—¿Dónde has estado?
—En el campamento. —No estaba dispuesto a contárselo, aún no—. ¿Cómo está tu madre?
—Bien. Estás sangrando.
La sangre había empapado la venda y empezaba a gotear.
—Lo sé.
—Déjame echarle un vistazo. —Le seguí obedientemente al interior de la tienda, donde me tomó el brazo y retiró las vendas. Trajo agua limpia para lavar la herida y le puso un emplasto de milenrama y miel.
—¿Ha sido con un cuchillo?
—Sí.
Los dos éramos conscientes de la inminencia de la tormenta, pero la estábamos dilatando todo lo posible. Me puso vendajes nuevos en torno a la muñeca y luego me trajo agua y comida. A juzgar por la expresión de su rostro, supe que yo tenía mal aspecto y estaba pálido.
—¿Vas a decirme quién te hirió?
Me imaginé respondiéndole: «Tú», pero eso no dejaba de ser una chiquillada.
—Me lo hice yo mismo.
—¿Por qué?
—Por un juramento. —Ya no podía demorarse más. Le miré abiertamente a la cara—. Me entrevisté con Agamenón y le conté tu plan.
—¿Mi plan? —Su réplica sonó monocorde, casi indiferente.
—Dejar que violara a Briseida para luego poder vengarte de él. —Dicho en voz alta sonaba bastante más sorprendente de lo que yo había pensado.
Se puso de pie y me dio la espalda, así que no pude verle el rostro, pero en vez de eso pude ver la crispación de sus hombros y la tensión de su cuello.
—De modo que le avisaste, ¿eh?
—Sí.
—Podría haberle matado si lo hubiera hecho, lo sabes —me dijo con la misma voz indiferente—. O haberle exiliado. O haberle obligado a dejar el trono. Los hombres me habrían honrado como a un dios.
—Lo sé.
Se hizo el silencio, un silencio peligroso. Permanecí a la espera de que se encarara conmigo para gritarme o pegarme. Se dio la vuelta al cabo de un rato.
—La seguridad de Briseida a cambio de mi honor. ¿Te hace feliz el cambio?
—No hay honor en traicionar a los amigos.
—Me resulta extraño que tú te pronuncies contra la traición.
Esas palabras me produjeron casi más dolor del que era capaz de soportar. Me obligué a pensar en la muchacha anatolia antes de contestar:
—No había otra forma.
—La antepusiste a ella por encima de mí.
—Por encima de tu orgullo —precisé. Usé el término
hibris
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, la palabra que empleábamos para referirnos a esa arrogancia que llega hasta el cielo, cuya virulencia y rabia es tan espantosa como la de los dioses.
Cerró los puños. «Tal vez me ataque», llegué a pensar.
—Mi vida es mi reputación —replicó con respiración irregular—. No tengo nada más. No voy a vivir mucho más tiempo. La memoria es todo a cuanto voy a poder aspirar. —Tragó saliva en abundancia—. Sabes eso y, aun así, ¿vas a dejar que Agamenón la destruya? ¿Le ayudarás a arrebatármela?
—No, no lo haría. Pero la memoria ha de ser digna del hombre. Quiero que seas tú y no un tirano recordado por su crueldad. Hay otras formas de hacérselo pagar al micénico, y lo haremos. Yo te ayudaré, lo juro, pero no de ese modo. Ninguna fama merece lo que has hecho en el día de hoy.
Me dio la espalda otra vez y permaneció en silencio. Me quedé mirándole. Memoricé cada pliegue de su túnica, cada grano de sal seca y arena pegado a su piel.
Cuando habló de nuevo, había fatiga y derrota en su voz. Tampoco él sabía enfadarse conmigo. Éramos como un bosque mojado en el que no prendía el fuego.
—Entonces, ¿ya está hecho? ¿Está a salvo Briseida? Debe de estarlo, o no habrías regresado.
—Sí, está segura.
Suspiró con fatiga.
—Eres mejor hombre que yo.
Eso era el comienzo de una esperanza. Nos habíamos infligido heridas el uno al otro, pero ninguna mortal. Briseida no había sufrido daño alguno, Aquiles volvía a su ser y mi muñeca iba a sanar. Habría un después tras todo esto.
—No, eso no es cierto. —Me levanté y me dirigí hacia él. Puse una mano sobre su piel tibia—. Hoy te has perdido y luego te has encontrado.
Sus hombros subieron y bajaron cuando soltó un gran suspiro.
—No digas eso, no hasta que hayas oído el resto de lo que he hecho.
H
abía tres piedrecitas sobre las alfombras de nuestra tienda; tal vez las habíamos arrastrado hasta ahí con los pies o habían venido por cuenta propia. Las recogí. Merecía la pena guardarlas.
Aquiles había recobrado fuerzas mientras hablaba.
—No volveré a luchar para él, ya no. Busca arrebatarme mi legítima fama y proyectar una sombra de duda sobre mí en todo momento. No soporta que ningún otro hombre reciba más honra que él, pero se va a enterar… Pienso mostrarle cuánto vale su ejército sin el
aristós achaion.
No dije nada al ver lo mucho que se irritaba. Era como contemplar la llegada de una tormenta cuando no tienes donde guarecerte.
—Los griegos caerán si no me tienen a mí para defenderlos. Se verá obligado a suplicar o morir.
Me acordé entonces del aspecto que tenía cuando se fue a ver a su madre: salvaje, enfebrecido, duro como el granito. Me lo imaginé arrodillado ante su madre, sollozando de rabia, golpeando con los puños las piedras recortadas de la orilla.
—Me han insultado, me han deshonrado, han arruinado mi reputación inmortal —debió de quejarse a la diosa.
Me lo imaginé. Ella se acarició su largo cuello níveo y suave como la piel de foca antes de empezar a asentir. Se le había ocurrido algo, había tenido una idea de diosa, rebosante de venganza e ira. Aquiles dejó de gimotear en cuanto Tetis se la explicó.
—¿Y él lo hará? —preguntó Aquiles sin salir de su asombro. Se refería a Zeus, el rey de los dioses, el de las sienes laureadas por nubes, el dios capaz de coger rayos con las manos.
—Lo hará, está en deuda conmigo —le dijo Tetis—. Zeus desnivelará su balanza de oro y hará que los griegos pierdan una y otra vez hasta que se vean empujados contra la playa, donde caminarán en un revoltijo de anclas y cabos y los mástiles y las proas se harán añicos al caer sobre sus espaldas. Y entonces sabrán a quién han de implorar.
Tetis se inclinó para besar a su hijo, dejando en su mejilla una brillante marca roja con forma de estrella de mar. Luego se dio la vuelta y se marchó, hundiéndose en el agua como una piedra hasta llegar al fondo.
Solté los guijarros, se deslizaron por entre mis dedos y los dejé donde cayeron, ya fuera por azar o a propósito, tal vez fuera un augurio, tal vez casualidad. Si Quirón hubiera estado allí, tal vez habría podido interpretar los signos y decirnos nuestro destino, pero no estaba allí.
—¿Y si Agamenón no suplica? —inquirí.
—Entonces morirá. Todos ellos morirán. Y yo no lucharé hasta que implore. —Y reforzó la fuerza del reproche alzando el mentón.
Me sentí agotado. El brazo me dolía donde me había hecho el corte y sentí sucia la piel a causa del sudor. No le contesté.
—¿Has oído lo que he dicho?
—Sí. Los griegos morirán.
Quirón había dicho en una ocasión que las naciones eran el invento más estúpido de los mortales.
—Ningún hombre merece más que otro, venga de donde venga —sentenció en una ocasión.
—¿Y si se trata de un amigo o de un hermano? —le había preguntado Aquiles con los pies apoyados en la pared rosácea de la cueva—. ¿Hay que tratarle como a un extraño?
—Los filósofos discrepan acerca de la respuesta a esa pregunta —le había contestado el centauro—. Tal vez valga más que tú, tal vez no, y el forastero también tiene amigos y hermanos, así que al final ¿qué vida tiene más valor?
No le respondimos. Teníamos quince años en aquel entonces y aquellas cosas nos venían grandes. A los veintiocho la situación no había cambiado.
Él es la mitad de mi alma, como dice el poeta. Pronto estará muerto y su honor es todo cuanto quedará de Aquiles. La fama es su hijo, su ser más querido. ¿Debería reprochárselo? He salvado a Briseida. No puedo salvarlos a los dos.
Ahora sé cómo contestar a la pregunta de Quirón.
—No hay respuesta —le diría—. Sea cual sea tu elección, te equivocas.
Más tarde, esa misma noche, regresé al campamento de Agamenón. Sentí clavadas en mí miradas de curiosidad y compasión mientras caminaba. Todos miraban detrás, para saber si venía o no Aquiles. No venía.
Expliqué a Aquiles mi intención y eso pareció devolverle a las sombras.
—Dile que lo siento —me había dicho con los párpados entornados.
No le contesté. ¿Lo lamentaba porque ahora dispone de una mejor venganza? ¿Un desquite que iba a sufrir no solo Agamenón, sino la totalidad de su malagradecido ejército? No dejé que ese pensamiento anidase en mi mente. Se arrepentía y eso era suficiente.
—Adelante —dijo Briseida con voz extraña.
Vestía un vestido de hilo dorado y lucía un collar de lapislázuli. En las muñecas llevaba brazaletes de plata grabada, de forma que tintineaban cada vez que se movía; sonaban como si llevara puesta una armadura.
Estaba avergonzada, me percaté enseguida, pero no dispusimos de tiempo para hablar, pues detrás de mí Agamenón en persona cruzó la estrecha raja de entrada a la tienda.
—La custodio muy bien, ¿lo ves? Todo el campamento será testigo de la estima que le guardo a Aquiles. Solo tiene que disculparse y yo le colmaré de todos los honores que se merece. En verdad, es una desgracia que alguien tan joven tenga tanto orgullo.
La expresión petulante de su rostro me enfureció, aunque ¿qué podía esperar? Aquello era obra mía. «La seguridad de Briseida a cambio de mi honor», había dicho Aquiles.
—Lo has hecho muy bien, poderoso rey.
—Habla con el príncipe de Ftía y dile lo bien que la trato. Ven cuando quieras para verla. —Me hizo objeto de una sonrisa desagradable y se quedó allí plantado, observándonos. No tenía intención de dejarnos a solas.
Me volví hacia Briseida. Había aprendido los rudimentos de su idioma y ahora los usé para dirigirme a ella.
—¿De verdad estás bien?
—Sí. ¿Cuánto va a durar esto? —preguntó con el cerrado acento del idioma anatolio.
—No lo sé —admití. Y era la verdad. ¿Cuánto calor puede soportar el hielo antes de suavizarse? Me incliné y le di un beso—. Vendré a verte muy pronto —le dije en griego.
Ella asintió.
Agamenón no me quitó ojo de encima mientras me iba, y al salir le oí preguntar:
—¿Qué te ha dicho?
También escuché la respuesta.
—Admiraba mi vestido.
A la mañana siguiente todos los demás reyes salieron a la cabeza de sus ejércitos para combatir contra los ejércitos de Príamo, pero el ejército de Ftía no acudió. Aquiles y yo nos tomamos un buen rato para desayunar. ¿Por qué no íbamos a hacerlo? No teníamos otra cosa que hacer. Podíamos nadar, si así nos apetecía, jugar a las damas o echar unas carreras. No habíamos tenido un momento de tiempo libre y asueto desde Pelión.
Pero aun así, no era asueto, parecía más bien un momento de respiración contenida, como cuando el águila se posicionaba sobre la presa antes de lanzarse en picado. Yo estaba todo el tiempo con la espalda encorvada y no era capaz de dejar de mirar la playa vacía. Estábamos a la espera de ver el comportamiento de los dioses.
No íbamos a tener que aguardar mucho.
E
sa noche, Fénix se acercó renqueante a la playa con noticias de un duelo. Los ejércitos se hallaban dispuestos ya para la batalla cuando Paris salió de entre las filas troyanas dándose aires con su deslumbrante armadura dorada. Lanzó un desafío, ofreció un combate singular. El ganador se quedaría con Helena. Los griegos aceptaron a voz en grito. ¿Quién no iba a querer adelantarse en esa jornada para ganar la apuesta de Helena en un combate singular y zanjar la guerra de una vez por todas? Además, Paris parecía un blanco muy fácil, muy peripuesto, delgado, fino de caderas, como una jovencita soltera. Sin embargo, fue Menelao quien se adelantó y aceptó a voz en grito la ocasión de recuperar el honor y a su bella esposa de una sola vez.
El duelo se inició con lanzas, pero enseguida se pasó a las espadas. Paris era más rápido de lo que Menelao había anticipado, no era mejor luchador que él, pero sí más rápido de pies. Por último, el príncipe troyano tropezó y Menelao le cogió por la cimera de crin de caballo y le arrastró por el suelo. El troyano se apresuró a lanzar puntapiés a cual más inútil mientras hundía los dedos en la correa del casco que le estaba ahogando. Entonces, de repente, el yelmo quedó en manos de Menelao y Paris había desaparecido. Donde el príncipe yacía despatarrado hacía un instante ahora solo había polvo. Ambos ejércitos examinaron la zona y se preguntaron entre susurros por el paradero de Paris. Y el duelista griego hizo lo propio, por ello no vio venir la flecha troyana procedente de un arco de cuerno de íbice. Traspasó el peto de cuero y se hundió en su estómago.
La sangre le corrió por las piernas y empezó a acumularse a sus pies. Resultó ser una herida superficial, pero los griegos aún no lo sabían y, enrabietados por la traición, se precipitaron bulliciosos contra las filas troyanas. No tardó en formarse una sangrienta refriega.
—¿Qué ha sido de Paris? —me interesé.
Fénix sacudió la cabeza.
—No lo sé.
Los dos ejércitos combatieron a lo largo de toda la tarde hasta que sopló otro cuerno. Era Héctor. Ofrecía una segunda tregua y un segundo duelo para reparar el deshonor causado por la desaparición de Paris y por el incidente de la flecha. Se ofrecía para luchar en lugar de su hermano contra cualquiera que se atreviera a responder a su desafío.
—Menelao se hubiera adelantado para combatir otra vez —nos informó Fénix—, pero Agamenón lo impidió. —No deseaba ver morir a su hermano ante el combatiente más fuerte de los troyanos.
Los griegos echaron a suertes quién iba a batirse con Héctor. Imaginé la tensión y el aliento contenido mientras agitaban el yelmo donde estaban los papeles con los nombres antes de que se cayera uno al azar. Ulises se agachó sobre la tierra polvorienta para recuperarlo. Fue Áyax. Hubo un alivio colectivo. Era el único capaz de enfrentarse con posibilidades al príncipe troyano, esto es, el único de cuantos luchaban aquel día.
De ese modo, Áyax y Héctor lucharon lanzándose piedras y lanzas que hicieron trizas los escudos hasta que se hizo de noche y los heraldos anunciaron el final de la jornada. Resultó extrañamente civilizado. Los dos ejércitos se retiraron en paz y Héctor y Áyax se estrecharon las manos como iguales. Los soldados empezaron a murmurar que el duelo no habría terminado así si Aquiles hubiera estado allí.