—¿De qué me hablas?
—De Briseida —repliqué, mirándole fijamente.
Aquiles me devolvió la mirada. No pude advertir el parpadeo de alguna emoción en sus ojos.
—Nada puedo hacer por ella —contestó al fin—. Agamenón deberá pagar las consecuencias si elige ese camino.
Tuve la sensación de caer en las honduras del océano con dos pesados lastres atados a los pies.
—No vas a dejar que se la lleve.
Se volvió sin mirarme.
—Esa elección es de Agamenón. Ya le dije lo que ocurrirá si lo hace.
—Sabes lo que le hará a Briseida.
—Agamenón decide —repitió—. ¿No iba a privarme de mi honor? ¿No iba a castigarme? ¡Que se atreva!
Un fuego interior le iluminaba los ojos.
—¿No vas a ayudarla?
—No hay nada que yo pueda hacer —respondió de modo terminante.
Me abrumó el vértigo, como si estuviera bebido; no era capaz de hablar ni de pensar. Jamás me había enfadado con él y ahora no sabía cómo hacerlo.
—Ella es una de nosotros. ¿Cómo puedes dejar que se la lleve? ¿Dónde está tu honor? ¿Cómo puedes dejar que Agamenón la deshonre?
Y entonces, de pronto, lo entendí todo, y la náusea se apoderó de mí. Me volví hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—He de avisarla —respondí feroz con voz rasposa—. Tiene derecho a conocer tu elección.
Me detuve un instante ante la tienda de Briseida antes de retirar las pieles de la puerta.
—¡Briseida! —me oí llamarla.
—¡Adelante! —me invitó con voz cálida, parecía complacida. Durante la plaga no habíamos tenido tiempo de hablar más allá de lo imprescindible.
Dentro, ella estaba sentada en un taburete y en su regazo sostenía maza y mortero. En el aire flotaba un olor a nuez moscada. Sonreía.
Me retorcí de pena y dolor. ¿Cómo iba a decirle lo que sabía?
—Yo…
Intenté hablar, pero me detuve. Dejó de sonreír al ver mi cara desencajada, se levantó y enseguida acudió a mi lado.
—¿Qué ocurre? —Presionó la fría piel de su muñeca sobre mi frente—. ¿Se encuentra bien Aquiles? ¿Estás enfermo?
Sí, enfermo de vergüenza, pero ahora no había tiempo para la autocompasión. Venían a por ella.
—Ha pasado algo —anuncié. La lengua pastosa se me pegaba a la boca y las palabras no me salían con facilidad—. Aquiles se dirigió hoy a los hombres y les dijo que Apolo enviaba la plaga.
—Eso pensábamos. —Asintió y puso la mano sobre la mía para confortarme. Casi no pude continuar.
—Pero Agamenón no…, y ahora se ha enfadado. Aquiles y él han discutido y ahora el gran rey quiere castigarle.
—¿Castigarle? ¿Cómo? —Entonces advirtió algo en mis pupilas y su rostro se quedó inexpresivo—. ¿Qué ocurre?
—Ha enviado hombres a por ti.
Advertí la llamarada de pánico en sus ojos por mucho que intentó ocultarla.
—¿Qué va a suceder?
Sentí una vergüenza corrosiva que me consumía los nervios. Era como una pesadilla de la que esperaba despertar de un momento a otro, pero no había nada de que despertar, era verdad. Aquiles no iba a ayudar.
—Él…
No fui capaz de decir nada más, pero eso bastó, ella lo supo. Cerró la mano derecha sobre el vestido ajado y rasgado tras el durísimo trabajo de los nueve días anteriores. Gracias a un ímprobo esfuerzo logré farfullar palabras que pretendían ser de consuelo; le dije que la traeríamos de vuelta, que todo iba a ir bien. Mentiras, todo mentiras. Los dos sabíamos lo que iba a suceder en la tienda de Agamenón, y también Aquiles, pero aun así la enviaba allí.
Mi mente se llenó de imágenes apocalípticas y de cataclismo. Deseé que hubiera terremotos, erupciones, diluvios. Solo esos desastres parecían capaces de contener toda mi pena y mi rabia. Deseaba tener el mundo patas arriba y aplastado a mis pies.
Fuera sonó un cuerno. Ella se llevó la mano a la mejilla y se enjugó las lágrimas.
—Vete, por favor —susurró.
A
lo lejos, dos hombres caminaban por la estrecha lengua de arena. Enarbolaban el emblema púrpura de Agamenón con el símbolo de los heraldos grabado en las túnicas. Les conocía, eran Taltibio y Euríbates, los principales emisarios de Agamenón; se les tenía por hombres discretos que gozaban de la confianza del gran rey. Se me formó un nudo de odio en la garganta. Deseé verlos muertos.
Los heraldos se acercaron entre las miradas furibundas de los guardias mirmidones, que hacían resonar sus armaduras de forma amenazadora. Se detuvieron a diez pasos de nosotros, parecieron pensar que eso bastaría para escapar si Aquiles perdía los nervios. Me permití regodearme en una serie de imágenes sanguinarias: Aquiles se les echaba encima, les retorcía el pescuezo y los dejaba sobre el suelo, desmadejados como conejos muertos entre las manos del cazador.
Tartamudearon un saludo sin dejar de mover los pies y con la mirada gacha.
—Hemos venido a hacernos cargo de la custodia de la chica —dijeron a continuación.
El
aristós achaion
contuvo la rabia y les contestó con sarcasmo y fría acritud. Toda aquella representación suya de gracia y tolerancia me hizo rechinar los dientes. A Aquiles le gustaba dar esa imagen de sí mismo, la del joven ofendido que acepta estoicamente el despojo de su premio de guerra y sufre el martirio delante de todo el campamento. Oí mi nombre y vi que todos me miraban. Debía ir en busca de Briseida.
Ella me estaba esperando con las manos vacías, pues no iba a llevarse nada.
—Lo siento —musité.
Ella no me dijo «Todo va bien», porque no lo iba. Percibí la cálida dulzura de su respiración mientras se inclinaba hacia delante y me rozaba los labios con los suyos. Luego, siguió adelante y se marchó.
Taltibio le cogió de un brazo y Euríbates del otro. Ambos hundieron los dedos en la piel de Briseida, y no con suavidad precisamente. Tiraron de ella, deseosos de alejarse cuanto antes de nosotros, obligándola a elegir entre moverse o caer. La anatolia se volvió hacia nosotros. Quise conjurar la desesperación de sus ojos y miré fijamente a Aquiles, con la esperanza de que levantara la vista y cambiara de idea, pero no lo hizo.
Salieron del campamento a toda prisa y poco después apenas fui capaz de distinguir sus figuras de las de otras siluetas oscuras que caminaban por la playa, comiendo, paseando y cuchicheando sobre la enemistad de sus reyes. La ira me consumió con la misma facilidad que un incendio devora los matorrales.
—¿Cómo puedes dejar que se la lleven? —mascullé, apretando los dientes.
—Debo hablar con mi madre —repuso con rostro demudado, huero, incomprensible como un idioma extranjero.
—Pues vete.
Le vi marcharse. Sentí en el estómago una quemazón como si en él ardieran unas brasas y me dolían las palmas de las manos de tanto como hundía en ellas las uñas. «No conozco a ese hombre, nunca antes le he visto», dije en mi fuero interno. Sentí hacia él una rabia cálida como la sangre. Jamás iba a perdonarle.
Me imaginé destrozando nuestra tienda, destrozando la lira, hundiéndome un cuchillo en las tripas y sangrando hasta morir. Quise ver su rostro resquebrajado por el dolor y la pena. Quería hacer añicos la máscara de fría piedra que se había deslizado sobre el rostro del chico que conocía. Había entregado a Briseida pese a saber lo que iba a hacerle Agamenón.
Ahora esperaba de mí que yo aguardase impotente y obediente. Nada podía ofrecerle al Atrida a cambio de la seguridad de la muchacha. No podía sobornarle ni suplicarle. El monarca micénico había esperado largo tiempo para obtener ese triunfo, así que no iba a soltarla. Me vino a la mente la imagen de un lobo protegiendo su hueso. En Pelión abundaban ese tipo de lobos capaces de cazar hombres si el hambre les acuciaba lo suficiente. «Si uno te acechara, debes darle algo que desee más que a ti», me había aconsejado Quirón.
Solo había una cosa que el gran general deseara más que a Briseida. Me eché un cuchillo al cinto y salí. Jamás me había gustado la sangre, pero eso ya no tenía remedio.
Los guardias repararon en mí un poco tarde y se sorprendieron de verme armado. Uno reaccionó lo bastante rápido como para agarrarme, pero yo le hundí las uñas en el brazo y me soltó. Me miraron con necia expresión de sorpresa. ¿Acaso no era yo el perrito faldero de Aquiles? Se hubieran enfrentado a mí si yo hubiese sido un guerrero, mas no lo era, y yo ya me había colado en el pabellón para cuando pensaron que debían retenerme.
Lo primero que vi nada más entrar fue a Briseida. Estaba encogida en un rincón con las manos atadas. Agamenón estaba de pie, de espaldas a la entrada, y la increpaba. Una chispa de triunfo iluminó su rostro cuando me vio entrar. Debió de pensar que había venido a suplicar. Imaginó que acudía allí como embajador de Aquiles para implorar clemencia. O quizá para entretenerle a él, lo cual me enfureció.
Abrió los ojos con desmesura cuando alcé el cuchillo e hizo ademán de sacar el suyo mientras abría la boca para llamar a su guardia, pero no le di tiempo a hablar. Me abrí las venas de la mano izquierda de un tajo. Me rasgué la piel, sí, pero la herida no fue muy profunda. Me di otra cuchillada y esta vez sí le acerté a la vena. Un surtidor de sangre lo puso todo perdido y, mientras unas gotas salpicaban a Agamenón, oí gritar horrorizada a Briseida.
—Las noticias que traigo son verdad, lo juro por mi sangre.
Agamenón se echó atrás. El juramento y la sangre contuvieron su mano. Él siempre había sido supersticioso.
—Bueno —repuso de manera cortante, intentando recobrar la dignidad—, pues en tal caso cuéntame esas nuevas.
Percibí cómo la sangre me bajaba por el brazo, pero no me moví para restañarla.
—Estás en un grave peligro —le aseguré.
Me miró con desdén.
—¿Me estás amenazando? ¿Para eso te ha enviado?
—No, él no me ha enviado, en absoluto.
Entrecerró los ojos, a través de los cuales pude ver cómo trabajaba su mente para unir todas las piezas.
—Seguro que vienes con sus bendiciones.
—No —le aseguré. Ahora me escuchaba con atención—. Aquiles conocía tus intenciones hacia la chica —le solté. Observé a Briseida por el rabillo del ojo, pero no me atreví a mirarla directamente. Notaba de forma apagada el latido de mi muñeca y podía sentir el calor de mi sangre y la sensación de desangrarme. Solté el cuchillo y puse el pulgar sobre la vena para ralentizar la rápida pérdida de sangre.
–¿Y…?
—¿No se te ha pasado por la cabeza preguntarte por qué no te impidió llevártela? —inquirí con desdén—. Podría haberte matado a ti y a todo tu ejército. ¿No has pensado que podría haberte rechazado? —Agamenón se sonrojó, pero no le di tiempo a abrir la boca—. Te dejó llevártela. Te mueres de ganas por acostarte con ella, y él lo sabe, como también que eso será tu perdición. Ella le pertenece, la ganó en buena lid, prestando un buen servicio. Los hombres y los dioses se volverán contra ti si la violas. —Hablé con deliberada lentitud para que cada palabra hiciera blanco en su objetivo.
Todo cuanto decía era la pura verdad, aunque el micénico estaba demasiado cegado por el orgullo y la lujuria como para verlo. Briseida se hallaba bajo la custodia de Agamenón, mas seguía siendo un trofeo de guerra propiedad de Aquiles y mancillarla era mancillar el honor de Aquiles, el mayor insulto concebible a su honor. Aquiles podría matarle por ello e incluso Menelao lo consideraría justo.
—Has ido al límite de tu poder para apoderarte de ella. La tropa te lo ha permitido porque el príncipe de Ftía se ha mostrado demasiado orgulloso, pero no van a permitirte mucho más. —Nosotros obedecíamos a nuestros reyes, sí, pero dentro de los límites de la razón. Si los premios del
aristós achaion
no estaban a salvo, no lo estaban los de nadie. No iban a dejar que esa clase de rey gobernara por mucho tiempo.
Agamenón no había pensado en nada de esto. Lo fue comprendiendo poco a poco, por oleadas que acabaron por ahogarle hasta que admitió con desesperación:
—Mis consejeros no me han dicho nada de esto.
—Tal vez no sabían qué pretendías o quizás eso sirva a sus propios intereses. —Hice una pausa para considerar esta hipótesis—. ¿Quién mandará si tú caes?
Sabía la respuesta: Ulises y Diomedes, los dos juntos, usando a Menelao como figura decorativa. Empezó a comprender por fin el valor de mi regalo. No había llegado tan lejos siendo un idiota.
—Le has traicionado al prevenirme.
Eso era cierto. Aquiles le había dado a Agamenón una espada con la que atravesarse y yo le había agarrado la mano para que no lo hiciera. Eran palabras fuertes y amargas.
—Sí.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Porque está mal. —Sentí la garganta en carne viva, como si hubiera apurado un cáliz lleno de arena y sal.
Agamenón me contempló. Era muy conocido en el campamento por mi honestidad y buen corazón. No había motivo alguno para no creer en mí. Sonrió.
—Lo has hecho bien. Te has mostrado leal a tu verdadero señor. —Hizo una pausa para degustar, y conservar, el sabor de estas palabras—. ¿Está al tanto de tus actos?
—Aún no —admití.
—Ah. —Entrecerró los ojos para recrear mejor la escena y advertí que la sensación de triunfo crecía en él hasta alcanzar el máximo.
Era un experto consumado en lo tocante al dolor. Nada podía causar más dolor a Aquiles que aquello: el hombre más próximo a su corazón le traicionaba ante su peor enemigo.
—Te prometo que la liberaré si me pide perdón. Lo que merma el honor de Aquiles es su orgullo, no yo. Díselo.
No respondí a eso. Me erguí, me acerqué a Briseida y corté sus ataduras. Ella me miró con ojos redondos, sabedora de cuánto me había costado hacer aquello.
—Tu muñeca —susurró, pero no fui capaz de contestarla. La cabeza me daba vueltas, aturdida por el triunfo y la desesperación. Había empapado con mi sangre la arena de la tienda.
—Trátala bien —dije.
Me di la vuelta y abandoné el pabellón. «Ahora está a salvo», me dije, «va a darse un festín con el regalo que acabo de hacerle». Rasgué un trozo de túnica y me vendé la muñeca. Estaba mareado, aunque no sabía si era a causa de la pérdida de sangre o por lo que había hecho. Lentamente, comencé a recorrer el largo camino que había de vuelta a la playa.
Se hallaba de pie junto a la tienda cuando regresé. Su túnica estaba empapada allí donde se había arrodillado a orillas del mar. Su rostro hermético parecía un lienzo en cuyos bordes se apreciaban síntomas de fatiga, como si se estuviera deshilachando por los bajos. Como el mío.