—¿Se retorció como hacen los animales?
—No me quedé lo suficiente como para mirar.
Permaneció en silencio durante un buen rato.
—Mi padre me aconsejó que los considerara animales… Me refiero a los hombres a los que mate.
Abrí la boca para decir algo, pero volví a cerrarla. Él no apartó la vista de la superficie de la laguna.
—No creo que pueda hacerlo —admitió con sencillez, tal y como era su hábito.
Las palabras de Ulises me cayeron encima, pesándome como una losa. «Estupendo», estuve a punto de decir, era lo que quería decir, pero ¿y qué sabía yo en realidad? Yo no tenía que ganarme la inmortalidad en la guerra. Me abrazaba a la paz.
—No dejo de verla… La muerte de Ifigenia —dijo en voz baja. Le entendía, tampoco yo dejaba de recordar la salpicadura de sangre y la sorpresa y el dolor de sus ojos.
—No siempre va a ser así —me oí decir—. Ella era una muchacha, alguien inocente. Esos hombres contra quienes vas a luchar son guerreros dispuestos a matarte si tú no golpeas primero.
Él se volvió a mirarme, y lo hizo con fijeza e intensidad.
—Pero tú no vas a luchar, ni aunque fueran a asestarte un lanzazo. Lo odias. —Sus palabras habrían constituido un insulto si las hubiera pronunciado otro hombre.
—Porque no poseo la habilidad necesaria —aduje.
—No creo que esa sea la única razón.
Sus ojos eran verdes y marrones, como el bosque, pero incluso a la escasa luz del crepúsculo podía advertir el tono dorado.
—Tal vez no —respondí al cabo de un rato.
—Pero ¿me perdonarás?
—No necesito perdonarte. —Alargué la mano para coger la suya—. Tú no puedes ofenderme. —Hablé con cierta precipitación, pero con toda la convicción de mi corazón.
Antes de que yo pudiera mover los labios, Aquiles liberó su mano de la mía y rodó junto a mi pie en un movimiento borroso de puro rápido, tanto que no pude seguirlo con la vista. Cuando se irguió, llevaba entre los dedos algo flácido y largo muy similar a un trozo de cabo mojado. Miré la cosa fijamente sin comprender nada.
—Hidra —anunció Aquiles. Serpiente de agua.
Era de un color pardo agrisado y su cabeza colgó rota a un lado. El cuerpo aún se estremeció un poco mientras agonizaba.
—Ni siquiera la vi —conseguí farfullar.
Me entró una flojera. Quirón nos había hecho memorizar los hábitats y colores de las serpientes. Gris amarronado, agua. Se enfadaba enseguida. Su mordedura era letal.
—Tampoco hacía falta. Ya la vi yo.
Se mostró más sosegado a partir de ese momento y dejó de pasear por la cubierta o mirar por la borda, pero yo sabía que la muerte de Ifigenia aún pesaba en su ánimo. En el de los dos, en realidad. Aquiles tomó por costumbre llevar siempre una de sus lanzas. La lanzaba al aire y la recogía una y otra vez.
Poco a poco, la flotilla empezó a perder unidades. Algunos se decantaron por la vía más larga, la del sur, junto a la isla de Lesbos. Otros prefirieron la ruta más directa, y ya nos esperaban cerca de Sigeo, al noroeste de Troya. Y otros, como era nuestro caso, navegamos junto a la costa tracia.
Nos reunimos otra vez en Ténedos, una isla situada en los aledaños de la amplia costa troyana, donde nos agrupamos y a grito pelado nos fuimos pasando de un barco a otro el plan de Agamenón: los barcos de los reyes navegarían al frente y sus hombres se desplegarían detrás. Las maniobras en aquel lugar fueron un caos y se produjeron tres colisiones. Y todas las naves acabaron desportillando algún remo contra el casco de otras próximas.
Al final quedamos situados entre Diomedes, a nuestra izquierda, y Meríones, a la derecha.
Resonó el redoble de tambores y se adelantó la primera fila de naves, bogada a bogada. Agamenón había transmitido la orden de avanzar despacio para mantener las filas y avanzar todos a una, pero nuestros reyes aún estaban un poco verdes en eso de acatar las instrucciones de otro hombre y cada uno ansiaba ser el primero en llegar a Troya. Los remeros empezaron a sudar a chorros cuando sus jefes los azotaron.
Nosotros nos fuimos a la proa junto a Fénix y Automedonte para observar la línea de costa cada vez más próxima. Aquiles acariciaba y empuñaba la lanza con despreocupación, y le daba palmadas con una cadencia que los remeros empezaron a seguir a la hora de bogar.
Empezamos a poder distinguir contornos en el gran arenal cuando nos acercamos todavía más y empezaron a surgir árboles altos y montañas del borrón verde y marrón que hasta ese momento había sido la línea costera.
—Hay hombres en la playa —anunció Aquiles; entornó los ojos—. Van armados.
Un cuerno sonó con fuerza en alguna nave de la flota antes de que yo tuviera ocasión de responder y otros le respondieron enseguida. El viento nos trajo un eco débil de gritos. Habíamos contado con sorprender a los troyanos, pero ellos sabían de nuestra llegada y nos estaban esperando.
Los remeros de toda la línea hundieron los remos en las aguas para ralentizar el acercamiento, pues los hombres de la playa eran soldados sin el menor género de dudas. Todos vestían el carmesí oscuro de la casa de Príamo.
Una biga corría entre sus filas levantando nubes de arena. Su ocupante lucía un casco con crines de caballo y la fortaleza de su cuerpo podía advertirse incluso a lo lejos. Era corpulento, sí, pero no tanto como Áyax Telamonio o Menelao. Emanaba un aura de poder procedente de su propio carro de guerra, la forma en que se cuadraba de hombros y lo erguida que mantenía la espalda, que se alzaba recta hacia el cielo. Ese no era un príncipe perezoso entregado a una vida licenciosa y de embriaguez como se decía de los orientales. No podía ser otro que Héctor.
Abandonó el carro de un salto sin dejar de gritar a sus hombres, que enristraron las lanzas y enflecharon los arcos. Todavía nos hallábamos fuera de su alcance, pero la marea nos arrastraba hacia la costa a pesar de los remos y las anclas, que no se aferraban al fondo. La confusión reinó en la primera fila, convertida ya en un griterío. Agamenón no tenía otras órdenes que aguantar la posición y no desembarcar.
—Casi estamos al alcance de sus flechas —comentó Aquiles.
A nuestro alrededor reinaba el pánico y el sonido de pisadas a la carrera sobre cubierta, pero él no se alarmó.
Estudié la costa, ahora muy cercana. Héctor había desaparecido, retirándose hacia la posición de otro destacamento de tropas, pero delante de nosotros había un capitán con justillo de cuero y un casco metálico que le cubría todo el rostro, salvo la barba. Enflechó el arco y tiró de la cuerda hacia atrás cuando la fila de naves se acercó un poco más. No era un arma tan grande como la de Filoctetes, pero no le andaba a la zaga. Suspiró cerca del astil de la flecha y se preparó para matar a su primer griego.
No llegó a tener la ocasión. No vi moverse a Aquiles, aunque sí oí el silbido del aire y una suave exhalación suya. Cuando miré, había soltado la lanza, que surcaba la distancia existente entre nuestra posición y la playa. Era una actitud, un simple gesto. Ningún lancero podía arrojar su arma ni la mitad de lejos de lo que podía volar una flecha. «Va a quedarse bien corta», supuse.
Mas no fue así. La punta oscura atravesó limpiamente el pecho del hombre, empujándole hacia atrás y haciéndole caer. El arco vibró inofensivo y la flecha salió errática de entre sus dedos sin vida. El oficial quedó tumbado sobre la arena y jamás se levantó.
Una salva de gritos y cuernos triunfales se levantó de entre los barcos próximos al nuestro, pues lo habían visto todos. Las nuevas se propagaron entre la fila de barcos griegos en todas direcciones: nuestra era la primera sangre, vertida por el semidiós y príncipe de Ftía.
El rostro de Aquiles estaba en calma, casi era pacífico. No parecía el de un hombre que había obrado un milagro. En la costa, los troyanos agitaron las armas y gritaron palabras con acento áspero y extraño. Un grupo se arrodilló junto al caído. Detrás de mí oí a Fénix susurrarle algo a Automedonte, que se marchó a la carrera para reaparecer al cabo de un momento con un manojo de lanzas. Aquiles tomó una sin mirarla siquiera, la sopesó y la lanzó. Esta vez sí le observé, contemplé la curva de su brazo y lo erguido de su mentón. A diferencia de muchos soldados, no hizo una pausa para apuntar o mirar. Conocía el destino de la lanza. En la playa se desplomó otro hombre.
Ahora que estábamos muy cerca nos llovían flechas desde ambos lados de la playa. Muchas caían al agua y unas pocas se hundían en mástiles y cascos. Algunos hombres gritaron a lo largo de la línea de barcos. Sufrimos algunas bajas. Automedonte entregó un escudo a Aquiles, que lo tomó con calma y me dijo:
—Quédate detrás de mí.
Yo así lo hice.
Él desvió con el escudo una flecha que venía a por nosotros y tomó otra lanza.
Los soldados cada vez estaban más fuera de sí, pero sus jabalinas y saetas, lanzadas con un exceso de entusiasmo, se perdían en las aguas. En algún punto de la línea, Protésilas, príncipe de Fílace, saltó de la proa entre risas y comenzó a nadar hacia la orilla. Tal vez estaba bebido, tal vez el ansia de gloria le enardecía la sangre, tal vez deseaba superar al príncipe de Ftía. El propio Héctor le lanzó una vibrante lanza que le alcanzó de lleno, tiñendo de rojo toda la espuma de alrededor. Fue el primero de los griegos en morir.
Nuestros hombres se amontonaron en esquifes, los bajaron con cabos y se dirigieron en tropel hacia la playa. Los troyanos estaban bien organizados, pero la playa no ofrecía defensa natural alguna y nosotros les aventajábamos en número. A una orden de Héctor, los troyanos tomaron los cuerpos de sus compañeros caídos y abandonaron el grao, dejando claro que matarles no iba a ser nada fácil.
G
anamos la orilla, varamos las primeras naves sobre la arena, enviamos exploradores por delante para evitar nuevas emboscadas del enemigo y apostamos guardias. Nadie se desprendió de la armadura a pesar de la elevada temperatura.
Mientras los barcos atestaban la playa detrás de nosotros, enseguida se determinaron los emplazamientos del vivaque de cada rey. El campo asignado a los ftíos estaba en el confín más lejano de la playa, lejos de cualquier ágora, Troya y los demás caudillos. Miré por el rabillo del ojo a Ulises, pues era él quien había asignado los lotes de terreno, pero mantuvo el rostro tan afable e inescrutable como de costumbre.
—¿Cómo sabemos hasta dónde hemos de ir? —preguntó Aquiles con una mano sobre los ojos a modo de visera. Miró al norte. La playa parecía no tener fin.
—Andad hasta que se acabe la arena —respondió Ulises.
Aquiles hizo un gesto en dirección a nuestras naves varadas en el grao y los capitanes mirmidones empezaron a separarse de las restantes líneas. El sol caía a plomo sobre nosotros, parecía refulgir con más fuerza en aquel lugar, aunque tal vez solo fuera una sensación causada por la albura de la playa. Caminamos hasta una pequeña elevación cubierta de hierba que afloraba desde el propio arenal. Tenía forma de media luna y acunaba a nuestro futuro campamento por un flanco y la retaguardia. En lo alto había un bosque que se extendía hacia el este, hacia un río de caudal titilante; hacia el sur, Troya era un manchón en el horizonte. Si el responsable de la elección había sido Ulises, no quedaba más remedio que agradecérselo: era el mejor campamento con diferencia, pues ofrecía verdor, sombra y sosiego.
Dejamos a Fénix al mando de los mirmidones y nos encaminamos hacia el campamento principal. Todos los rincones por donde pasábamos eran un hervidero de hombres consagrados a la misma actividad: hacer rodar a las naves hasta la orilla con el concurso de leños, levantar tiendas y descargar vituallas. Todos se movían con frenesí, impulsados por un propósito casi maniaco. Al fin habíamos llegado.
A lo largo del camino pasamos junto al vivaque del célebre primo de Aquiles, el imponente Áyax, rey de la isla de Salamina. Le habíamos visto de lejos en Áulide y habíamos oído los rumores de que había roto la cubierta de su nave al pasear, había sido capaz de echarse un toro a las espaldas y llevarlo durante más de un kilómetro. Le encontramos sacando de la bodega de su nave unos fardos gigantescos. Tenía unos músculos grandes como piedras.
—Hijo de Telamón —le saludó Aquiles.
El hombrón se volvió. Tardó un poco en darse cuenta de quién era el inconfundible muchacho que tenía delante. Entrecerró los ojos y adoptó una rígida amabilidad antes de saludar con voz pastosa.
—Pelida.
Depositó en el suelo su carga y tendió una mano nudosa y con unos callos de forma y tamaño similares a los de los olivos. Compadecí un poco a Áyax el Grande. Él habría sido el
aristós achaion
si Aquiles no estuviera allí.
De regreso al campamento, nos instalamos en la colina que delimitaba la arena y la hierba para contemplar lo que nos había traído hasta allí: Troya, separada de nuestras posiciones por una vasta planicie cubierta de hierba y flanqueada por dos ríos de cauce ancho y corriente perezosa. El refulgir de las murallas de piedra bajo aquel sol de justicia era visible aun desde tan lejos y nos pareció ver el destello metálico de la famosa puerta Escea, cuyos goznes de bronce medían tanto como un hombre, según se decía.
Más adelante iba a tener ocasión de ver más de cerca esos muros de piedras perfectamente talladas y encajadas unas entre otras, un trabajo primoroso hecho por el propio dios Apolo, si se daba crédito a los rumores. Y entonces me pregunté cómo íbamos a conquistar aquella urbe, pues la muralla era demasiado alta para las torres de asedio y demasiado gruesa para ceder ante el fuego de las catapultas, y nadie en su sano juicio intentaría siquiera trepar por la superficie totalmente lisa de sus lienzos.
Agamenón convocó la primera reunión cuando el sol se estaba poniendo en el horizonte. Habían levantado una carpa y habían guardado en su interior varias hileras de sillas que formaban un semicírculo desigual. En la parte delantera se hallaban sentados los Atridas, Agamenón y Menelao, flanqueados por Ulises y Diomedes. Los reyes entraron y ocuparon su lugar uno tras otro. Educados desde la cuna en la jerarquía, los de menor relevancia eligieron sitios más retrasados y dejaron las filas de delante a sus pares más conspicuos. Aquiles no vaciló a la hora de tomar un asiento en la primera fila y me empujó para sentarme junto a él, y así lo hice, esperando de un momento a otro la objeción por parte de alguien que deseara que me fuera de allí, pero entonces llegó Áyax el Grande con su hermanastro bastardo, Teucro, e Idomeneo se hizo acompañar por un escudero y un auriga. Al parecer, los grandes señores se permitían sus indulgencias.