Dentro, Deidamia se sentaba con mucho remilgo en una silla de cuero y no me quitaba ojo de encima. Había una mesa junto a ella y un pequeño taburete a sus pies. El resto de la estancia estaba vacía. Comprendí entonces que ella había planeado todo aquello, sabedora de las ausencias de Aquiles.
No había allí asiento alguno para mí, así que permanecí de pie. Vi una segunda puerta más pequeña; supuse que conduciría al dormitorio de Deidamia.
Ella clavó en mí sus ojos brillantes como los de un ave. No había nada inteligente que decir, así que solté una tontería:
—Querías hablar conmigo.
La princesa bufó un poco con desdén.
—Sí, Patroclo, quería hablar contigo.
Aguardé, mas ella no despegó los labios; se limitó a estudiarme mientras tabaleaba el brazo de su silla con un dedo. Lucía un vestido más holgado de lo habitual; esta vez no lo llevaba ceñido a la cintura, como hacía a menudo para mostrar su buen talle. Llevaba suelta la melena y la echaba hacia atrás gracias a una suerte de horquillas de marfil sujetas a la altura de las sienes. Ladeó la cabeza y me sonrió.
—Ni siquiera eres apuesto, eso es lo más extraño. Eres bastante vulgar.
Ella siguió el hábito de su padre y esperó a ver si recibía una réplica. Me sonrojé. «Debo decir algo», pensé, y me aclaré la garganta, pero ella me fulminó con la mirada al intuir que iba a hablar y me dijo:
—No te he dado licencia para hablar. —Me sostuvo la mirada durante un momento, como para cerciorarse de que no iba a desobedecerla, y prosiguió—: Lo encuentro raro. Mírate. —Se levantó y con paso rápido salvó la distancia existente entre nosotros—. Eres cuellicorto y tu pecho es fino como el de un niño. —Me señaló con ademán desdeñoso—. ¿Y tu cara? —Hizo una mueca—. Qué fea. Mis mujeres están de acuerdo, lo piensa incluso mi padre. —Entreabrió los preciosos labios rojos, mostrando sus dientes blancos. La princesa nunca había estado tan cerca de mí. Olía a algo dulce, como flor de acanto. Se aproximó un poco más, lo cual me permitió ver que su pelo no era solo negro, sino que tenía hebras con diferentes matices de precioso color castaño.
—¿Y bien? ¿Qué dices? —preguntó con los brazos en jarras.
—No me has dado permiso para hablar.
—No seas idiota —soltó con el rostro brillante a causa de la ira.
—Yo no…
Me abofeteó. Tenía una mano menuda… y una fuerza sorprendente, tanto que me puso la cara del revés. La piel me hormigueó y el labio me palpitó allí donde me había dado con el anillo. No me habían pegado de ese modo desde niño. Los chicos no solíamos recibir bofetadas, a menos que el padre quisiera mostrar descontento. Como el mío. Eso me causó una verdadera impresión y no habría sido capaz de hablar ni aun sabiendo qué decir.
Ella hizo un gesto agresivo, mostrando los dientes, como si me desafiara a devolverle el golpe, y cuando vio que yo no iba a hacerlo, una expresión triunfal le cambió el semblante.
—Cobarde, eres tan pusilánime como feo. Y medio tonto además, según he oído decir. ¡No lo comprendo! No tiene sentido que él… —De pronto, se detuvo y la comisura de los labios se vino abajo, como si el anzuelo de un pescador hubiera tirado de ella. Me dio la espalda y se quedó en silencio.
Transcurrió un instante. Podía oír el sonido de sus inspiraciones cada vez más pausado, lo cual me hizo suponer que no estaba llorando. Yo conocía ese truco para controlar el llanto. Lo había usado en alguna ocasión.
—Te odio —me dijo con voz pastosa, pero habló sin fuerza.
Se alzó en mí una oleada de conmiseración que enfrió el calor de mis mejillas coloradas. Recordé lo difícil que es sobrellevar la indiferencia. Le oí tragar saliva y se llevó una mano a la cara, como si fuera a echarse a llorar.
—Me marcho mañana. Eso debería hacerte feliz. Mi padre quiere empezar mi confinamiento enseguida. Dice que ser vista en estado de buena esperanza antes de que se sepa que estaba casada solo me cubriría de oprobio.
Confinamiento. Aprecié una nota de amargura en su voz cuando pronunció esa palabra. Estaría en alguna casita en el límite de los dominios de Licomedes. No podría danzar ni tendría compañeras con las que hablar. Estaría sola con alguna criada mientras el vientre no dejaba de crecerle.
—Lo siento mucho —dije.
Ella no me respondió. Contemplé el suave abultamiento de su preñez debajo de su camisola blanca y di un paso hacia ella, pero me detuve. Había tenido la intención de tocarla, de acariciarle el pelo para proporcionarle un poco de consuelo, pero eso no iba a confortarla, no si lo hacía yo. Dejé caer la mano y la mantuve pegada a un costado.
Permanecimos de esa guisa durante algún tiempo. El sonido de nuestra respiración llenó la cámara. Cuando se volvió, tenía el rostro rojo de tanto llorar.
—Aquiles no me mira. —La voz le tembló un poco—. Ni siquiera mira al niño que llevo en las entrañas, su hijo. Soy su esposa. ¿Sabes… por qué lo hace?
Era una pregunta infantil, como preguntar por qué llueve hacia abajo o por qué no se detiene jamás el movimiento del mar. Me sentí mayor que ella, aun no siendo el caso.
—No lo sé —le respondí con un hilo de voz.
Deidamia puso cara de pocos amigos.
—Eso es mentira. Tú eres la razón. Tú te harás a la mar con Aquiles y él se irá de aquí.
Sabía muy bien qué era estar solo y conocía la sensación de sentir la buena fortuna del prójimo como el golpe de una aguijada, pero no había nada que yo pudiera hacer.
—Debería irme —dije con el mayor tacto posible.
—No. —Deidamia se desplazó con celeridad para bloquearme el paso por la puerta—. No puedes. Llamaré a la guardia si lo intentas —amenazó. Hablaba tan deprisa que las palabras se le atropellaban—. Diré que me has atacado si lo haces.
Al final se impuso la compasión hacia ella. Incluso aunque los llamara y ellos la creyeran, ellos no iban a poder ayudarla. Era el compañero de Aquiles y, por tanto, invulnerable.
Mi rostro debió de reflejar cuáles eran mis sentimientos, ya que Deidamia retrocedió como si la hubiera herido, y volvió a acalorarse.
—Te enfada que se haya casado conmigo y nos hayamos acostado. Estás celoso. Y tienes razón. —Alzó la barbilla, como tenía por costumbre—. No fue solo una vez.
«Fueron dos». Aquiles me lo había contado. Ella se creía con el poder de abrir una brecha entre nosotros cuando en realidad no tenía nada.
—Lo siento —repetí. No tenía nada mejor que decir. Él no la quería y jamás lo haría.
Como si me hubiera leído el pensamiento, el semblante se le descompuso y, gota a gota, sus lágrimas cayeron sobre el suelo, convirtiendo en negro el color gris de las losas.
—Déjame ir a por tu padre, o alguna de tus mujeres.
—Por favor —susurró, alzando los ojos hacia mí—, no te vayas, por favor.
La princesa temblaba como un recién nacido. Sus heridas hasta ese momento habían sido superficiales y siempre había habido alguien para ofrecerle consuelo. Ahora estaba sola en el gabinete de su dolor: aquella habitación de paredes desnudas y una única silla.
Me acerqué a ella casi sin querer. Deidamia soltó un pequeño suspiro, como si fuera una niña dormida, y se abandonó con gratitud en el arco de mis brazos extendidos, humedeciéndome la túnica con sus lágrimas. La sostuve por las curvas de su cintura, sentí su calor y la suave piel de sus brazos. Quizás Aquiles la había sostenido justo de la misma manera, pero él estaba demasiado fuera de lugar, su brillo no tenía cabida en esa habitación apagada y ajada. La joven apretó contra mi pecho su rostro ardiente, como si tuviera fiebre. Todo cuando podía ver de ella era su coronilla, la espesa cascada de su centelleante pelo negro y el pálido cuero cabelludo que había dejado.
Los sollozos de la joven remitieron al cabo de un tiempo; entonces se acercó más a mí. Sentí la caricia de sus manos en la espalda y todo su cuerpo en contacto con el mío. Al principio no comprendí sus intenciones, pero luego sí.
—No deseas hacer esto —aduje mientras hacía ademán de retroceder, pero ella me sujetaba con demasiada fuerza.
—Sí —respondió. La intensidad de sus ojos casi me asustó.
—Deidamia. —Intenté usar el mismo tono de voz que había hecho ceder a Peleo—. Los centinelas están ahí fuera, no debes…
Pero ahora estaba tranquila y segura.
—No nos molestarán.
Hice un esfuerzo para tragar saliva, pues tenía la garganta seca a causa del pánico.
—Aquiles me estará buscando.
Ella sonrió con tristeza.
—No va a mirar aquí. —Me tomó de la mano—. Ven —me instó, y me arrastró hacia la puerta de su dormitorio.
A petición mía, Aquiles me había hablado de las noches que yacieron juntos. No le resultó violento hacerlo, pues entre nosotros no había nada prohibido. Según me dijo, Deidamia tenía un cuerpo suave y pequeño como el de un chiquillo. La princesa había acudido a su celda de noche y en compañía de su madre; se tendió en la cama junto a él. Tuvo miedo de haberla herido. Fue algo muy rápido y ninguno de los dos habló. Se quedó sin palabras cuando tuvo que describir el denso y fuerte olor que desprendía la humedad procedente de entre las piernas de Deidamia.
—Era algo graso, como el aceite.
Sacudió la cabeza cuando le insistí aún más.
—En realidad, no puedo acordarme, pues estaba a oscuras y no era posible ver nada. Y yo quería que se acabara. —Aquiles me acarició la mejilla y dijo—: Te echaba de menos.
La puerta se cerró detrás de nosotros y nos quedamos a solas en una modesta habitación. Las paredes estaban llenas de tapices y el suelo estaba cubierto por pieles de oveja. Había una cama colocada junto a la ventana para aprovechar al máximo el soplo de la brisa.
Se deslizó el vestido por encima de la cabeza y lo dejó caer sobre el suelo.
—¿Me encuentras hermosa? —inquirió.
Le agradecí mucho que me hiciera una pregunta de fácil respuesta.
—Sí.
Era menuda y de constitución exquisita, salvo el más nimio abultamiento del vientre, allí donde se gestaban los niños. Mis ojos se sintieron atraídos hacia lo que nunca antes había visto, un pequeño triángulo alfombrado de finos vellos que subían ligeramente. Ella me vio mirar y me tomó de la mano para guiarme hasta ese lugar, que irradiaba el mismo calor que las ascuas del hogar.
Bajo las yemas de los dedos se deslizaba una piel cálida, delicada, tan frágil que me daba miedo rasgarla con el simple roce. Con la otra mano le acaricié la mejilla y recorrí la tersura de su piel debajo de los ojos, donde pude ver algo terrible: no había esperanza ni placer, solo determinación.
Estuve a punto de huir, pero no soportaba la idea de ver su rostro ajado por otra pena más, otra decepción, otro chico que no le daba lo que quería, y por eso permití que sus manos siguieran tanteando, me arrastraran hasta el lecho y me guiaran entre sus muslos, donde la delicada piel se separaba y lentamente fluían unas cálidas gotas. Hice ademán de retroceder al hallar una cierta resistencia, pero ella negó con la cabeza bruscamente. Tenía tensa la carita y apretaba los dientes como si estuviera combatiendo el dolor. Los dos experimentamos un gran alivio cuando la piel se relajó y cedió; entonces, me deslicé dentro de su cálida vaina.
No voy a decir que no estaba excitado: me embargaba una tensión que crecía lentamente, muy diferente del deseo intenso y firme que despertaba en mí Aquiles. Ella se percató enseguida de mi languidez y se sintió herida. «Más indiferencia». Por eso, moví las caderas, profería gemidos de placer y apreté mi pecho contra los suyos, aplastándole los senos suaves y pequeños con el peso de mi cuerpo.
Entonces ella se sintió satisfecha y de pronto empezó a moverse y empujar con más y más fuerza, y los ojos le brillaban con más intensidad cada vez que se me aceleraba la respiración. Y cuando en mi interior se alzó lentamente la marea, me pasó sus piernas pequeñas pero firmes por detrás, y se puso a corcovear para que yo entrara a fondo en ella, arrastrándome hasta el clímax de placer.
Después de eso yacimos sin aliento, juntos, pero sin tocarnos. Poco a poco se le ensombreció el semblante, se mostró cada vez más distante, y permaneció en una postura extraña y forzada. Yo tenía todavía la mente nublada por el orgasmo y alargué una mano para cogerla. Al menos podía ofrecerle eso.
Pero ella se apartó de mi lado, se levantó y empezó a mirarme con ojos llenos de prevención. Sus ojeras eran tan pronunciadas que parecían cardenales. Empezó a vestirse. Sus nalgas redondeadas con forma de corazón parecían mirarme con aire de reproche. No llegué a entender lo que ella quería, pero sí que no se lo había dado. Me incorporé y me puse la túnica. La habría tocado y también le habría acariciado el rostro, pero me mantuvo lejos esa mirada suya fulminante e intensa. Me dirigí con abatimiento hacia el umbral.
—Espera —me llamó con voz áspera; me volví—. Despídeme de él.
Después cerré, poniendo una puerta de gruesos tablones oscuros entre nosotros.
En cuanto encontré a Aquiles otra vez, me lancé con alivio al gozo existente entre nosotros para liberarme de la tristeza y el dolor de Deidamia.
Más tarde, casi me convencí de que nada de eso había pasado, como si hubiera sufrido una vívida pesadilla, fruto de las descripciones de Aquiles y un exceso de imaginación por mi parte, pero no era esa la verdad.
D
eidamia se marchó a la mañana siguiente, tal y como había anunciado.
—Se ha ido a visitar a una tía —informó Licomedes a la corte durante el desayuno con voz monótona.
Si alguien tenía alguna pregunta, no se atrevió a formularla. Estaría ausente hasta que naciera el hijo y entonces podríamos llamar padre a Aquiles.
Por raro que pareciera, las jornadas en la isla se nos antojaban ahora una pérdida de tiempo. Aquiles y yo pasábamos el mayor tiempo posible lejos de palacio y nuestro júbilo, tan explosivo durante los días siguientes a nuestro reencuentro, se había visto sustituido por la impaciencia. Deseábamos marcharnos y retomar nuestras vidas en Pelión o en Ftía. Nos sentíamos sospechosos y culpables de la marcha de la princesa: todos los miembros de la corte nos fulminaban con la mirada de forma muy incómoda y Licomedes ponía cara de pocos amigos cada vez que nos veía.
Y además estaba el asunto de la guerra, de cuyas nuevas teníamos noticia incluso allí, en la remota y olvidada isla de Esciro. Los antiguos pretendientes de Helena habían hecho honor a su promesa y ahora la flota de Agamenón estaba abarrotada de miembros de la realeza. Se decía de él que había logrado lo que nadie había sido capaz hasta entonces: unir a nuestros quisquillosos reinos en una causa común. Me acordaba de él: un tipo de melena enmarañada y semblante adusto y sombrío. A los ojos del niño de nueve años que había sido, su hermano Menelao era el más memorable de los dos, pero Agamenón era el mayor, y sus ejércitos, más numerosos; él lideraría la expedición a Troya.