuyó mi mirada. Me había contestado porque era un hombre piadoso y yo se lo había pedido como suplicante, y porque los dioses así se lo exigían. No le había quedado otro remedio. Entre nosotros flotaba un cierto embotamiento y algo más pesado, algo similar a la ira.
—Voy a necesitar dinero —le dije, sin saber muy bien de dónde salían aquellas palabras; jamás me había dirigido así a nadie, pero no tenía nada que perder.
—Habla con Fénix. Él te lo dará.
Le hice una simple reverencia con la cabeza cuando debería haber hecho mucho más: debería haberme arrodillado otra vez y haberle dado las gracias de nuevo mientras apoyaba la frente sobre su carísima alfombra, pero no lo hice. La mirada de Peleo se perdió por la ventana abierta. El trazado del palacio ocultaba el mar, pero ambos éramos capaces de oír el lejano siseo de las olas al moverse sobre la arena.
—Puedes irte —me dijo.
Tenía la intención de sonar frío y displicente, o eso me pareció. Deseaba parecer un rey contrariado hablándole a su súbdito, pero todo cuanto oí fue su hastío.
Asentí una vez más y me marché.
El oro facilitado por Fénix habría pagado el pasaje de ida y vuelta a Esciro por dos veces. El capitán del barco me miró fijamente cuando se lo entregué, pero parpadeó varias veces mientras ponderaba su valor y consideraba si eso bastaba para pagarle.
—¿Me llevará?
Mis ansias no eran de su agrado, pues no le gustaba ver desesperación en quienes le solicitaban pasaje. Las prisas y la liberalidad en el pago eran indicios de crímenes ocultos en un posible pasajero, pero el oro era demasiado como para que pusiera objeciones. A regañadientes, profirió un gruñido de aceptación y me envió a mi litera.
Nunca había hecho un viaje por mar con anterioridad y me sorprendió su lentitud. El barco era un mercante de gran bodega que navegaba moroso de una isla a otra, vendía a los más recónditos reinos isleños lana, aceite y muebles del continente. Cada noche atracábamos en un puerto diferente para llenar de agua nuestros toneles y descargar la mercancía. Me pasé los días en la proa de la embarcación, desde donde observaba cómo las olas se alejaban del casco calafateado de nuestra nave, a la espera de que se atisbara tierra. En cualquier otra ocasión, todo aquello me habría encantado: los nombres de las partes del barco, driza, mástil, popa; el color de las aguas; el olor puro de los vientos… Pero yo apenas presté atención a nada de eso. Solo pensaba en esa pequeña isla situada en algún lugar delante de mí y en el chico de cabellos rubios que esperaba encontrar allí.
La bahía de Esciro era tan minúscula que no la vi hasta que hubimos doblado el rocoso anillo septentrional de la isla y estuvimos prácticamente navegando en sus aguas. Nuestra nave apenas cabía entre las dos lenguas de tierra y los marinos contuvieron el aliento, apostados a babor y estribor, desde donde contemplaban las rocas al pasar cerca de ellas. Una vez en el interior, ninguna corriente agitaba las aguas, así que los tripulantes se vieron obligados a bogar para llegar a tierra. La angostura dificultaba mucho la maniobra. No envidiaba el trayecto de salida que aguardaba al capitán.
—Hemos llegado —anunció con hosquedad, pero yo ya había empezado a caminar por la pasarela.
La pared rosácea del acantilado se alzó bruscamente delante de mí. Un sendero de peldaños tallados en la roca caracoleaba hacia arriba en dirección a palacio. Los subí. Al coronar la escalera encontré maleza, cabras y el palacio, un edificio modesto y feote construido la mitad de piedra y la otra mitad con madera. No habría sabido que era el hogar del rey de no haber sido el único edificio a la vista. Me encaminé hacia la puerta, la traspuse y entré.