Los hombres se congregaron a los pies del estrado con avidez. Todos ellos conocían el significado de la presencia de la muchacha: Agamenón iba a darnos permiso para admitir civiles en el campamento, concubinas, cautivas y esclavas. Hasta ahora, las mujeres eran violadas en los campos y abandonadas allí. Tenerlas en la propia tienda era un arreglo mucho más conveniente.
Advertí cómo el general repasaba a la muchacha con la mirada; una sonrisa imperceptible le curvó los labios. Era bien conocido por sus apetitos, como toda la casa de Atreo. En aquel momento yo no sabía la que se me venía encima, pero agarré a Aquiles por el brazo y le hablé al oído.
—Tómala. —Se volvió hacia mí con los ojos abiertos a causa de la sorpresa—. Cógela como premio antes de que lo haga Agamenón, por favor.
Vaciló, mas solo unos instantes.
—Hombres de Hélade. —Se adelantó con la armadura de ese día y oliendo a sangre—. Gran rey de Micenas.
El interpelado se volvió para mirarle y torció el gesto.
—¿Qué quieres, Pelida?
—Reclamo a esa joven como trofeo de guerra.
Ulises enarcó una ceja desde su posición al fondo de la tarima y los hombres situados a nuestro alrededor se pusieron a murmurar. La petición de Aquiles era inusual, pero no excesiva. El primer turno de elección habría sido suyo en cualquier otro ejército. La irritación flameó en los ojos de Agamenón, en cuyos rasgos pude advertir lo que le pasaba por la mente: no le gustaba nada Aquiles, pero en aquel punto no le merecía la pena mostrarse grosero con él. La cautiva era hermosa, pero habría otras chicas.
—Te concedo ese deseo, príncipe de Ftía. Es tuya.
El gentío estalló en vítores, dando su aprobación. A la tropa le gustaban los líderes generosos y los héroes audaces y lujuriosos.
La muchacha siguió con atención el intercambio, y al término del mismo la comprensión le iluminó los ojos. La vi tragar saliva cuando comprendió que iba a venir con nosotros y de inmediato clavó la mirada en Aquiles.
—Dejo a mis hombres el resto de mi botín. Me llevo a la chica ahora mismo.
Los hombres estallaron en carcajadas de agradecimiento y silbidos. La cautiva se echó a temblar un poco; parecía un conejo vigilado por un halcón desde lo alto.
—Ven —le ordenó Aquiles.
Nos dimos la vuelta para marcharnos. Ella nos siguió con la cabeza gacha.
Ya de vuelta a nuestro campamento, Aquiles desenfundó el cuchillo. La cautiva agitó la cabeza de puro miedo, pues él aún estaba cubierto de sangre tras un día de batalla y era su aldea la que habían devastado.
—Déjame a mí —le pedí. Él me entregó el arma y se echó atrás, casi avergonzado—. Voy a liberarte.
La mirada de la joven iba de la hoja del cuchillo a mi persona. Su aspecto me recordó el de algunos perros asustados, aculados en un rincón para defenderse.
—No, no —me apresuré a decirle—. No vamos a hacerte daño. Voy a liberarte.
Nos miró horrorizada. Solo los dioses sabían qué pensaba que le estaba diciendo. Era una granjera anatolia sin ningún motivo para haber oído ni una sola palabra de griego con anterioridad. Me adelanté un paso y le puse una mano en el brazo para infundirle confianza, pero ella dio un respingo, como si esperase recibir un puñetazo. En sus ojos advertí el miedo a ser violada o tal vez algo peor.
No pude soportarlo. Solo se me ocurrió una cosa para disipar sus temores: me volví hacia Aquiles, le tomé por la pechera de la túnica y le besé.
Ella nos estaba mirando fijamente cuando me separé de él, nos miraba sin cesar. Entonces, le señalé con un ademán sus ataduras y después el cuchillo.
—¿De acuerdo?
Vaciló un momento y después me ofreció las manos.
Aquiles se marchó con el fin de pedir a Fénix que nos facilitara otra tienda y yo la conduje hasta el prado de la ladera, donde le preparé una compresa para el rostro amoratado. Ella la aceptó con cuidado y sin levantar la mirada. Entonces, señalé su pierna, pues tenía un corte bastante feo en la espinilla.
—¿Puedo verlo? —le pregunté, mientras señalaba la herida con la mano.
La cautiva no me respondió, pero a regañadientes me dejó examinarle la pierna, limpiar la herida y vendársela. Ella no apartó los ojos de mis manos en movimiento, pero me rehuyó la mirada en todo momento.
Luego, la conduje a su tienda recién montada. Ella se asustó y parecía tener miedo a entrar. Retiré la portezuela de lona y mediante gestos le indiqué que dentro había comida, mantas, un aguamanil y algunas ropas viejas pero limpias. Entró con andares vacilantes y yo la dejé allí, mirándolo todo con ojos llenos de asombro.
Aquiles se fue de saqueo al día siguiente. Vagué por el campamento, recogiendo madera y refrescando los pies en el oleaje, sin perder de vista ni un momento la nueva tienda levantada en una esquina de nuestro vivaque. No habíamos vuelto a verla; la puerta de lona estaba tan cerrada como la entrada de Troya. Estuve a punto de llamarla desde el otro lado de la tela una docena de veces.
Por último, a mediodía, la vi aparecer en la entrada. Se estaba asomando, medio oculta tras los pliegues de lona. Se dio la vuelta y estuvo a punto de irse cuando vio que había reparado en ella.
—¡Aguarda! —le pedí.
La muchacha se quedó quieta. Vestía una de mis túnicas, que le llegaba por debajo de las rodillas, lo cual le hacía parecer muy joven. ¿Cuántos años podría tener? Ni siquiera lo intuía. Eché a andar hacia ella.
—Hola.
Ella me miró con unos ojos como platos. Se había echado el pelo hacia atrás, revelando unos rasgos delicados. Era muy guapa.
—¿Has dormido bien? —No sabía por qué hablaba con ella. Pensaba que tal vez eso podría confortarla un poco. Una vez oí a Quirón comentar la conveniencia de hablar a los niños para tranquilizarlos—. Me llamo Patroclo —le dije, señalándome con el dedo. Me miró, pero apartó la vista enseguida—. Pa-tro-clo —repetí lentamente.
La muchacha no contestó ni se movió, siguió aferrando con los dedos la lona del faldón de la tienda. Me avergoncé. La estaba asustando.
—Voy a irme.
Ladeé la cabeza e hice ademán de marcharme. Entonces, ella dijo algo en voz tan bajita que no logré oírlo. Me detuve.
—¿Cómo…?
—Briseida —repitió sin dejar de señalarse.
—¿Briseida? —pregunté.
Ella asintió con timidez.
Ese fue el comienzo.
Al final, resultó que sí chapurreaba algunas palabras de griego, las pocas que su padre había aprendido y le había enseñado cuando se enteró de la llegada inminente del ejército heleno. «Misericordia», era una; otra fue «sí», y también «por favor». Y también conocía la frase «¿Qué ordena?». El padre le había enseñado a ser una esclava.
No había nadie en el emplazamiento durante el día, a excepción de nosotros. Nos sentábamos en la playa e intercambiábamos algunas frases. Yo entendía cada vez mejor las expresiones de la muchacha, la pensativa calma de sus ojos, las fulgurantes sonrisas que ocultaba detrás de la mano. No pudimos hablar mucho en aquellos primeros días, pero eso no me importó. Resultaba apaciguador sentarse junto a ella mientras las olas se enredaban de forma amigable sobre nuestros pies. Casi me recordaba a mi madre, aunque los ojos de Briseida centelleaban con cada comentario, mientras que los de mi progenitora nunca lo hicieron.
Algunas tardes paseábamos juntos por las inmediaciones de la posición, señalando todas las cosas cuyo nombre ella aún no conocía. Las palabras se amontonaron una tras otra tan deprisa que no tardamos en necesitar elaboradas pantomimas para las explicaciones. «Cocinero mal sueño tener», le indiqué por señas. Briseida entendió mi mímica por muy limitada que fuera esta y ella lo tradujo a una serie de gestos para precisar lo que quería decir: «Huelo la carne en el fuego». Su ingenuidad me hacía reír a menudo y entonces ella me concedía una de sus sonrisas furtivas.
Las incursiones continuaron. Agamenón se subía al estrado todos los días después de una jornada de saqueo y anunciaba:
—Sin novedad.
Eso significaba que de la ciudad no habían venido soldados, ni señales, ni sonidos. Troya seguía asentada sobre el horizonte con obstinación, dispuesta a hacernos esperar.
Los hombres hallaron otros consuelos. Después de Briseida, todas las tardes había un par de chicas en la tarima. Eran muchachas de granja, con manos callosas y nariz requemada de tanto trabajar bajo el sol. Agamenón tomó su parte, y también otros reyes. Enseguida empezaron a verse cautivas por todas partes, tejiendo a la sombra de los pabellones, vertiendo cubos de agua sobre vestidos largos y arrugados, los que llevaban puestos el día en que fueron apresadas. Servían fruta, queso, olivas y trozos de carne; escanciaban las copas de vino; pulían los petos, se sentaban en la arena y sostenían las piezas entre las piernas; algunas de ellas incluso hacían ovillos a partir de los vellones de lana esquilada a las ovejas que habíamos robado en el transcurso de nuestros saqueos.
Por la noche servían a otros propósitos. Yo me encogía avergonzado al oír los gritos que llegaban incluso a nuestra alejada posición del campamento. Intentaba no pensar en las aldeas quemadas y en los padres muertos, pero no era tan fácil desterrar esas imágenes. Las vicisitudes de las razias estaban escritas en los rostros de cada una de las muchachas; a causa de ese pesar lloraban tanto que los ojos de las cautivas vertían tanta o más agua que los baldes agujereados que llevaban de un lado para otro. Y luego estaban los moratones causados por puños o codos; algunos, los de la frente o las sienes, eran de un redondo perfecto: los habían hecho al golpearlas con la contera de las lanzas.
Yo no soportaba la visión de aquellas desgraciadas entrando a trompicones para ser objeto del reparto, así que enviaba a Aquiles para que las pidiera y rescatara al mayor número posible. Aquel priapismo voraz e inapagable le granjeaba las burlas de los hombres.
—Ni siquiera sabía que le gustaran las chicas —bromeó Diomedes.
Todas las nuevas acudían primero a Briseida en busca de sus palabras de consuelo. Ella tenía permitido darles un baño y ropas limpias, y después debía reunirse con las demás en la tienda, pues habíamos habilitado un pabellón nuevo y más grande adecuado para albergar a ocho, diez, once chicas… La mayoría de las veces Fénix o yo éramos los encargados de hablar con ellas. Aquiles se mantenía siempre lejos, sabedor de que le habían visto matar a sus hermanos, padres y amantes. Ciertas cosas no podían perdonarse.
Poco a poco iban teniendo menos miedo. Daban una vuelta, hablaban en su propio idioma y aprendían unas de otras las palabras que habían conseguido asimilar. Eran palabras prácticas, como queso, agua, lana. No eran tan listas como Briseida, pero se las arreglaban para poder hablar con nosotros.
Fue Briseida quien me dio la idea de pasar algunas horas con ellas para enseñarles, aun cuando las lecciones fueron más difíciles de lo inicialmente previsto, pues se mostraban muy recelosas, se miraban unas a otras, no muy seguras de cuál era el significado de mi repentina aparición en sus vidas. Fue Briseida otra vez quien aplacó sus pavores e hizo que nuestras lecciones se hicieran más elaboradas, incluyendo con cada palabra una explicación o un gesto clarificador, pues ahora su griego era excelente, y poco a poco yo delegaba en ella cada vez más, pues era mejor profesora que yo, y más divertida. Sus gestos nos hacían reír a todos, representaba muy bien dos perros a la greña, una lagartija aletargada… Resultaba muy fácil quedarse con ellas cada vez más tiempo, hasta que oía el crujir de un carro y el golpeteo de las ruedas de bronce, y me iba a saludar a mi Aquiles.
En aquellos momentos me resultaba muy fácil olvidar que la contienda aún no había empezado en realidad.
P
or muy victoriosas que fueran las incursiones no dejaban de ser incursiones y los muertos no eran soldados, sino granjeros y comerciantes del enorme entramado de aldeas que daban apoyo a la gran ciudad. Agamenón apretaba los dientes cada vez con más fuerza durante los consejos y los hombres, cada vez más impacientes, le preguntaban:
—¿Dónde está la batalla que nos has prometido?
—Muy cerca —respondió Ulises, y señaló el continuo reguero de refugiados que entraba en Troya—. La ciudad debe de estar a rebosar en este momento. Las familias hambrientas deben de estar en palacio y las tiendas improvisadas de los fugitivos deben de bloquear el paso por las calles. Es solo cuestión de tiempo —nos dijo.
A la mañana siguiente, como conjurada por las palabras del itacense, una bandera de parlamento ondeó sobre las murallas de la urbe. El soldado de guardia bajó a la carrera hasta la playa para decir a Agamenón que Príamo estaba dispuesto a recibir una legación.
El campamento ardió de entusiasmo al oír las nuevas. De un modo u otro, iba a suceder algo. Devolverían a Helena o saldrían a pelear como es debido en el campo de batalla.
El consejo de reyes envió a Menelao y Ulises, las elecciones obvias. Con la primera luz del día los dos hombres salieron a lomos de sus caballos de gran alzada, cepillados hasta deslumbrar y cascabeleando de tanto adorno. Les observamos cruzar la herbosa planicie de Troya y luego se desvanecieron en el borrón gris oscuro de los muros.
Aquiles y yo aguardamos en nuestra tienda, formulando conjeturas. ¿Verían los embajadores a Helena? Paris se había atrevido a arrebatársela a su esposo y ahora podía tener la osadía de mostrársela. Menelao había acudido al encuentro desarmado de forma muy notoria. Quizá no se fiara mucho de sí mismo.
—¿Sabes por qué le eligió a él? —quiso saber Aquiles.
—¿A Menelao? Ni idea. —Recordé el semblante del monarca en el salón de Tindáreo, rebosando salud y buen humor. Era apuesto, sí, pero no el más guapo de los pretendientes. Ostentaba ya un gran poder, pero entre aquellas paredes había muchos hombres con mayores riquezas y hazañas—. Su regalo consistió en una tela teñida muy fina. Dijo algo muy inteligente cuando entregó el presente.
Aquiles apoyó la cabeza sobre su brazo doblado y sopesó mis palabras.
—¿Crees que Helena se fue con Paris por voluntad propia?
—Tal vez, pero si así fuera, no va a admitirlo ante Menelao.
—Hum. —Aquiles tabaleó los dedos sobre su pecho, pensativo—. Aun así, ella debió de consentir. El palacio de Menelao es una fortaleza. Alguien la habría oído si ella hubiera gritado o forcejeado. Helena sabía que su marido iba a venir tras ella, para salvaguardar su honor cuando menos… Y también que Agamenón iba a aprovechar la oportunidad de invocar el juramento.