—Pero tú no deseas tener una mujer.
—No —respondí con la mayor gentileza posible. Ella asintió, y volvió a bajar los párpados. Escuché la lentitud de su respiración y un débil temblor en su pecho—. Lo siento —repetí.
—¿Ni siquiera deseas tener hijos? —inquirió. La pregunta me sorprendió, pues yo mismo me tenía todavía por un crío, aunque muchos de mi edad habían sido padres varias veces.
—No creo que yo fuera un gran padre —contesté.
—Yo lo veo de otra forma.
—¿De veras?
Lo pregunté con tranquilidad, pero pareció sonar muy hondo, así que ella vaciló y respondió:
—Tal vez.
Y entonces, cuando ya era demasiado tarde, comprendí lo que en realidad me había pedido. Me sonrojé, avergonzado por mi falta de consideración. Me sentí humillado, abrí la boca para decir algo, quizá para darle las gracias. Pero Briseida ya se había puesto de pie y se estaba sacudiendo el vestido.
—¿Nos vamos?
Solo podía hacer una cosa: levantarme y unirme a ella.
Esa noche no pude dejar de darle vueltas a lo de Briseida y mi hijo. Vi el tropiezo de unas piernas, y unos mechones negros, y los grandes ojos de la madre. Nos vi junto al fuego a Briseida, a mí… y a nuestro hijo jugando con un trozo de madera que yo le había tallado. Aun así, había un vacío en la escena, el dolor de una ausencia. ¿Dónde estaba Aquiles? ¿Muerto? ¿O acaso nunca había existido? Yo no podía vivir esa vida. «Pero Briseida no me lo ha pedido». Ella me lo ha ofrecido todo, ella misma, el niño y también Aquiles.
Me moví para ponerme enfrente de Aquiles.
—¿Has pensado en tener hijos?
Tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormido.
—Ya tengo uno.
Eso me sorprendía cada vez que me acordaba. Su hijo con Deidamia. Tetis le había dicho que era un niño, se llamaba Neoptólemo. «Nueva guerra». Se le conocía por su apodo, Pirro; se lo habían puesto por el intenso color rojo de su pelo. Me perturbaba pensar que una parte de Aquiles vagaba por el mundo.
—¿Se parece a ti? —le había preguntado en una ocasión. Aquiles se había encogido de hombros antes de contestar:
—No lo he preguntado.
—¿Y te gustaría verle? —inquirí ahora.
Él negó con la cabeza.
—Es mejor que le críe mi madre. Estará mejor con ella.
Yo no estaba de acuerdo, pero no era el mejor momento de decirlo. Esperé un instante para que él me preguntara si deseaba tener hijos, pero no lo hizo. Su respiración se hizo más acompasada. Siempre se dormía antes que yo.
—Aquiles…
—¿Sí…?
—¿Te gusta Briseida?
Crispó el gesto, pero no abrió los ojos.
—¿Gustarme?
—Ya sabes, para gozarla…
Abrió los párpados, más alerta de lo que yo había esperado.
—¿Y eso qué relación tiene con los niños?
—Nada. —Pero era obvio que yo estaba mintiendo.
—¿Desea tener un hijo?
—Tal vez sí.
—¿Conmigo?
—No.
—Eso está bien —repuso, y entornó de nuevo los párpados. Pasaron unos instantes y yo estaba convencido de que se había dormido, pero entonces dijo—: Es contigo, quiere tener un hijo tuyo.
Mi silencio fue su respuesta. La manta que le cubría se le resbaló sobre el pecho cuando se incorporó.
—¿Está preñada? —preguntó. Había en su voz una tirantez como no había apreciado nunca.
—No.
Los ojos de Aquiles bucearon en los míos en busca de respuestas.
—¿Y tú quieres tenerlos? —me preguntó. Advertí su lucha interior en su semblante. Los celos eran algo insólito en él, no formaban parte de su persona. Estaba herido, pero no sabía cómo verbalizarlo. De pronto, me sentí cruel por haber sacado el tema.
—No, no, creo que no.
—Si así lo quieres, estaría bien. —Eligió con cuidado cada palabra. Pretendía ser justo. Pensé otra vez en el chico de cabellos negros; y luego pensé en Aquiles.
—Ya está bien ahora —respondí.
El alivio de su semblante me colmó de dulzura.
Las cosas fueron un tanto forzadas durante algún tiempo después de aquello. Briseida me evitaba, pero yo la llamaba e íbamos juntos a pasear, como siempre habíamos hecho. Conversábamos sobre los cotilleos del campamento y sobre medicina. Ella no me hablaba de esposas y yo tenía buen cuidado de no sacar a colación el tema de los niños. Aun así, advertí una gran ternura en sus ojos cada vez que me miraba y yo hice lo posible para devolvérsela en la medida que me era posible.
U
na muchacha subió a la tarima un día del noveno año de guerra. En el moflete lucía un moratón que se le extendía como vino derramado por la mejilla. Una serie de cintas le caían desde el pelo, unas cintas ceremoniales que la identificaban como servidora consagrada a un dios. Era la hija de un sacerdote, según oí decir a alguien. Aquiles y yo intercambiamos una mirada.
Era hermosa a pesar del pánico. Tenía unos enormes ojos de color avellana y un rostro redondeado; una melena de color castaño le caía suelta sobre las orejas; era de figura delgada y tenía aspecto de niña. Sus ojos se anegaron como dos lagos desbordados y el llanto rodó por sus mejillas. Llevaba las manos atadas a la espalda.
La cautiva alzó los ojos y miró al cielo en señal de muda plegaria mientras los hombres se congregaban en el ágora. Le di un codazo a Aquiles y él asintió, pero, antes de que pudiera reclamarla, Agamenón puso una mano sobre el suave hombro de la muchacha y anunció:
—Esta es Criseida, y la reclamo para mí.
Dicho esto, tiró de ella para sacarla del estrado y se la llevó bruscamente a su tienda.
Reparé en el gesto de contrariedad de Calcante, tenía la boca medio abierta, como si fuera a formular una objeción, pero luego la cerró, y Ulises dio por terminada la distribución.
Apenas había transcurrido un mes de aquella escena cuando apareció el padre de la muchacha con un cayado claveteado de oro y enguirnaldado con hilo dorado. Tenía un fuerte y ancho rostro de rasgos marcados. Lucía una barba larga al estilo de los sacerdotes anatolios y llevaba el pelo suelto, pero adornado con algunas cintas, a juego con su cayado. Se advertían ribetes de rojo y oro en su túnica suelta, cuya tela se hinchaba y flameaba alrededor de sus piernas. Detrás de él, unos silenciosos sacerdotes de menor rango se esforzaban para soportar el peso de unos enormes cofres de madera. El sumo sacerdote no aminoró el paso para acomodarse al ritmo más lento de sus acólitos, sino que caminó hacia delante sin darles tregua.
La pequeña comitiva pasó por delante de las tiendas de Áyax, Diomedes y Néstor —las más próximas al ágora— y se detuvo ante el estrado. Aquiles y yo nos enteramos y acudimos enseguida, esquivando a los soldados más lentos. Para cuando llegamos, el sacerdote se había plantado allí cayado en mano y con el mentón alzado. Agamenón y Menelao subieron a la tarima y se acercaron a él, el troyano se limitó a quedarse allí con pose orgullosa delante de sus tesoros y sus jadeantes subordinados. Agamenón echaba chispas ante semejante osadía, pero se mordió la lengua.
Por último, cuando se hubieron congregado los suficientes soldados, atraídos de todos los rincones del campamento por los rumores, se volvió para dirigirse a todos ellos, con los ojos fijos en el gentío, mirando a reyes y soldados, y por último a los hijos gemelos de Atreo, que permanecían de pie ante él sobre el estrado.
Habló con voz resonante y grave, acostumbrada a dirigir las plegarias. Dijo llamarse Crises y, cayado en mano, se identificó como sumo sacerdote de Apolo en la Tróade. A renglón seguido señaló a los cofres, ahora abiertos, para mostrar oro, gemas y objetos de bronce refulgiendo al sol.
—Nada de eso nos dice por qué has venido, sacerdote Crises —dijo Menelao con voz templada, pero con una nota de impaciencia. Ningún troyano se encaramaba al estrado de los reyes griegos para soltar discursos.
—He venido a rescatar a mi hija Criseida. El ejército griego se la llevó de nuestro templo de forma ilícita. Es una joven delgada con cintas en el pelo.
Los griegos murmuraron. Los suplicantes que ofrecían rescates se arrodillaban y se humillaban, no hablaban como reyes dictando sentencia en un tribunal, pero ese hombre era un alto sacerdote, poco acostumbrado a postrarse ante nadie que no fuera su dios, y se podía hacer una excepción. Ofreció una cantidad de oro generosa, el doble de lo que valía la muchacha, y uno nunca podía desdeñar el favor de un sacerdote. Aquella palabra, «ilícita», cortaba como una espada afilada, pero tampoco se podía decir que se equivocara al usarla.
—Lo primero de todo, jamás debió ser raptada.
Incluso Diomedes y Ulises asintieron ante esas palabras, y Menelao suspiró de un modo que era como si lo hubiera dicho. Pero Agamenón, grandón como un oso, dio un paso al frente con los músculos del cuello crispados por la ira.
—¿Así es como implora un hombre? Tienes suerte de que no te mate aquí mismo. Yo mando este ejército y no te doy permiso para hablar delante de mis hombres. Ya te doy mi respuesta: no. No habrá rescate. Ella es mi presa y no pienso liberarla ni ahora ni nunca, ni a cambio de esta basura ni de cualquier otra que puedas tratar. —Agamenón cerró las manos a escasos centímetros de la garganta de Crises—. Vete ahora mismo, sacerdote, y que no vuelva a verte por mi campamento… o tus guirnaldas no te salvarán.
Crises apretó los dientes, aun cuando no sabríamos decir si fue a causa del miedo o para tragarse una réplica. Sus ojos brillaron con amargura. Se volvió con brusquedad y en silencio, bajó del estrado y volvió a la playa dando grandes zancadas. Los acólitos le siguieron con sus tintineantes arcones de tesoros.
Seguí contemplando a lo lejos la figura del apenado sacerdote en retirada incluso después de que Agamenón se hubiera retirado y los hombres se hubieran puesto a cuchichear a mi alrededor. Quienes estaban situados al final de la playa dijeron que estaba llorando y que blandía el cayado contra el cielo.
Esa noche, deslizándose entre nosotros como una sierpe rápida y silenciosa, comenzó la plaga.
A la mañana siguiente las mulas pusieron los ojos en blanco y empezaron a dejarse caer sobre las cercas con la respiración agitada entre borbotones de mucosidad amarilla. A eso de mediodía les siguieron los perros, que se pusieron a ladrar y gañir a los cuatro vientos mientras echaban espuma roja por la boca. A última hora de la tarde todos estos animales habían muerto o estaban agonizando en el suelo entre temblores, bañados en charcos de su propio vómito sanguinolento.
Macaón y yo, y después también Aquiles, los quemábamos en cuanto sucumbían, sacábamos del campamento los cuerpos empapados de bilis, cuyos huesos resonaban cuando los lanzábamos a las piras. Aquella misma noche, a nuestro regreso al vivaque de los mirmidones, Aquiles y yo nos frotamos con la áspera sal del mar y nos limpiamos con agua clara tomada del arroyo del bosque. No usamos el Simois ni el Escamandro, los serpenteantes y caudalosos ríos troyanos, porque todos los demás bebían de sus aguas y se bañaban en ellas.
Al día siguiente empezaron a sucumbir los hombres. Cayeron abatidos por la enfermedad a centenares, encogidos allí donde se habían desplomado con los ojos saltones y lagrimosos, los labios cuarteados y sangrando por mentones y muñecas. Macaón, Aquiles, Podalirio y yo, y por último también Briseida, corríamos para arrastrar lejos los cuerpos de las últimas víctimas, abatidas de forma tan súbita como si cayeran por efecto de una lanza o una flecha.
Se creó un campo de enfermos en un extremo del campamento. Primero hubo diez o veinte, y luego cincuenta. Se estremecían a causa de la fiebre, pedían agua a gritos, se arrancaban la ropa para encontrar alivio al fuego que les ardía en las entrañas. Por último, en las postrimerías de la tarde, se les cuarteó la piel, donde había más agujeros macerados que en una manta agusanada, rezumando pus y carne sanguinolenta. Cuando cesaba el último de sus violentos espasmos, quedaban tendidos en el charco de sus vómitos, el contenido negruzco de sus intestinos mezclado con sangre.
Aquiles y yo utilizamos hasta el último trozo de madera a nuestro alcance para levantar piras. Finalmente, la necesidad nos impulsó a olvidar el decoro y el ritual, y a cada fuego no arrojábamos un cuerpo, sino muchos. Ni siquiera teníamos tiempo de quedarnos a contemplar cómo la carne y los huesos se deshacían y se entremezclaban.
Al final, acabaron por unirse a nosotros la mayoría de los monarcas. El primero fue Menelao, y después Áyax, capaz de derribar tres árboles de un solo hachazo, y bien que los usamos todos para alimentar una hoguera tras otra.
Mientras trabajábamos, Diomedes iba entre los hombres y acabó por descubrir a los pocos que yacían ocultos en las tiendas, temblorosos a causa de la fiebre y el vómito. Sus amigos los habían ocultado porque aún no querían enviarlos a los campos de la muerte. Agamenón no abandonó su tienda.
Pasó un día, y otro, y otro más, hasta que llegó un momento en que no hubo compañía ni rey que no hubiera perdido docenas de soldados. Aquiles y yo cerramos los ojos de cientos de hombres, y por extraño que pudiera parecer, ninguno de ellos fue un rey. Perecieron nobles menores y soldados de a pie. También tuvimos ocasión de notar que no murió ninguna mujer. Nos miramos cada vez más recelosos conforme más y más hombres se derrumbaban de repente con un grito, agarrándose el pecho con las manos allí donde la plaga se le había clavado como si fuera un proyectil.
Ocurrió durante la novena noche de aquella pesadilla de cadáveres arrojados a las piras y de sudar pus a chorros. Permanecíamos exhaustos y jadeantes dentro de nuestro pabellón, donde hacíamos trizas las túnicas que habíamos llevado durante el día para luego arrojarlas al fuego. Se había confirmado por mil formas diferentes nuestra sospecha de que no era una plaga natural ni se trataba del brote al azar de una pandemia. Era algo más, era un fenómeno tan repentino y catastrófico como la calma chicha en Áulide. Aquí obraba el disfavor de una deidad.
Nos acordamos entonces de Crises y de la justa indignación del sumo sacerdote ante la blasfemia cometida por Agamenón y su desprecio a los códigos de la guerra y el rescate justo, y también caímos en la cuenta de cuál era su dios, la divinidad de la luz, la medicina y la plaga.
Aquiles salió de la tienda con sigilo cuando la luna estaba en lo alto y regresó al cabo de poco tiempo, oliendo a mar.
—¿Qué dice tu madre? —pregunté, incorporándome en la cama.