—Yo no habría sabido algo así.
—No te habías casado con Menelao.
—¿Tú crees que ella lo hizo a propósito…? ¿Para provocar la guerra? —Eso me sorprendió.
—Es posible. Se la conocía como la mujer más hermosa de toda Hélade. Ahora dicen de ella que es la más hermosa del mundo entero. —Puso su mejor voz de falsete para decir—: Un millar de naves han navegado por ella.
Un millar de naves era el número que los aedos de Agamenón habían empezado a usar en sus composiciones. Un millar. Mil ciento ochenta y seis no quedaba demasiado bien en una línea de la estrofa.
—A lo mejor se enamoró de Paris.
—O tal vez estaba aburrida tras diez años de enclaustramiento en Esparta. También ella quería irse.
—Tal vez Afrodita influyó en ella.
—Quizá los embajadores regresen con Helena.
Nos detuvimos a considerar esa opción.
—Agamenón atacaría de todos modos, o eso creo.
—Y también yo. Ninguno de los reyes ha vuelto a mencionar a Helena.
—Excepto en las arengas a los hombres.
Permanecimos en silencio durante unos instantes.
—Bueno, ¿y a qué pretendiente hubieras elegido tú?
Le empujé, y se echó a reír.
Regresaron al anochecer. Solos. Ulises informó a los reyes mientras Menelao permanecía sentado y en silencio. El señor de Troya les había dispensado una cálida bienvenida y les había ofrecido un festín en su salón.
—Sabemos la razón de vuestra venida, pero la dama en cuestión no desea regresar y se ha puesto bajo nuestra protección. Jamás me he negado a defender a una mujer y no voy a empezar ahora.
—Muy inteligente —observó Diomedes—. Han encontrado una forma de sortear su culpa.
—Yo le contesté que no había nada más que decir si en verdad estaban tan resueltos —prosiguió el príncipe itacense.
—Por descontado que no —convino Agamenón con voz resonante y profunda mientras se ponía de pie—. Hemos probado la vía diplomática y la han rechazado. Solo nos queda un camino honorable, la guerra. Mañana iréis a ganaros la gloria que os merecéis hasta el último de vosotros.
Hubo más, pero no le escuché. «Hasta el último de vosotros». Me abrumó el pánico. ¿Cómo no había pensado en ello? Había esperado combates, por supuesto. Ahora estábamos en guerra y todos debían servir como soldados, en especial los allegados más íntimos del
aristós achaion.
Apenas pegué ojo aquella noche. Las lanzas apoyadas sobre las paredes de la tienda parecían de una longitud inverosímil y mi mente se esforzaba por recordar algunas lecciones, cómo levantarlas, cómo bajarlas. Las Moiras no habían dicho nada acerca de mi destino, no habían profetizado cuánto iba a vivir. Aterrado, desperté a Aquiles.
—Yo estaré allí —me prometió.
Aquiles me ayudó a armarme en la oscuridad previa al alba. Cnémidas, guanteletes, una coraza de cuero y, encima de ella, un peto metálico. Todo parecía, más que una protección, un estorbo que me apretujaba los brazos, me lastraba con su peso o me rozaba en el mentón. Él me aseguró que acabaría por acostumbrarme, mas no le creí. Me sentía como un tonto, como un chico que se ha puesto las ropas de su hermano mayor, cuando salí de la tienda a la luz del primer sol de la mañana. Los mirmidones ya nos estaban aguardando, empujándose unos a otros con expectación. Juntos empezamos el largo trayecto hacia la playa donde se congregaba el enorme y descomunal ejército. Mi respiración se hizo entrecortada.
Pudimos escuchar a la tropa antes de verla: fanfarronadas, el tintineo metálico de las armas, el sonido de los cuernos. Luego el trazo del arenal se abrió y nos reveló un mar de hombres dispuestos en pulcros rectángulos, cada uno señalado con un pendón indicativo de su rey. Solo había un espacio vacío, un lugar de privilegio, reservado para el príncipe de Ftía y sus mirmidones. Nos adelantamos y nos pusimos en orden de batalla: Aquiles al frente; luego, una línea de capitanes, conmigo en el medio; detrás, hileras centelleantes de orgullosos hoplitas ftíos.
Ante nosotros se extendía la amplia llanada de Troya, que terminaba en las inmensas puertas y torres de la ciudad, a cuyos pies se agitaba un bullicio de hombres pelinegros y escudos centelleantes al sol.
Aquiles se volvió y me dijo:
—Quédate siempre detrás de mí.
Asentí, y el casco se me movió sobre las orejas al hacerlo.
El miedo era como una copa de pánico cuyo contenido se agitaba en mi interior, amenazando con verterse de un momento a otro. Las cnémidas se resbalaron hasta hundirse en los huesos de los pies y el peso de la lanza me hacía bajar el brazo. El sube y baja del pecho se me desbocó cuando sonó un cuerno. Ahora. Había llegado el momento.
Nos lanzamos a la carrera entre golpeteos y tintineos, convertidos en una masa. Así era nuestra forma de combatir: realizábamos una carga mortífera para encontrarnos con el enemigo en el medio. Era posible desbaratar las líneas del adversario si se cobraba el suficiente impulso. Las nuestras se descompusieron enseguida, pues los más veloces aventajaron al resto enseguida en su ávida carrera hacia la gloria, porque todos ardían en deseos de ser los primeros en matar a un guerrero troyano en combate. Al llegar a la mitad de la planicie ya no había en nuestro ejército el menor atisbo de filas, ni siquiera de formaciones por reinos. Los mirmidones me dejaron atrás enseguida, se convirtieron en una borrosa nube que se alejaba a mi izquierda y yo me encontré entre los espartanos de Menelao, guerreros de largas melenas que acudían al combate aceitados y peinados.
Yo también corrí entre el repiqueteo de mi armadura, con el pulso cada vez más acelerado. El suelo temblaba bajo los pies de tantos combatientes a la carrera, un estrépito cada vez más ensordecedor. La carga no tardó en levantar una nube de polvo casi enceguecedora. No podía ver a Aquiles; de hecho, no veía al hombre que tenía al lado. Solo podía hacer una cosa: sujetar bien el escudo y correr.
La vanguardia chocó en medio de un gran fragor y una lluvia de astillas, esquirlas y sangre. La convulsa refriega de la batalla devoraba hombres y voces como si fuera Caribdis
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. Vi mover los labios a los soldados, pero no logré escucharlos. Solo se oía el entrechocar de los escudos entre sí, la percusión del bronce contra la madera astillada.
De súbito, a mi lado se desplomó un espartano con el pecho atravesado por una lanza. Moví la cabeza a mi alrededor en busca del hombre que le había ensartado, pero únicamente vi un revoltijo de cuerpos. Me arrodillé junto al espartano con el fin de cerrarle los ojos y musitar una breve oración; estuve a punto de vomitar cuando advertí que seguía con vida, resollando con dificultad e implorándome con miedo.
Entonces oí un porrazo muy cerca de mí y levanté la vista con sobresalto. Áyax estaba usando su enorme escudo a modo de porra para aplastar rostros y cuerpos. A la estela del hijo de Telamón iba un carro troyano por encima de cuyo lateral podía verse un rostro aniñado que enseñaba los dientes como un perro. Ulises le lanzó un golpe al pasar y luego se echó a correr para apoderarse de los caballos de la biga. El espartano me aferró y al hacerlo me bañó las manos con su sangre. La herida era demasiado profunda y nada podía hacerse por él. Sentí un entumecimiento de alivio cuando por fin se le apagaron los ojos. Mis temblorosos dedos salpicados de tierra le cerraron los párpados.
Aquiles apareció de la nada. Estaba cubierto de sangre y sin aliento. Tenía el rostro encendido y su lanza chorreaba sangre hasta la empuñadura. Me dedicó una ancha sonrisa y de un brinco se lanzó a donde había un grupo de troyanos. El suelo parecía sembrado de cadáveres y trozos de armadura, junto a astas de lanza y ruedas de carro, pero él no tropezó ni una sola vez. Nunca lo hacía. El campo de batalla parecía la cubierta de una nave resbaladiza por culpa del salitre y todos andaban dando tumbos, salvo él. Me entraron arcadas.
No maté a nadie; tampoco lo intenté. Al final de la mañana, tras horas y horas de caos nauseabundo, acabé deslumbrado por el sol y con la mano dolorida de apretar con tanta fuerza la lanza; la había usado más a menudo como bastón donde apoyarme que para amenazar a alguien. El casco parecía empeñado en meterme las orejas dentro del cráneo.
Estaba tan exhausto como si hubiera corrido durante kilómetros a pesar de que, cuando bajaba la mirada, podía advertir que mis pies no habían salido del mismo lugar, donde había aplanado la hierba seca como si hubiera estado preparando una pista de baile. El pánico constante me había dejado sin fuerzas, incluso a pesar de que, por extraño que pueda parecer, durante toda la pelea estuve en una zona vacía a la que no venía nadie y nunca estuve amenazado.
Buena medida de mi aturdimiento y mareo es que hasta media tarde no vi qué hacía Aquiles. Él no me perdía de vista en ningún momento y parecía tener un don sobrenatural para sentir el momento en que un enemigo abría los ojos de asombro al ver el fácil objetivo que yo representaba; él los abatía sin darles tiempo a volver a inspirar.
Aquiles era un prodigio. A una velocidad fuera de lo común lanzaba una tras otra lanzas que arrancaba de cadáveres tendidos en el campo de batalla para acosar a nuevos objetivos. Le vi torcer la muñeca y dejar expuesta la parte inferior de su brazo, donde podían advertirse aquellos huesos finos como flautas, mientras realizaba el movimiento del lanzamiento. Olvidé en el suelo mi lanza combada de tanto mirarle. Ni siquiera fui capaz de seguir advirtiendo la fealdad de aquellas muertes, ni los sesos, vísceras o huesos astillados que luego iba a tener que lavarme hasta quitármelos del pelo y de la piel. Todo cuanto veía era su belleza, el zumbido de sus extremidades y el raudo movimiento de sus pies.
Por fin se hizo de noche y la oscuridad nos liberó, dejándonos fatigados y renqueantes. Regresamos a nuestras tiendas, llevándonos con nosotros a muertos y heridos.
—Un buen día —concluyeron nuestros reyes, dándose palmadas en la espalda unos a otros—. Un comienzo esperanzador. Lo repetiremos mañana.
Y ese día, y al otro, y al siguiente. Una jornada de combate se convirtió en una semana y después en un mes. Y en dos.
Se libraba una guerra de lo más extraño: no se conquistaba territorio alguno y tampoco se hacían prisioneros. Se combatía solo por el honor, los hombres luchaban uno contra uno. Con el tiempo, la contienda cobró un ritmo respetado por ambas partes: luchábamos siete de cada diez días, y lo hacíamos de forma civilizada, con treguas para respetar las festividades y los entierros. No hubo razias ni ataques sorpresas, eso se acabó cuando los líderes, antaño optimistas con las posibilidades de una guerra relámpago, se resignaron a un combate prolongado. Las fuerzas de ambos ejércitos eran extraordinariamente parejas y luchaban un día tras otro sin que fuera posible discernir cuál de ellos era más fuerte. En parte eso se debía a los soldados venidos de todas partes de Anatolia para ayudar a los troyanos y granjearse así una fama. Los nuestros no eran los únicos ávidos de gloria.
Aquiles floreció en el transcurso de aquella lucha. Se iba a la batalla riendo un tanto atolondrado y no dejaba de sonreír mientras tomaba parte en ella. El acto de matar en sí no le complacía, pues enseguida se había percatado de que ninguno de aquellos enemigos era rival para él. Ni siquiera cuando luchaban dos o tres juntos. Una carnicería tan sencilla no le producía alborozo alguno y caían bajo su lanza menos de la mitad de los que podría haber abatido. Él vivía para las cargas, para esos momentos en que una cohorte atronadora de hombres cargaba contra él. Ahí, rodeado entre una veintena de espadas aguzadas, es donde él podía luchar de verdad y con una gracia inverosímil derrotaba a diez, quince o veinticinco hombres. «Por fin, esto es lo que yo puedo hacer», pensaba.
No tuve que acompañarle con tanta frecuencia como había temido en un principio. Cuanto más se prolongaba la guerra, menos importante parecía lograr que ningún heleno se quedara en la tienda. Yo no era un príncipe cuyo honor estaba en juego, ni un soldado, vinculado por ataduras de obediencia, ni un héroe, cuyas habilidades todos echarían de menos. Era un exiliado, un hombre sin rango ni estatus. Si yo no acudía al combate, eso era un asunto exclusivamente de Aquiles.
Mi presencia en el campo de batalla se redujo a cinco días, y luego a tres, y luego acudía una vez a la semana, y por último, únicamente cuando Aquiles me lo pedía, cosa que no ocurría a menudo, pues la mayoría del tiempo estaba muy feliz de ir solo para meterse entre las filas enemigas y llevar a cabo hazañas por su cuenta, pero de vez en cuando se hartaba de tanta soledad y me imploraba que fuera con él para alisarle el cuero endurecido por el sudor y la sangre, para trepar con él sobre una montaña de cadáveres.
Para ser testigo de sus proezas.
En algunas ocasiones, mientras le contemplaba, atisbaba un espacio de terreno adonde no iban los soldados. Dicho fenómeno solía ocurrir cerca de la posición de Aquiles y se volvía más y más luminoso, y cegador, si uno lo miraba fijamente, pero al fin logré desentrañar el secreto: allí había una mujer blanca como la muerte y más alta que todos los hombres que se afanaban a su alrededor. Ni una salpicadura de sangre caía sobre su vestido de color gris perla por mucha sangre que corriera y sus pies descalzos no tocaban el suelo. No ayudaba a su hijo, pues no había necesidad de ello. Se limitaba a observar, igual que yo, con sus enormes ojos negros. No fui capaz de leer nada en sus inescrutables facciones. En ellas podía haber placer, pena, o tal vez nada.
Excepto en la ocasión en que se volvió hacia mí y me miró con el rostro crispado por el desprecio y los labios estirados para enseñarme los dientes. Siseó como una serpiente antes de desvanecerse.
Junto a él me acostumbré a los avatares del campo de batalla y fui capaz de identificar a soldados completos, no solo partes del cuerpo, piezas de bronce, carne herida. Al amparo de la protección de Aquiles, fui capaz de moverme entre las filas de la batalla en busca de los otros reyes. El más cercano a nosotros era Agamenón, un consumado lancero, siempre posicionado detrás del contingente micénico, siempre en perfecta formación. Gracias a esa protección podía gritar sus órdenes y arrojar lanzas, lo cual se le daba francamente bien, y era necesario tener semejante destreza, pues el arma arrojadiza debía salvar el obstáculo de sus veinte hombres.
A diferencia de su general, Diomedes no le temía a nada. Luchaba como un animal salvaje, enseñando los dientes, adelantándose a saltos y asestando unos golpes veloces hasta que ya no había carne que rasgar. Después, se echaba sobre el cadáver con aire lobuno y despojaba al muerto de todo el oro y el bronce antes de subir a su carro y seguir moviéndose.