Ocurrió una mañana en las postrimerías del otoño, aun cuando no lo parecía, pues en el lejano sur los árboles no perdían las hojas y el aire de la mañana no venía cargado de frío. Nos demoramos en una roca escindida desde la que podía dominarse la infinitud del horizonte, observando morosamente el paso de los barcos y los fogonazos de los dorsos de los delfines cuando saltaban. Nos pusimos a lanzar guijarros desde el risco y nos inclinábamos para ver cómo iban deslizándose sobre la cara de piedra. Nos hallábamos a tal altura que no oíamos el ruido cuando chocaban contra las rocas del fondo.
—Ojalá tuviera la lira de tu madre —deseó.
—Pues sí. —Pero estaba en Ftía, se había quedado atrás, con todo lo demás. Permanecimos en silencio, rememorando la dulzura de la música procedente de sus cuerdas.
De pronto, Aquiles se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿Qué es aquello?
Entrecerré los ojos para ver mejor. El sol flotaba sobre la línea del horizonte de forma diferente ahora que era casi invierno y sus rayos parecían incidir en mis ojos desde todos los ángulos.
—No sabría decirte… —Fijé los ojos en la neblina instalada allí donde el mar se desvanecía en el cielo. Había una mancha lejana; podía ser un barco y también un engaño óptico causado por el brillo del sol sobre las aguas—. Si es una nave, traerá noticias —dije con ese pellizco ya habitual en el estómago. Cada vez temía más la noticia de que se había emprendido la búsqueda del último pretendiente de Helena, el que había roto su juramento. Yo era muy joven en aquel entonces. No entendía que ningún líder desearía que se supiera que alguien no acataba sus órdenes.
—Lo es, sin la menor duda —aseguró Aquiles. Ahora el borrón estaba más cerca. La nave debía moverse muy deprisa. El gris azulado del mar desdibujaba cada poco tiempo los colores brillantes de la vela—. No es un barco mercante. —Las naves dedicadas al comercio solían usar velas blancas únicamente por ser útiles y baratas. Un hombre debía ser rico de veras para malgastar el tinte en la lona de sus embarcaciones. Los emisarios de Agamenón usaban velas carmesíes y púrpuras, símbolos tomados de las casas reales de oriente. El velamen de aquel barco era amarillo con algunas volutas negras.
—¿Reconoces esos motivos? —quise saber.
Aquiles negó con la cabeza.
Observamos la maniobra del barco para entrar en el angosto acceso a la bahía de Esciro y luego varar en la arena. La tripulación dejó caer una tosca ancla de piedra y acto seguido sacaron una pasarela desde la borda. Nos encontrábamos demasiado lejos para apreciar con precisión a los muchos hombres de a bordo, más allá de que eran pelinegros.
Permanecimos allí todo el tiempo posible. A continuación, Aquiles se incorporó y recogió sus cabellos sueltos al viento debajo de un pañuelo. Hundí las manos en los pliegues de su vestido para ajustárselo mejor a la altura de los hombros y ceñirle cinturones y lazos. Ya no me extrañaba tanto verle con ese atavío. Aquiles se inclinó para darme un beso una vez hubimos terminado. El suave contacto de sus labios sobre los míos removió mi pasión. Él se dio cuenta al instante gracias al brillo de mis ojos y sonrió.
—Luego —me prometió.
Después se dio la vuelta y bajó por el sendero, de vuelta al palacio. Se dirigiría al ala de las mujeres y permanecería allí, entre telares y vestidos, hasta que se hubiera ido el mensajero.
Sentí detrás de los ojos cómo se formaban los albores de una jaqueca, así que me dirigí a mi cuarto, fresco y oscuro, donde eché los postigos para impedir el paso del sol de mediodía y me quedé dormido.
Me despertó un golpe en la puerta. Quizá fuera un siervo. O Licomedes.
—Adelante —respondí con los ojos aún cerrados.
—Es un poco tarde para eso —respondió una voz con una nota divertida, seca como las maderas que la marea arrastraba hasta la playa. Me incorporé y abrí los ojos a tiempo de ver a un hombre de pie en el quicio de la puerta abierta. Era un sujeto fornido y musculoso; lucía una barba muy corta, al estilo de los filósofos; era de color castaño oscuro con alguna hebra roja. Me sonrió, y pude apreciar las líneas que otras sonrisas habían marcado. En él era un gesto fácil y practicado, y eso removió un recuerdo en mi memoria—. Pido perdón si te he molestado —se disculpó con voz agradable y bien modulada.
—No importa —respondí, cauteloso.
—Esperaba poder tener la ocasión de conversar contigo. ¿Te importa si me siento? —Señaló una silla con la palma abierta de la mano. Había pedido permiso con toda cortesía y no encontré razón para negarle lo que pedía a pesar de mi desasosiego, así que asentí.
Acercó el asiento hacia sí. Tenía manos tan callosas y ásperas que no habría parecido extraño que hubieran sostenido un arado, pero, a pesar de todo, sus modales delataban un origen noble. Me levanté y abrí los postigos con la esperanza de librarme del sopor que me embargaba. No se me ocurría razón alguna por la que ningún hombre deseara ni un momento de mi tiempo, a menos que hubiera venido a reclamarme la observancia de mi juramento. Me di la vuelta para enfrentarme a él.
—¿Quién eres? —inquirí.
El desconocido se echó a reír.
—Una magnífica pregunta. He sido muy grosero al irrumpir en tu dormitorio de esta manera. Soy uno de los capitanes del gran rey Agamenón. Viajo de una isla a otra para convencer a jóvenes prometedores, como tú —dijo, y me señaló con una inclinación de cabeza—, de que se unan a nuestro ejército contra Troya. ¿Has oído hablar de la guerra?
—Algo he oído.
—Bien.
Sonrió y estiró las piernas delante de su posición. La luz mortecina de la tarde incidió sobre sus piernas, revelando una cicatriz rosácea que iba desde la pantorrilla derecha hasta la rodilla. «Una cicatriz escarlata». El estómago me dio un vuelco como si caminase por el mismo borde del acantilado más alto de Esciro sin otra cosa debajo que una larga caída hasta el mar. Era Ulises.
Dijo algo, pero no le oí. En mi mente, había regresado al salón de Tindáreo y recordaba aquellos negros ojos suyos a los que nada se les escapaba. ¿Sabría Ulises quién era yo? Observé su semblante, pero en él únicamente vi una expresión de expectación y una cierta perplejidad. «Está esperando a que le responda», recordé. Hice un esfuerzo por dominar el miedo.
—No te he escuchado, lo siento. ¿Qué me decías?
—¿Te interesa unirte a nuestra lucha?
—Dudo que me queráis con vosotros. No soy muy buen soldado.
Frunció los labios con acritud.
—Es curioso. Nadie parece serlo cuando yo acudo. —Su tono era desenfadado. Su frase era una broma compartida, no un reproche—. ¿Cómo te llamas?
—Quirónides. —Intenté parecer tan tranquilo como él.
—Quirónides —repitió. Observé su semblante en busca de algún indicio de incredulidad, pero no lo vi. La tensión de mis músculos aminoró un poco. No me reconocía, por supuesto que no. Había cambiado mucho desde los nueve años.
—Bueno, Quirónides, Agamenón promete oro y gloria a todos cuantos luchen por él. La campaña tiene pinta de ser corta. Habremos vuelto a casa para el próximo otoño. Estaré por aquí unos cuantos días y espero que te lo pienses.
Dejó caer las manos sobre las rodillas con aire tajante y se puso en pie.
—¿Eso es todo? —Yo había esperado por su parte una larga tarde de presión y persuasión.
—Sí, eso es todo. ¿Te veré en la cena?
Asentí. Hizo ademán de irse, pero de pronto se detuvo.
—Es raro, ¿sabes? Sigo creyendo que te he visto antes.
—Lo dudo —me apresuré a decir—. Yo no te reconozco.
Me estudió durante unos momentos y luego se encogió de hombros, rindiéndose.
—Debo de confundirte con otro joven. Ya conoces el dicho: a más años, menos memoria. —Se rascó la barba con aire pensativo—. ¿Quién es tu padre? Tal vez sea a él a quien conozca.
—Soy un exiliado.
Hizo un gesto de comprensión.
—Lamento saberlo. ¿De dónde vienes?
—De la costa.
—¿Norte o sur?
—Sur.
Sacudió la cabeza, compungido.
—Habría jurado que eras del norte. De algún lugar próximo a Tesalia, diría yo, o de Ftía. Pronuncias las vocales muy abiertas, como suelen hacer por allí.
Tragué saliva. Las consonantes de Ftía eran las más duras de toda Hélade y las vocales, las más abiertas. Yo lo había encontrado horroroso hasta que oí hablar a Aquiles. No me había dado cuenta de lo mucho que se me había pegado el acento.
—N-no lo sa-sabía —musité. El corazón me latía desbocado. Ojalá se fuera pronto.
—La información inútil es mi maldición, me temo. —Volvía a sonar despreocupado, y esbozó esa sonrisa fácil suya—. No olvides venir a buscarme si decides que quieres unirte a nosotros o si conoces a cualquier otro joven con quien yo pudiera hablar.
La puerta se cerró con un clic tras su marcha.
La campana de la cena ya había sonado y los pasillos estaban llenos de criados con fuentes y sillas. Mi visitante ya estaba en el salón cuando yo entré. Se sentaba entre Licomedes y otro hombre. El rey se percató de mi llegada.
—Quirónides, te presento a Ulises, señor de Ítaca.
—Gracias sean dadas a los dioses por darnos anfitriones —respondió Ulises—. Solo después de irme me di cuenta de que no te había dicho mi nombre.
«Y yo no te lo pregunté porque lo sabía». Eso había sido un error, pero no irreparable. Puse unos ojos como platos y pregunté:
—¿Eres un rey?
Me apresuré a dejarme caer sobre una rodilla, representando mi mejor gesto de sorprendido homenaje.
—De hecho, en realidad, solo es un príncipe —precisó una voz, arrastrando las palabras—. El único que es rey soy yo.
Alcé la vista para encontrarme con los ojos del tercer hombre; eran de un castaño tan luminoso que parecían amarillos, y muy penetrantes. Este invitado llevaba una barba negra muy corta y enfatizaba los rasgos angulosos de su semblante con un afilado mentón.
—Este es Diomedes, rey de Argos —terció Licomedes—, un camarada de Ulises. —Y otro pretendiente de Helena, aunque solo me acordaba de su nombre.
—Mi señor. —Le hice una reverencia. No me dio tiempo a temer ser reconocido. Ya había dejado de mirarme.
—Bueno, ¿comemos? —preguntó Licomedes, señalando la mesa con un ademán.
Varios consejeros del monarca anfitrión se reunieron con nosotros en la mesa y yo me camuflé muy a gusto entre ellos. Ulises y Diomedes nos ignoraron, absortos en su conversación con Licomedes.
—¿Y cómo está Ítaca? —preguntó el rey de Esciro con amabilidad.
—Muy bien, gracias —contestó Ulises—. Allí he dejado a mi esposa y a mi hijo, ambos gozando de excelente salud.
—Pregúntale por su mujer —intervino Diomedes—, le encanta hablar de ella. ¿Has oído cómo se conocieron? Es su historia favorita. —Había en su voz una nota cortante apenas disimulada. Los comensales de mi alrededor dejaron de prestar atención a la comida para mirar.
Licomedes parecía estar atrapado entre ambos invitados, pero se aventuró a preguntar:
—Dime, príncipe de Ítaca, ¿cómo conociste a tu esposa?
Si el interpelado percibió la tensión reinante, no lo demostró.
—Eres muy amable por preguntarlo. Estoy seguro de que recordarás cuando Tindáreo buscó un marido para su hija Helena, le salieron pretendientes de todos los reinos.
—Yo no fui: ya estaba casado —respondió el rey de Esciro.
—Por supuesto, y estos eran demasiado jóvenes, me temo. —Me dedicó una sonrisa y luego centró su atención otra vez en Licomedes—. Yo tuve la fortuna de llegar el primero de todos. El monarca me invitó a cenar con su familia: Helena, su hermana Clitemnestra y la prima de ambas, Penélope.
—¿Invitar…? —se mofó Diomedes—. ¿Así es como se llama ahora a colarse entre los helechos para espiarlas?
—Estoy seguro de que el príncipe de Ítaca no haría algo así —rebatió Licomedes con gesto de desaprobación.
—Aprecio tu fe en mí, pero, por desgracia, sí, eso fue lo que hice. —Dedicó una jovial sonrisa al señor de Esciro—. De hecho, fue Penélope quien me pilló. Según me dijo, me había estado observando cerca de una hora y pensó que debía adelantarse antes de que me hiciera daño entre los espinos. La situación fue un tanto incómoda, por supuesto, pero en el curso de la cena pude ver que Penélope era tan inteligente como sus primas, e igual de bella, así que…
—¿Tan hermosa como Helena? —le interrumpió Diomedes—. ¿Y entonces por qué llegó soltera a los veinte?
—Estoy seguro de que no vas a pedir a ningún hombre que compare desfavorablemente a su esposa con ninguna otra mujer —repuso Ulises con voz dulce.
Diomedes puso los ojos en blanco y volvió a limpiarse los dientes con la punta del cuchillo.
—Así pues, en el transcurso de nuestra conversación, tuve claro que la dama Penélope me favorecía —le dijo Ulises a Licomedes.
—No por tus pintas, eso desde luego —apostilló Diomedes.
—Ciertamente, no —convino Ulises—. Ella me preguntó por el regalo de bodas que le haría a mi prometida. «Un tálamo nupcial del mejor roble», le contesté yo, muy galante, pero esa respuesta no la satisfizo. «Un lecho de boda no debe estar hecho de madera muerta y seca, debe ser algo verde y vivo», esa fue su réplica. «¿Vendrías conmigo si yo fuera capaz de hacer una cama así?», le pregunté, a lo que ella me contestó…
El rey de Argos profirió un ruido de disgusto.
—Esta historia tuya del tálamo conyugal me da vomitera…
—Entonces, quizá no debiste sugerir que la contara…
—Y tal vez tú deberías preparar historias nuevas para no andar jodiéndome hasta que la palme de aburrimiento.
Licomedes se quedó sorprendido: el lenguaje obsceno quedaba reservado para los cuartos de los criados y los campos de entrenamiento, no para las cenas de Estado, pero Ulises se limitó a sacudir la cabeza con tristeza.
—En verdad, los argivos se vuelven más bárbaros conforme pasan los años. Licomedes, muéstrale al rey de Argos un poco de civilización. Espero poder ver a las famosas bailarinas de tu isla.
Licomedes tragó saliva.
—Sí, no había pensado… —Enmudeció y luego empezó otra vez con la más regia voz de que fue capaz—. Si así lo deseáis…
—Sí. —Esta vez fue Diomedes quien contestó.
—Bien. —Los ojos del monarca fueron raudos de un invitado a otro. Tetis le había ordenado mantener a las mujeres lejos de todas las visitas, pero rehusar a esa petición habría resultado bastante sospechoso. Se aclaró la garganta con el fin de sonar decidido y dijo—: Bueno, llamémoslas entonces.